De la Luna a la Tierra

Esta es la breve historia de cómo Neil Armstrong, “Buzz” Aldrin y Mike Collins, de la misión Apolo 11, volvieron al planeta Tierra después de convertirse en los tres primeros seres humanos en llegar a la Luna.

Helena Calle / @helenanodepatio
23 de julio de 2019 - 08:06 p. m.
Como se esperaba que sucediera, en el viaje de vuelta a la Tierra, el módulo de comando del Apolo 11 arroja pedazos en llamas a medida que se precipita a través de la atmósfera de la Tierra. 24 de julio de 1969.  / NASA.
Como se esperaba que sucediera, en el viaje de vuelta a la Tierra, el módulo de comando del Apolo 11 arroja pedazos en llamas a medida que se precipita a través de la atmósfera de la Tierra. 24 de julio de 1969. / NASA.

“Hace cien años, Julio Verne escribió un libro sobre un viaje a la Luna”, dijo el comandante Neil Armstrong en una de las transmisiones para televisión que se hizo desde la Luna. “En De la Tierra a la Luna, la nave espacial que se llama Columbia, como esta, despegó de Florida y aterrizó en el océano Pacífico después de completar un viaje a la Luna. Nos parece apropiado compartir con ustedes algunas de las reflexiones de la tripulación a medida que esta nave completará su cita con la Tierra”.

Era el 21 de julio de 1969. Para ese entonces, Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Mike Collins estaban en la Luna. Eran las tres personas que más lejos habían estado de algo que amaran en la historia de la humanidad. Nadie antes había estado tan lejos de una madre o una tumba. Nadie había estado a 384.000 kilómetros del planeta Tierra, pisando la superficie del satélite.

La misión Apolo 11 era arriesgada, y aunque estaba fríamente calculada por cientos de brillantes ingenieras, científicos y astrofísicos de la NASA, el azar era un factor que nadie podía controlar. En caso de que Armstrong y Aldrin pudiesen caminar por la superficie lunar pero no volver a la cápsula de comando habrían sido condenados a morir de inanición, asfixia o suicidio, en una de las muertes más trágicas y públicas de la historia. A eso se enfrentaban: a morir en tierra extranjera, la más ajena de todas.

La posibilidad de que la misión fallara era tan tangible que William Safire, el escritor de los discursos del entonces presidente Richard Nixon, preparó una declaración de emergencia “en caso de desastre lunar”.

Safire dejó instrucciones claras para Nixon: telefonear a las “futuras viudas” de los astronautas, Joan Aldrin, Patricia Collins y Jan Armstrong, antes de que el equipo de la NASA que esperaba impaciente en Houston (Texas) finalizara para siempre las comunicaciones con sus esposos . Una vez esto pasara, y Nixon le hablara al país, debían organizar un funeral simbólico en el océano Pacífico, en donde debería haber caído la cápsula que los transportaba de nuevo al planeta Tierra.

“El texto me trajo lágrimas a los ojos. Comienza: “El destino ha ordenado que los hombres que fueron a la Luna a explorar en paz se queden en la Luna para descansar en paz” y termina con las palabras: “Para cada ser humano que mira la Luna en las noches, el futuro sabrá que hay un rincón de otro mundo que es para siempre la humanidad”, escribe James Mann, el periodista que rescató el discurso del olvido este año en el Washington Post.

Al hacer el descenso en la superficie lunar, Armstrong y Aldrin perdieron contacto con la misión, tenían tan poco combustible que llegaron a menos de un minuto de tener que abortar. Cuando regresaban, se dieron cuenta de que uno de los interruptores que controlaba el motor de la nave que los llevaría hasta el módulo principal, con Collins, estaba roto. Aldrin lo arregló con un pedazo de fieltro y así pudieron reencontrarse los tres en la cápsula de mando, equipada para llevarlos a casa. El discurso, por suerte, nunca llegó a ser pronunciado.

El 22 de julio de 1969, tras dos días en la Luna y 21 horas con 36 minutos en la superficie lunar, debían volver a casa. Tras una comida y siete horas de sueño, los tres astronautas encendieron el motor que les quedaba para dirigir el módulo de mando fuera de la órbita lunar y hacia la Tierra.

