El colombiano que sigue los pasos de Charles Darwin 200 años después

¿Cómo fabrica la naturaleza la piel rayada de las cebras o los mosaicos de manchas de los leopardos? Desde un laboratorio en la Universidad de Princeton (EE. UU.), Ricardo Mallarino intenta descifrar algunos secretos de la evolución que habrían hecho delirar de asombro a Charles Darwin.

Pablo Correa - @pcorrea78
06 de octubre de 2019 - 02:00 a. m.
El ratón africano Rhabdomys pumilio (Kagalagadi, Botswana) fue uno de los modelos animales usado por Mallarino y su grupo.  / Cortesía.
El ratón africano Rhabdomys pumilio (Kagalagadi, Botswana) fue uno de los modelos animales usado por Mallarino y su grupo. / Cortesía.

En 2006 Ricardo Mallarino, luego de terminar la carrera de biología en la U. de los Andes, aterrizó en Boston para empezar un doctorado en biología en la Universidad de Harvard. No tenía nada claro en qué enfocaría sus próximos cinco o seis años como investigador, pero el asunto se resolvió con prontitud y casi por un acto de serendipia.

Ocurrió cuando cayó en sus manos un artículo en el que se describían las bases genéticas de un problema biológico que había atrapado la atención de Charles Darwin durante aquel mítico viaje a las islas Galápagos en 1835. Los autores del trabajo, que resultaron tener una oficina muy cerca de los pasillos por los que andaba Mallarino, habían descubierto una molécula y un grupo de genes que explicarían la variedad de picos que observó Darwin entre los pinzones, la familia de pájaros que quedó separada entre las islas del archipiélago Galápagos.

“Cuando veo estas islas, próximas entre sí y habitadas por una escasa muestra de animales, entre los que se encuentran estos pájaros de estructura muy semejante y que ocupan un mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que solo son variedades”, escribió Darwin en sus diarios. “Si hay alguna base para estas afirmaciones, sería muy interesante examinar la zoología de los archipiélagos, pues tales hechos echarían por tierra la estabilidad de las especies”.

El hecho de que algunos pinzones tuvieran un pico especializado en aprovechar el néctar de flores mientras otros desarrollaron picos como tenazas para alimentarse de ciertas semillas hicieron pensar a Darwin que todos los animales estaban conectados entre sí. Solo que tendrían que pasar casi dos siglos para comenzar a entender cómo opera la evolución al nivel más básico de la vida, a nivel molecular.

Mallarino quedó fascinado con esos experimentos. Años atrás había decidido abandonar la carrera de economía justamente cuando escuchó en una clase hablar sobre la teoría de la evolución y los intentos modernos entre genetistas, biólogos y matemáticos, por describir el mecanismo fundamental de la naturaleza para avanzar y adaptarse. Tan encantado quedó con esas explicaciones, que cuando apenas iba en tercer semestre de la nueva carrera, biología, se coló como voluntario en el Instituto Smithsonian en Panamá para enterarse de los avances en este campo. Ese día en el campus de Harvard no lo pensó mucho y les escribió un correo a los autores del trabajo: Arkhat Abzhanov y Cliff Tabin. La respuesta llegó pronto invitándolo a su laboratorio. (Imagen: Ricardo Mallarino en una de las islas Galápagos). 

Un viaje a Galápagos

Unas pocas semanas más tarde Mallarino estaba a bordo de un barco rumbo a las islas Galápagos, casi a mil kilómetros de la costa ecuatoriana. La carga era voluminosa: agua y comida para 20 días, carpas e instrumentos de campo, hasta un generador eléctrico para alimentar con energía una incubadora portátil donde resguardarían los huevos de pinzones.

