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Camila Botero Restrepo: la última filántropa antioqueña

Semblanza de la mujer que hizo de la Fundación Alejandro Ángel Escobar la organización filantrópica que más fondos le ha aportado a las ciencias y a la solidaridad en Colombia en los últimos 65 años.

Dominique Rodríguez Dalvard*
28 de noviembre de 2020 - 06:39 p. m.
Camila Botero, filántropa antioqueña. Hizo la Fundación Alejandro Ángel Escobar
Camila Botero, filántropa antioqueña. Hizo la Fundación Alejandro Ángel Escobar
Foto: Cortesía FAAE

Camila Botero Restrepo es, quizá, una de las últimas filántropas del país. Aunque a sus 84 años se apagó su llama dejó, como su legado más grande, otra antorcha perfectamente encendida: la Fundación Alejandro Ángel Escobar que, este 2020, cumplió 65 años de existencia.

Al no casarse ni dejar herederos, decidió que su verdadera familia serían la ciencia, la naturaleza y los miles de colombianos que, desde las organizaciones sociales y comunitarias, le aportan diariamente a la esperanza del país; todos, pilares de la misión institucional a la cual le dedicó más de 30 años de su vida. Pero a diferencia de aquellos que no hacen el bien sin mirar a quien, a Camila no le interesaron la figuración, ni los bustos, ni las medallas, si bien impuso muchas a lo largo de los tantos años en los que premió la ciencia y la solidaridad en Colombia como directora de la FAAE.

Nacida en una cuna influyente y privilegiada siempre lo supo y nunca alardeó de ello. Su abuelo materno, don Camilo C. Restrepo, fue un prominente ingeniero que tuvo a su cargo la Carretera al Mar, además de ser Gobernador de Antioquia y Designado Presidencial por Miguel Abadía Méndez; justo con su nombre una vía da el paso al salir de Medellín hacia el municipio de Caldas.

Camila creció rodeada de libros en francés, inglés y alemán, de pinturas y de la infaltable música que le ponía su papá, Cristián Botero Mejía –tremendo melómano del que fue discípulo ni más ni menos que Bernardo Hoyos–, y siempre disfrutó de la cultura. También tenía cerca a mujeres brillantes, como la reconocida historiadora, su prima hermana Pilar Moreno de Ángel o la escritora Rocío Vélez de Piedrahita. Así como a mujeres bondadosas, como Clemencia Gómez de Jaramillo, la directora de la Fundación Ratón de Biblioteca que les ha dado, desde 1984, la posibilidad de la imaginación, el conocimiento y la buena nutrición a los niños más humildes de Medellín. Y, por supuesto, a doña María Restrepo de Ángel, continuadora del legado de don Alejandro Ángel Escobar luego de su muerte, casi su segunda mamá y a quien quiso hasta su último suspiro en 1990.

Vemos, entonces, un talante familiar de entrega al otro que parece acabarse, por lo menos desde la estirpe, con ella. Quizá intuyéndolo, Camila hizo lo de los sabios, fortaleció su legado rodeándose de los mejores para que, frente a su ausencia, no corriera riesgo alguno una obra que ya no necesitaba de una figura para sobrevivir.

Ahora bien, para entender el camino que construyó sin saberlo, sin tenerlo planeado, hay que ver de qué manera fue haciéndose a sí misma para imprimirle un carácter muy particular a la FAAE, uno de independencia hecha a pulso y valorada como lo más sagrado, al profundo, estudiado y premiado conocimiento sobre el país en el que estamos, a una habilidad y destreza política que no rinde pleitesías y mucho menos le debe nada a nadie, y a un equilibrio biológico que permite que convivan los datos más puros de la ciencia con la alegría y la resiliencia de quienes han intentado hacer de Colombia un mejor lugar para vivir. Sin pensarlo, hizo de su vida una apuesta filosófica.