La maniobra no era fácil. La cápsula debía entrar en la atmósfera terrestre en un ángulo preciso. Si entraba a la atmósfera a 386.000 kilómetros por hora, crearía una bola de fuego en la cápsula, que estaba preparada con una coraza metálica para soportar esas temperaturas. Sin embargo, si entraba en un ángulo en que el fuego se iniciara donde no hubiese coraza, los astronautas morirían calcinados. Si entraba demasiado lento a la atmósfera, saldría disparada como una canica contra una pared, y si entraba demasiado rápido, la cápsula entera se calentaría más rápido de lo que podría soportar. Este precisamente había sido el destino fatal de las cápsulas de las misiones Apolo 5 y 9, solo que en este caso había tres vidas humanas en juego, la victoria o derrota de la carrera científica entre Estados Unidos y la Unión Soviética, y un planeta entero, a lo lejos, mirando.

La tripulación del Apolo 11 entró al lugar en donde la gravedad de la Tierra superó la de la Luna, a 322.250 kilómetros de la superficie azul de nuestro planeta. Una vez entraron en la atmósfera terrestre, a menos de tres grados de un destino fatal, encendieron el motor que los disparó en picada hacia el lugar aproximado de aterrizaje. Por tres angustiantes minutos, perdieron comunicación con Houston, hasta que la voz de Armstrong se volvió a escuchar en los intercomunicadores.

Los tres astronautas salieron reptando de la cápsula y sonriendo, vestidos con trajes de contaminación biológica, por temor a que estuviesen infectados con “bacterias lunares”. Fueron rescatados por una nave del Ejército de Estados Unidos y puestos en cuarentena médica por 21 días en una especie de remolque, en donde hablaban con Nixon, sus esposas y los medios de comunicación a través de una pequeña ventana que los obligaba a doblar la espalda y juntar las caras para conversar.

Cápsula Columbia, flotando en el Océano Pacífico, después de ocho días de viaje desde la Tierra a la Luna y de vuelta. 24 de julio de 1969. / NASA

“Pensé que teníamos un 90% de probabilidades de volver a la tierra en ese vuelo. Fue un evento sorprendente, dejar el planeta y darse cuenta de que no había ninguna razón lógica por la que alguna vez volverías” dijo Armstrong en una de las entrevistas que concedió un par de años antes de su muerte, en 2012. 

Finalmente, el 24 de julio de 1969, cinco minutos antes del amarizaje, la nave desplegó el paracaídas que suavizaría su caída, y la cápsula calcinada de la exitosa Misión Apolo 11 se desplomó sobre las aguas turbias del océano Pacífico, cerca de las islas de Hawái. El miedo de los tres astronautas de la NASA y los hombres que imaginó Verne en su libro era el mismo: no volver.

En el capítulo final, un tal J. Belfast, director del Observatorio Astronómico, entrega las conclusiones científicas de la “aventura lunar” tras haber perdido comunicación con la nave y solo poder seguir el desenlace través de poderosos telescopios: “Ofrezco dos hipótesis. O la atracción de la luna terminará atrayendo a los viajeros hacia sí misma, y alcanzarán su destino; o el proyectil, siguiendo una ley inmutable, continuará gravitando alrededor de la Luna hasta el final de los tiempos. En algún momento, nuestras observaciones podrán determinar qué pasó, pero hasta entonces este experimento no puede tener otro resultado que haber proporcionado a nuestro sistema solar una nueva estrella”.

Verne finaliza su libro con una reflexión a nombre de la humanidad: “Esos tres hombres han llevado al espacio todos los recursos del arte, la ciencia y la industria. Con eso, uno puede hacer cualquier cosa, y verán que, algún día, saldrán bien”. Queda a la imaginación el destino de los astronautas que vagan por el espacio, pero el caso de la misión Apolo 11 es amable. Los tres volvieron, y quien ya murió (Armstrong) lo hizo de viejo y no como mártir, en su Tierra. A veces la realidad es mejor que la ficción.

 

Los tres astronautas y sus esposas, mientras pasa la cuarentena. 27 de julio de 1969./NASA.

Por Helena Calle / @helenanodepatio

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