“Una cosa que me gusta que la gente entienda es que cuando uno ve un pájaro nacer ya lo ve formado y lo único que pasa de ahí en adelante es que crece. Pero lo maravilloso ocurre antes de que salga del huevo, cuando ese pájaro se está armando, cuando apenas es una bola de células. El día tres de su formación, por ejemplo, se forman las alas. El día 5 toma forma el pico. En el caso de las aves conocemos muy bien qué ocurre paso a paso, pero con Abzhanov y Tabin queríamos estudiar los genes detrás de ese proceso”.

Lejos de los senderos de turistas, Mallarino y sus colegas se internaron en el corazón de las 17 principales islas del archipiélago. Una vez identificaban un nido de pinzón tenían que esperar con paciencia día tras día hasta que la hembra depositara el tercer huevo. Ese huevo lo retiraban del nido y lo guardaban en la incubadora. “Lo interesante de esto es que la hembra, por razones que nadie entiende, sabe contar los huevos y si falta uno pone otro”, explica Mallarino para lavar la leve culpa ecológica que le produjo alterar la paz de esos nidos, aunque fuera por una buena razón.

De vuelta a Boston, después de un extenuante viaje, comenzó la segunda parte de la investigación. En el laboratorio comenzaron a analizar qué genes extraídos de las células de esos huevos se activan y cuáles se quedan “callados” en cada etapa del proceso de maduración de los embriones de pinzón. Específicamente los que podrían estar involucrados en el desarrollo de 14 variedades de picos. Era un trabajo detectivesco. Las herramientas para hacerlo son una mezcla de matemáticas, genética y biología molecular.

“Siempre hago la analogía con un lego. Con las mismas piezas puedes armar una casa o un edificio. Es lo mismo que estamos tratando de hacer nosotros. Las piezas son los genes y queremos saber cómo los diferentes organismos las usan para construir sus formas”, explica Mallarino.

Cita entonces un ejemplo sencillo. Pide pensar en los brazos de los humanos. Son muy diferentes al ala de un ave o a la aleta de una ballena, “pero los mapas genéticos son los mismos. Te puedo decir los nombres de los genes y son los mismos. Lo que cambia es cómo se utiliza un gen más que otro para crear una estructura más gruesa o más frágil, con una forma u otra”.

“En los pinzones de Darwin, incluso un milímetro de diferencia en proporción o tamaño puede significar la vida o la muerte en tiempos difíciles”, reflexionó en ese momento Arhat Abzhanov, “pero, ¿podemos verlo desde una perspectiva de bioingeniería y decir que para generar exactamente la misma forma morfológica, en realidad se necesita el mismo proceso de desarrollo para construirlo? Nuestra última investigación sugiere que no”. (Imagen: El biólogo colombiano Ricardo Mallarino en su laboratorio en la U. de Princeton).

Pájaros del Caribe

¿Y qué pasa con los genes de pájaros similares que vivan en un lugar radicalmente distinto a las islas Galápagos, por ejemplo el Caribe? ¿Tiene la evolución las mismas soluciones para los mismos problemas o son soluciones diferentes? En Puerto Rico, República Dominicana y Barbados Mallarino y sus colegas, con escaleras al hombro para llegar hasta los nidos que los pinzones construyen en los árboles, emprendieron un experimento similar.

En 2012 publicaron los resultados del trabajo en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences. Para sorpresa, no era ni lo uno ni lo otro. O más bien, eran las dos cosas. “Unas especies hacen lo mismo a nivel molecular y otras hacen algo muy diferente ante el mismo problema. A veces la evolución recicla los mismos mecanismos y otras los cambia”. Una respuesta por la que Darwin habría seguramente pagado una fortuna.

Ahora ratones

El 14 de agosto de 1952 apareció en la revista Philosophical Transactions of the Royal Society of London un artículo que llamó por igual la atención de biólogos y matemáticos. Su autor era una leyenda en Inglaterra. Era nada más y nada menos que Alan Turing, el matemático que había construido una máquina para descifrar el código Enigma de los nazis y ayudado a ganar la Segunda Guerra Mundial. Turing, que se suicidaría dos años más tarde acosado por los prejuicios en torno a su homosexualidad, se había interesado por descifrar un problema aún más complejo que los secretos nazis: la morfología de los animales. Turing echó mano de las matemáticas, la física y la química para explicar cómo la difusión de moléculas a través del espacio y la reacción química entre ellas podían dar cuenta de la forma que toman los animales durante su génesis.