Años de formación

A pesar de que adoraba la vida campestre, lo que la hizo increíble jinete y nadadora así como una aguda observadora de la naturaleza, y, aunque contaba con institutriz de francés, muy rápidamente sus padres, don Cristián y doña Ana, la enviaron al colegio en Bogotá. Querían que fortaleciera el inglés así que la matricularon en el colegio de señoritas Alice Block. También pasaría por el Marymount. La recibieron de niña en la capital don Alejandro Ángel Escobar y doña María, quienes se convertirían en sus tutores y la gran adoración de Camila.

Al terminar el bachillerato volvió a Medellín para emprender la carrera de Bibliotecología en la Universidad de Antioquia. Cómo no si la pasión por los libros era parte esencial de su vida. Pudo ejercer su oficio en importantes instituciones. En primer lugar, dirigió la biblioteca de la Universidad de los Andes de 1963 a 1965 y, luego, la llamó el rector de la Universidad Nacional, el reconocidísimo médico José Félix Patiño, para que manejara la biblioteca general de la universidad, tarea que hizo dichosa.

Pero se atravesó París.

Vivió esa ciudad en pleno Mayo del 68. El centro del huracán revolucionario. Muchos años después de vivida aquella fecha, confesó, riéndose de sí misma, que habría querido ser un poco menos burguesa para estar dentro de la pelea, en la lucha, y haber levantado unos cuantos adoquines. Miró la historia pasando frente a sus ojos, y aunque nunca se lo hubiera creído, el clavito de la transformación social se le pegó al corazón sin haberlo buscado.

También se le atravesó la política.

A su regreso a Colombia, decidió estudiar Derecho y Ciencia Política, y tuvo en Fernando Cepeda a uno de sus grandes guías en este campo. También estuvo rodeada, de nuevo, de mujeres del calibre de Ángela Gómez de Mogollón, por años presidenta de Profamilia, Dora Röthlisberger, una de las primeras y brillantes profesoras del departamento de Ciencia Política de los Andes desde 1968 o Elisabeth Ungar, exdirectora de Transparencia por Colombia, entre otras figuras clave en el país. Su tesis de grado la dedicó a analizar la importancia del último gobierno del Frente Nacional y qué mejor que haberlo hecho siendo la secretaria privada del Ministro de Gobierno de Misael Pastrana, Roberto Arenas Bonilla. Claramente, le valieron esa experiencia como la judicatura requerida para su grado. Con él, tuvo la oportunidad, única, de ver sentados en la misma mesa, para discutir sobre ese primer gobierno post Frente, a la “nena” María Eugenia Rojas y a José Jaramillo Giraldo, de la Anapo, con Hernando Echeverri Mejía, candidato a las elecciones del 74 que ganaría Alfonso López Michelsen. Su paso por la función pública fue todo un doctorado.

Apenas acabado el gobierno Pastrana se fue a trabajar al recientemente fundado instituto Fedesarrollo y luego lo hizo en el Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo, Cider, de los Andes, instituto que quiso con el alma –y viceversa–. Vemos que la academia y la investigación sobre el país eran otras de sus pasiones. Así como la tertulia política que disfrutó de la mano de otro de sus mentores, el magistrado santandereano Mario Latorre Rueda. Camila logró construir una mirada panorámica. Viajó por Colombia y en sus salidas de campo con los investigadores vería, de primera mano, las distancias entre la teoría y la práctica, algo que, analizándolo después, se tradujo en la suma perfecta que logró en la FAAE al poner junto a las ciencias exactas, físicas y naturales, a la solidaridad y su potencia social transformadora.

A decidirse

A pesar de que llevaba ya años hablándole al oído y conociendo en detalle las labores de la Fundación, a finales de los años 70, doña María Restrepo de Ángel le pidió que la acompañara, ya oficialmente, en la junta directiva de la FAAE. Y sí que le amplió su horizonte, empezando por problematizar el concepto de beneficencia, que fue como se denominaron en primera medida los premios para las organizaciones sin ánimo de lucro. Respondía al influjo de las misiones católicas que tanto han apoyado a los más vulnerables del país. No obstante, Camila vio que no se limitaban a las organizaciones que seguían un credo religioso, había un mundo laico inmenso que merecía el reconocimiento, razón por la cual cambiaron de nombre a Premios de Solidaridad. Fue así como intercalaría su trabajo como profesora con el apoyo a la Fundación por una década para ya, en 1990 y hasta 2011, decidirse a dirigirla. Lo asumió como el cuidado delicado y dedicado del tesoro de sus tíos, la apuesta más grande por el futuro, eso que no da réditos políticos ni ganancias a corto plazo y más bien parece un acto de fe: incentivar la ciencia y la solidaridad en un país llamado Colombia.

