Premio Nobel por aprender a “acelerar la evolución”

Frances H. Arnold, George P. Smith y Gregory P. Winter compartieron el galardón por descubrir estrategias para manipular proteínas y crear toda una nueva era para la química.

Redacción Vivir
04 de octubre de 2018 - 12:40 a. m.
La científica Frances Arnold ganadora del Premio Nobel de Química 2018.  / AFP
La científica Frances Arnold ganadora del Premio Nobel de Química 2018. / AFP
Foto: AFP - HO

Hace 150 años Charles Darwin y Alfred Russel Wallace se apoyaron en una variedad de fósiles de plantas y animales, y también aves de las Islas Galápagos, para plantear una idea que ahora nos puede resultar bastante obvia pero sacudió los más profundos cimientos del pensamiento humano: todos los seres vivos pertenecemos a un mismo árbol de la vida, somos productos de la evolución. “Sabrá el cielo si esto está de acuerdo con la Naturaleza”, escribió Darwin en sus diarios.

Fue cuestión de poco tiempo para que otros científicos confirmaran que Darwin y Wallace estaban en lo correcto y un poco más de tiempo transcurrió para que otros aprendieran a manipular esa fuerza anclada a la maquinaria más minúscula de la vida: los genes y las proteínas.

Tres de esos herederos, Frances H. Arnold, del Instituto Tecnológico de California; George P. Smith, de la Universidad de Missouri, y Gregory P. Winter, del Laboratorio de Biología Molecular (MRC) de Inglaterra, recibieron ayer el premio Nobel de Química “por inspirarse en el poder de la evolución y utilizar los mismos principios (cambio genético y selección) para desarrollar proteínas que resuelven los problemas químicos de la humanidad”. (Imagen: Gregory P. Winter).

En 1979 Frances Arnold se graduó como ingeniera mecánica y aeroespacial. Pero la vida la hizo replantearse su camino en la ciencia cuando se enteró por aquellos años de que Estados Unidos había decidido que el 20 % de su energía provendría de fuentes renovables para el año 2000. “Estaba claro que una forma completamente nueva de hacer materiales y productos químicos que necesitábamos en nuestra vida diaria sería posible gracias a la capacidad de volver a escribir el código de la vida”, recuerda Arnold.

Como muchos otros científicos de la época, interesados en manipular enzimas, proteínas que gobiernan las reacciones químicas elementales de la vida, Arnold se estrelló con la dura realidad: estas proteínas, estructuras tridimensionales formadas por miles de fragmentos más pequeños conocidos como aminoácidos, eran demasiado complejas para manipularlas al antojo de los investigadores. Entonces decidió seguir un camino “menos arrogante”. Decidió aprender a trabajar con la fuerza que moldea la vida con paciencia: la evolución.

Arnold definió que trabajaría con una enzima específica, la subtilisina, que descompone una proteína de la leche conocida como caseína. Trataría de hacerla más eficiente. Comenzó provocando cambios aleatorios en los genes que la codifican y probando cuál de esos cambios se traducía en versiones de la subtilisina más eficientes. Después de trabajar con “hijas” de las “hijas” de esa enzima logró una versión que resultó 256 veces más eficiente que la original. (Imagen: George P. Smith).

“Las enzimas que ahora se producen en su laboratorio pueden catalizar la química que ni siquiera existe en la naturaleza, produciendo materiales completamente nuevos”, destacaron los organizadores del premio Nobel. La producción de biocombustibles y productos farmacéuticos son un ejemplo.

La historia de los otros dos ganadores está relacionada con un medicamento que hoy muchos pacientes con artritis conocen muy bien: adalimumab. Una historia que comenzó en los años 80 cuando George Smith pensó que podía usar virus, conocidos como bacteriófagos, para “hackear” bacterias. Estos virus insertan genes en el ADN de las bacterias y aprovechan la maquinaria celular para producir proteínas. Se abrió así un camino que la industria farmacéutica aprendería a usar para producir toda una nueva generación de medicamentos conocidos como “biológicos”.

De eso se encargó Greg Winter, quien demostró en 1994 que a partir del método que desarrolló Smith era posible manipular la producción de anticuerpos, proteínas que usan los seres vivos para defenderse de virus, bacterias, parásitos u hongos. En 2002 fue aprobado el primero de esos tratamiento, adalimumab, para combatir la artritis.

“Los métodos que los premios Nobel de Química 2018 han desarrollado ahora se están desarrollando internacionalmente para promover una industria química más ecológica, producir nuevos materiales, fabricar biocombustibles sostenibles, mitigar enfermedades y salvar vidas”, anotaron los organizadores.

 

Por Redacción Vivir

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