Siguiendo ese camino trazado por Turing, al entrar a un posdoctorado en otro laboratorio de la Universidad de Harvard, Mallarino esta vez se dedicó a estudiar ratones y ardillas. Aunque claramente las rayas de las cebras o las manchas de los leopardos son más llamativas, por razones prácticas resulta casi imposible pensar en trabajar con estos animales. Así que Mallarino y sus colegas pusieron los ojos en el ratón rayado del sur de África, en las cuatro rayas negras y dos claras que le recorren la espalda, así como en un familiar norteamericano, la ardilla. (Imagen: Un embrión de ratón al que le ha sido incorporado un virus para incrementar la expresión de un gen. Al lado se muestra un folículo piloso. Las células que producen pigmento se encuentran marcadas con rojo y verde).

Siguiendo un camino similar a lo que hizo con los pinzones y las aves del Caribe, Mallarino demostró que incluso antes de que nazcan los ratones, sus rayas ya están configuradas. Los análisis genéticos revelaron que alrededor de mil genes estaban más activos en unas regiones de la piel que en otras. Pero en todo ese esfuerzo apareció un gen, conocido como Alx3, que resultó casi siete veces más activo en las franjas claras que las oscuras. Los resultados del trabajo se publicaron en la revista Nature y llamaron la atención mundial.

Demostramos cómo pequeños cambios en la expresión de un solo gen, Alx3, durante el desarrollo embrionario pueden causar grandes cambios en los patrones de coloración de los adultos”, explica Mallarino. Contrario a lo que muchos creían, la diferencia entre las rayas blancas y negras no era la cantidad de células productoras de pigmento (melanocitos). Eran las diferencias en la expresión de ese gen. Lo más interesante es que el gen Alx3 está presente en todos los vertebrados, incluso en humanos. Un hecho que refuerza la idea del “lego”. (Imagen: Al nacer, la piel dorsal del ratón rayado africano Rhabdomys pumilio presenta rayas longitudinales oscuras y claras).

Se abren las puertas de Princeton

Los buenos resultados trajeron buenas noticias. En 2018 la prestigiosa Universidad de Princeton decidió reclutarlo y se convirtió en profesor asistente de biología molecular. Hace pocas semanas los Institutos Nacionales de Salud le dieron un espaldarazo económico a su investigación. El reto ahora es entender muchos de estos mismos mecanismos que le revelaron los pinzones de Darwin, los ratones y las ardillas, para entender enfermedades congénitas en humanos. Después de todo, al estudiar cómo el material genético provee las instrucciones para que las células se organicen de una forma específica durante el desarrollo embrionario, es posible entender por qué en algunas ocasiones ocurren desórdenes relacionados con problemas en estos procesos.

Una de las clases que dicta se llama “Del ADN a la diversidad”, junto con el Premio Nobel Eric Wieschaus. Aunque los estudiantes asistentes no son biólogos ni especialistas en estos temas, muchos de ellos probablemente se conviertan en prestigiosos abogados, políticos y gerentes de grandes empresas. Es una de las clases a las que más tiempo le dedica. Wieschaus se lo advirtió al conocerlo: tal vez sea el único contacto que tengan con la ciencia en toda su carrera antes de llegar a cargos de poder. Mallarino quiere que lleguen donde lleguen entiendan la importancia de estudiar y asombrarse ante el mecanismo fundamental de la vida: la evolución.

*El título original de este artículo es "Instrucciones para construir animales". Fue cambiado para hacerlo más claro para nuestros lectores. 

Por Pablo Correa - @pcorrea78

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