La notable tarea de estudiar los huevos de Colombia

En la sede de Villa de Leyva, el Instituto Humboldt conserva una de las colecciones más cuidadas con ejemplares de diferentes partes del mundo. Su estudio ha ayudado a entender las complejidades de los ecosistemas.

Sergio Silva Numa / @SergioSilva03
13 de mayo de 2018 - 02:00 a. m.
Un huevo de colibrí (“Phaetornis rufiventer”,) recolectado en la Amazonia colombiana el 4 de abril de 1955, es el más pequeño de la colección oológica.  / Fotos: Sergio Silva Numa
Un huevo de colibrí (“Phaetornis rufiventer”,) recolectado en la Amazonia colombiana el 4 de abril de 1955, es el más pequeño de la colección oológica. / Fotos: Sergio Silva Numa

Socorro Sierra lleva casi dos décadas trabajando con el Instituto Humboldt. Antes de mostrarme uno de los mayores tesoros que custodia en la sede de Villa de Leyva, advierte que es una de las colecciones que más quiere. “Nuestra huevonada”, le dice, y ríe. Es de noche y apenas tenemos unos minutos para tomar algunas fotografías. Entramos y abre uno a uno los armarios de tela para sacar luego unas pequeñas cajas negras de cartón con algodón en su interior. La mayoría están hechas por niños y esconden cerca de 25.600 ejemplares de huevos de todo el planeta. Hay de África, Asia, Europa y América. (Puede ver: Las mejores imágenes de la mayor colección de huevos de aves en Colombia)

Al enseñármelos, Socorro es cuidadosa. Recibió la colección en 1999 o en el 2000 —la fecha no es precisa— y desde entonces vigila que todo esté en orden. Año a año les cambia el algodón a los que lo necesiten, revisa que las cajas estén libres de ácaros y que las etiquetas que las acompañan estén debidamente marcadas. Están escritas en múltiples idiomas. La más antigua es de 1871 y pertenece a un huevo de un ave norteamericana. Hay de diferentes colores y diferentes formas. El más grande es uno de más 25 centímetros de un avestruz (Struthio camelus) de Sudáfrica y el más pequeño (un centímetro) es el de un colibrí del Amazonas (Phaethornis ruber). Fue recolectado en Leticia el 4 de abril de 1995.

El huevo más grande que se conserva en la colección es el de una avestruz de Sudáfrica (“Sthrutio camelus”). / Fotos: Sergio Silva Numa​

La historia detrás de esta inmensa colección oológica, como se la conoce en el argot científico, es fascinante. Cornelis Johannes Marinkelle, médico holandés, la heredó de su padre y éste de su abuelo. Entre los tres recopilaron huevos por todo el mundo a medida que viajaban por varios países. El primero —el abuelo— como marino mercante; el último como científico y profesor.

El científico aterrizó en Cali, en la Universidad del Valle, a mediados del siglo XX. Su pasantía como investigador iba a ser breve, pero por el azar y el amor terminó trasladándose a Colombia. Con él se trasladaron también los 25.000 huevos que resumían la vida de tres generaciones y los esfuerzos de cientos de personas que tuvieron la paciencia de abrir un hueco diminuto a cada ejemplar con brocas de odontólogos para extraer el líquido del interior con pitillos.Marinkelle no era propiamente un experto en aves. Se centró en investigar los detalles del paso de microorganismos al ser humano a través de un animal, o zoonosis, en términos un poco más técnicos, pero su campo de conocimiento fue ampliándose con el tiempo. A Mauricio Álvarez le gusta definirlo con un par de buenos adjetivos: “Era un verdadero monstruo. A pesar de ser parasitólogo, era un científico integral”.

Álvarez conoció a este holandés cuando ya se había vinculado como profesor a la Universidad de los Andes en 1963, pero se reencontraron a finales de la década del noventa. Álvarez era el encargado de las colecciones biológicas del I. Humboldt en Villa de Leyva, y Marinkelle estaba tocando puertas en universidades e institutos para donar su colección. En su casa en Pasadena, un barrio del norte de Bogotá, tenía las pequeñas cajas negras en todos los rincones.

“Estaban en la sala, en la biblioteca, en los cuartos. Era de una dimensión increíble”, recuerda Álvarez. Cristian Samper, el director del Humboldt, lo había delegado para ir a observarla y para recogerla. “Contratamos un camión de trasteo urbano y nos fuimos a 5 kilómetros por hora. Después de 4 o 5 horas de viaje, la descargamos con mucho cuidado y empezamos a planear cómo organizarla”, dice.

Socorro aún recuerda esos días y la promesa que tuvieron que hacerle a Marinkelle. Debían dejar los huevos en las cajas negras y hacerles unos nuevos muebles. “Al año, cuando vio los escaparates sólo lloraba”.

En estas cajas se conservan los huevos en la sede de Villa de Leyva del Instituto Humboldt

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Los últimos años de vida no debieron ser fáciles para Rachel Carson. Antes de que muriera en 1964 tras ser diagnosticada con cáncer de mama, había tenido que hacerles frente a innumerables críticas y debates. “Comunista”, le decían unos en sinónimo de ofensa. Otros la llamaban “histérica”. El libro que había publicado en 1962 tenía inquietos a muchos industriales y a varios políticos de Estados Unidos. Primavera silenciosa, como tituló ese best seller, advertía del peligro que estaban generando los herbicidas en las aves, los cultivos y los ecosistemas. “Realmente creo que esta generación debe llegar a un acuerdo con la naturaleza. Estamos siendo desafiados (...) para demostrar nuestra madurez y nuestro dominio, no de la naturaleza sino de nosotros mismos”, le dijo Carson a la serie de televisión CBS Reports cuando la invitaron a defender su libro.