Desde el origen de la Fundación, se destinó la fortuna familiar a entregar significativos apoyos económicos que, para muchos investigadores y directores de instituciones sin ánimo de lucro, son el reconocimiento de una carrera brillante pero que a pocos interesa. Camila, así como todos aquellos que han acompañado a la FAAE durante su historia – los muchos jurados que ha tenido, su leal junta directiva, sus directivas y equipo de mujeres entregadas a la tarea de seguir la tarea–, siempre han sabido que allí reposa el porvenir de Colombia, en las mentes y corazones de quienes han sido galardonados durante 65 años. Y que nunca lo olvidan.

Para lo que vendría de la nueva etapa de la FAAE, cuando tomó las riendas en 1990, su experiencia en la academia resultó invaluable. También su aproximación a los pensadores políticos y económicos. Y, quién lo hubiera creído, ese amor por la naturaleza que nunca se le escapó terminó inspirando el consistente apoyo de la Fundación al desarrollo sostenible y al medio ambiente. Podía leerse todos los libros del mundo, podía disfrutar todo el arte del mundo, podía oír toda la ópera del mundo, podía comer en los mejores restaurantes del mundo, pero nada le era comparable como ir a La Botero, una finca de conservación arquitectónica en Jericó, que bordea las aguas del Río Cauca y escala 2.500 metros hacia arriba. En ese paraíso se perdía, entre sus bosques y quebradas, montada a caballo, contemplando los pájaros y nombrándolos, uno a uno. Como conocía sus árboles y flores al detalle. Hasta Víctor Gaviria filmó allí, en 1984, su película Que pase el aserrador.

Este amor verde la llevó a acercarse a los que más sabían del tema en el país, y de allí se fortaleció el incondicional afecto y complicidad que ya desde los tempranos años 70 había entre ella y Manuel Rodríguez Becerra, primer ministro de Medio Ambiente del país, fiel abanderado de la FAAE, como jurado en muchas ocasiones y dentro de su junta directiva. Así mismo, Camila tuvo en sus grandes amigas a Martha Cárdenas, subdirectora por décadas de Fescol y creadora de una de las revistas más importantes que el medioambiente ha tenido en Colombia, Eco-lógica. Por ello, fue natural que ella, a través de la FAAE, fuera una de las firmantes que le dieron nacimiento al Foro Nacional Ambiental en 1998. Como fue de natural y orgánico que Cristián Samper, el director Ejecutivo y presidente de Wildlife Conservation Society y ex director del Museo Nacional de Historia Natural del Smithsonian, se contactara con la FAAE para que fuera esta institución la que administrara la Beca Colombia Biodiversa, que apoya a estudiantes de pregrado y posgrado de carreras relacionadas, desde 2002.

La consolidación

Ya empezaban a ser muchas cosas. Magníficas cosas. Y en 2005 se cumplieron los 50 años de la FAAE. Aquí ya pierdo objetividad, porque participé en la construcción del libro conmemorativo que ella decidió regalarle a quienes quisieran ser testigos de la hazaña de cómo es que se construye arraigo en Colombia. Mi misión, junto con Esmeralda Triana, bautizada por Camila desde que la conoció como La Hormiga, fue hacer las crónicas de solidaridad de esas cinco décadas. Qué trabajo más maravilloso fue aquel. Y difícil. Porque tuvimos que elegir entre las muchísimas instituciones que habían participado aportando su labor esencial en el país.

