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El mínimo común de la vida

El científico norteamericano Craig Venter da un paso más hacia su ambicioso proyecto de producir vida artificial. Ahora que ha descubierto cuáles son los 473 genes que se necesitan para tener un organismo que se reproduza, surgen muchas y nuevas preguntas.

Alberto Gómez Gutiérrez*
03 de abril de 2016 - 02:00 a. m.

Hace veinte años, la clonación de la oveja Dolly sorprendió al mundo con la posibilidad de reproducir, con base en un genoma particular, organismos vivos tan vistosos como un mamífero lanudo. Pero este no era el primer clon: durante décadas se habían ya clonado microorganismos in vitro, y la naturaleza misma se venía reproduciendo por clones en plantas y microorganismos desde las primeras etapas de la evolución.

Desde que nació Dolly hasta hoy, los genetistas han seguido explorando técnicas para manipular el código de la vida. Uno de ellos, el norteamericano Craig Venter, ha puesto nerviosos a muchos con la posibilidad de crear en el laboratorio “vida artificial”.

Venter se hizo famoso en los años noventa, cuando anunció que sería capaz de descifrar el código genético humano antes del enorme consorcio financiado por el gobierno de Estados Unidos. Bill Clinton intervino para apaciguar la batalla científica. Al final Venter se quedó con gran parte del crédito. Hoy, el biólogo divergente recibe millonarios fondos privados para dar rienda suelta a su ambición y creatividad a través del J. Craig Venter Institute.

La semana pasada, la cara de Venter volvió a las portadas de los periódicos. Su última proeza está descrita en un artículo de la revista Science: “Diseño y síntesis de un genoma bacteriano mínimo”. ¿Qué hay detrás de ese título que puede espantar lectores? Nada más y nada menos que un paso más en su ambicioso proyecto de crear vida artificial, al producir y también reproducir un genoma artificial bacteriano.

En 2010, Venter ya había dado una puntada en este sentido cuando copió de forma sintética el ADN de una bacteria y lo implantó en otra, logrando que esta se reprodujera idéntica a la bacteria del ADN modelo.

En su último reporte del pasado 24 de marzo de 2016, Venter y otros 21 investigadores lograron recortar, recortar y recortar el genoma de una bacteria con un millón de nucleótidos (los ladrillos o eslabones que componen los genes) hasta reducirlo casi a la mitad, con 531.000 nucléotidos que forman tan sólo 473 genes. Este es, al menos por ahora, el mínimo común denominador de la vida. Un número de genes que contienen lo estrictamente necesario para que un organismo se reproduzca y sobreviva.

El trabajo aclara que se pudo identificar la función de 324 de estos genes, ignorando, por el momento, la razón de ser de los 149 restantes: ¡una tercera parte!

Ahora bien, más que profundizar en la metodología subyacente de estos hallazgos de laboratorio, parece útil plantearse nuevas preguntas.

¿Para qué sirven y por qué son esenciales los 149 genes de función aún desconocida? Aunque el número de genes, es decir, el tamaño del genoma, puede variar de especie en especie y no parece haber una correlación directa entre la cantidad de genes y la complejidad de un organismo, el número mínimo de 473 genes empleados finalmente por el equipo norteamericano hace suponer que cada uno de ellos es esencial para producir y reproducir la vida microbiana. Entre estos, como decíamos, hay aún cerca de 150 genes que son esenciales, pero no sabemos qué hacen exactamente, constituyendo así una línea de investigación fundamental.

¿Cuál es la diferencia entre la ingeniería genética, que permite cortar y reemplazar fragmentos de genes, y esta nueva opción de partir de cero construyendo el genoma completo a voluntad? No es lo mismo reparar que construir de novo. Al reparar encontraremos una suma de lo natural y lo artificial que puede no ser funcional. En cambio, al armar el organismo de cero, por el método de ensayo-error, los científicos podrán buscar una coherencia nueva que podrá significar una nueva existencia, una nueva especie.

Una más: ¿Será posible crear no sólo bacterias nuevas desde cero, sino también otras especies más complejas, como parásitos, hongos, plantas y animales? Las bacterias son relativamente simples, si se comparan con organismos de mayor tamaño y complejidad. Y esta complejidad no solo estará determinada, ya lo dijimos, por el número de genes involucrados, sino muy probablemente por su grado de interacción.

¿Cómo será tratar de identificar el “genoma mínimo” de organismos más complejos como un hongo, un parásito, una planta o un animal? ¿Bastará con recortar y pegar una sucesión de nucleótidos? Probablemente no. Habrá que considerar las propiedades emergentes de un sistema cada vez más complejo.

Y, por último, Venter y sus colaboradores nos obligan a una pregunta fundamental: ¿Qué es vida y qué tipo de vida estamos dispuestos a reproducir in silico e in vitro? La vida, de acuerdo con su definición más básica, consiste en tener la capacidad de nacer, crecer, metabolizar, responder a estímulos externos, reproducirse y morir. Por ahora, lo que Venter y su equipo nos presentan, más allá de los titulares pomposos, solo se refiere al análisis de una fracción de las potencialidades de la vida.

Cuando se logre definir un sistema de respuesta a estímulos externos suficientemente complejos, se podrán obtener resultados más apropiados a la discusión de si lo que se está creando con esta aproximación bioinformática y genética tiene algo que ver con “la vida” en su sentido más amplio, sin entrar a considerar los factores o estímulos externos (e internos) que hacen que una vida sea tan rica y matizada como parece ser la de los seres humanos, a diferencia de la vida de las bacterias.

Preguntas, más que respuestas: así es la ciencia; y así está bien. Una ciencia que ofrezca más respuestas que preguntas termina convirtiéndose en una colección de dogmas, y los dogmas deben reservarse para los dominios de la religión y el misticismo (uno de los estímulos internos más característicos de los seres humanos), más que para los dominios de la indagación científica.

* Director Instituto de Genética Humana. Pontificia U. Javeriana.

Por Alberto Gómez Gutiérrez*

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