Las posturas de esta bióloga marina, recordada hoy como una precursora del ambientalismo, resultaban polémicas porque iban en contra de una estrategia que se extendía sobre el planeta con rapidez. Uso de semillas mejoradas, de fertilizantes químicos, de plaguicidas, y compra de maquinaria agrícola para impulsar los monocultivos hacían parte de ese eufemismo llamado “revolución verde”, promovido luego de la Segunda Guerra Mundial.

Pero no todos le creyeron a Carson. Su estilo narrativo y sus licencias poéticas para hacer divulgación científica no terminaron de convencer a todos los lectores, expuestos también a las burlas de la industria. Monsanto, dice un artículo de The New York Times de abril de 1964, escribió una parodia de “Primera silenciosa”. “El año desolado”, la tituló.Años antes, el debate ya había empezado a llamar la atención de científicos. Preocupados por la disminución de halcones peregrinos, águilas calvas y pelícanos pardos en Norteamérica, comenzaron a estudiar con más detalle lo que estaba sucediendo. Una de las pistas los angustió. En los nidos de estas aves no encontraron huevos sino trozos de cáscaras deshechas. ¿Por qué? Para averiguarlo recurrieron a esas extrañas colecciones de huevos que habían empezado a formar en el siglo XIX.

Extrañados, tomaron muestras y las compararon con huevos de otras décadas. Los hallazgos los sorprendieron. Las cáscaras eran mucho más delgadas que antes y ya no soportaban el peso de las hembras que las incubaban. Tras hacer varias pesquisas, descubrieron que algo andaba mal en el metabolismo del calcio, lo que explicaba la debilidad de los huevos. Pero les faltaba saber los motivos detrás de ese fenómeno, así que examinaron las cadenas alimenticias y se encontraron con que muchos de los animales que solían comer estos pájaros estaban contaminados de un popular insecticida usado en los cultivos. DDT era la sigla con la que lo identificaban. Su nombre químico era mucho más complejo: dicloro difenil tricloroetano.

Tras muchos debates e intensas discusiones, el Gobierno estadounidense no tuvo otra salida. La evidencia era contundente. El DDT fue prohibido en 1972. Europa hizo lo mismo en 1986. Las colecciones de huevos habían salvado la supervivencia de especies completas y, al parecer, la de varios ecosistemas.

Huevo de un emú común (“Dromaius novaehollandiae”).

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Hoy Mauricio Álvarez es profesor del colegio Gimnasio Moderno en Bogotá. Su cargo en Villa de Leyva lo ocupa Andrés Cuervo, un antioqueño que se arma de paciencia cuando le pregunto sobre la utilidad de una colección de huevos. También es ornitólogo y cree que gracias a la familia Marinkelle, y a nuevos aportes que se han hecho en la última década, Colombia tiene una colección invaluable para la ciencia y para todos los investigadores. Una de las más completas de América Latina, dice.

Además de ayudar a entender complejidades como la que generó el DDT en Estados Unidos, los cascarones son valiosos por varias razones. En palabras de Cuervo, representan una parte extendida del cuerpo de las aves. Para ser más precisos, permiten comprender detalles del ciclo reproductivo de los pájaros.

El análisis de un huevo puede ser, por ejemplo, un camino para entender cómo el cambio climático podría afectar a ciertos tipos de aves. Su estudio ayuda a comprender el estrés que sufrirían ciertas alturas.

“Un huevo es básicamente un embrión. Tiene todos los componentes para que una célula se desarrolle. A través de los poros del cascarón consume oxígeno que permite formar nuevos tejidos y, a su vez, libera CO2. Entonces, cuando hay cambios de temperatura, las condiciones con las cuales evolucionó una especie para intercambiar gases pueden variar. Es posible que a 2.500 metros tengas una comunidad muy sana de aves, pero es probable que en 50 años no estén ahí”, explica.

Las vías para estudiar huevos son muy diversas. Gustavo Adolfo Londoño, profesor de la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Icesi, es una de las personas que las han explorado. Durante ocho años, como parte de su doctorado, se dedicó a buscar nidos de aves en alta montaña. Lo hizo en el Parque Nacional del Manu (Perú), donde recolectó cerca de 4.300 nidos con la ayuda de 200 asistentes. “Estos trabajos permiten hacer comparaciones de color, de pigmentación o del grosor de la cáscara. Específicamente, lo que queríamos, junto a David Ocampo, era ver el número de poros en los huevos”, cuenta.

Hoy, Londoño, junto a otros investigadores, planea un proyecto similar en Colombia. La idea es que durante 10 años recolecten información de los comportamientos de las aves y de sus huevos. Temperatura de los nidos, el tiempo en el que una especie se demora por fuera de ellos o el tiempo que tarda incubando son algunos de los detalles que espera registrar para entender mejor el comportamiento de los pájaros a diferentes elevaciones. “También quiere hacer una recolección de huevos en el Pacífico. Es uno de los departamentos en donde menos hay información”.

Andrés tiene una buena manera de resumir la trascendencia de estos caminos de investigación. Aunque Cornelius Marinkelle falleció en 2012, dejó con su donación una colección que simboliza una de las principales características de la ciencia: “Tener elementos para verificar y revisar la información múltiples veces. Es algo muy difícil de reemplazar”.

Huevos de un tejedor común (“Ploceus collaris”) recolectados en junio de 1953.

 

Por Sergio Silva Numa / @SergioSilva03

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