Escarbando, de la mano y memoria prodigiosa de quien fuera la secretaria ejecutiva de la FAAE por décadas y amiga querida de Camila, Sonia Cárdenas, descubrimos organizaciones sociales y comunitarias que empezaron a trabajar con esos temas que hoy hacen parte de nuestro vocabulario, pero muchas décadas antes. Vimos cómo se atendió tempranamente a las víctimas del Sida, a las mujeres en situación de calle, a las viudas del conflicto, a los niños desnutridos, abandonados y adoptados, a los viejos perdidos en sus demencias, y cómo la Fundación celebró a las campesinas defensoras del agua, a los recicladores y a los teatreros comunitarios. Es infinito el bien que se ha tratado de ofrecer en Colombia. Y que sigue haciéndolo.

Entre tanto, se sumó otra década y media de trabajo, de premios. De resistencia.

Pienso ahora que algo le fascinaba sobre el Alzheimer. Recuerdo que una de las primeras cosas que Camila me pidió hacer al conocernos fue ir a entrevistar al doctor Francisco Lopera a Medellín. Y allá fui a visitar a este experto de la Universidad de Antioquia, varias veces galardonado por la FAAE por sus inmensos aportes al campo, entre ellos la clasificación de una muy particular variante de la enfermedad, el Alzheimer precoz. Él me presentó, con esa dulzura que lo caracteriza, los embates de tremenda condición neurológica, y cómo es que al cuerpo se le iba olvidando ser. Recuerdo que él mismo me dio el título del artículo: La peste de la memoria.

Eso le empezó a pasar a Camila. Su cuerpo empezó a olvidar. Algunos dicen que la familia se casó en exceso entre sí. O, tal vez, quiso olvidar que la cercanía de quien más había amado, a su sobrino Tomás Jaramillo, había resultado una traición. Porque puso en riesgo el patrimonio de la Fundación, su más preciado bien. Eso la atormentó, pero nunca permitió que los premios dejaran de darse en las cuantías que se merecían los investigadores. Mientras regresaba la estabilidad, que lo ha hecho con el esfuerzo y la credibilidad que el medio le ha dado a tremenda obra que es la FAAE, vendió parte de su colección de arte maravillosa, entre ellas una obra de Doris Salcedo y otra de Beatriz González, para subsanar cualquier faltante y así seguir adelante. Nunca le tembló el pulso para desapegarse de sus cosas si esto significaba darle un aire a la institución que se prometió cuidar.

Con la Fundación regresaba la lucidez. Y la alegría.

Y entonces uno ya no sabe qué emocionaba más a Camila en la ceremonia anual de entrega de los premios Alejandro Ángel Escobar en el Museo Nacional, si la magnífica brillantez de un joven investigador que entendió las nanopartículas de algún virus que impide que las vacas produzcan más leche, la elaboración de un mapa de los ríos de Colombia que revela la tragedia ambiental que se nos viene a cuesta, un libro que combina el saber científico con el chamánico de la Amazonía, o la euforia de decenas de payasos que se dedican a entregarle alegría a los niños enfermos de cáncer y que rompían felizmente la solemnidad del acto. Allí, sentada al lado de sus adorados Rafael Pardo y Manuel Rodríguez. Allí, acompañada por Verónica y por Sonita y por Esme y por Lucy y por Dilia y por Natalia y por Diego y por doña Celmira. Allí, acompañada por los leales Lucy Wartenberg, Cecilia María Vélez, Nicolás Gamboa, Diego Córdoba, Juan Luis Mejía y Beatriz Castro. Allí, acompañada por ese centenar de nuevos amigos que celebraban la generosidad de la Fundación con gratitud y entrega. Allí, acompañada por mí, quien desde el escenario veía su dicha y la miraba con afecto y trataba de leer los terriblemente difíciles títulos en inglés, español y francés, de tantos genios de nuestro país.

Sí, todos, todos nosotros fuimos su familia. Sin pedirle nada a cambio, solo agradecimos conocerla.

Por Dominique Rodríguez Dalvard*

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gaj(kitsn)28 de noviembre de 2020 - 07:31 p. m.
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