El Magazín Cultural

6:30 (Cuento)

Es de día, o de noche, ya no sé, ya no importa. El tiempo sigue transcurriendo, como si nada hubiese pasado. Pero todo había pasado. Miro la ventanilla del tren y veo pasar los árboles, veo las hojas caer.

Daniela Rodríguez
23 de octubre de 2018 - 07:25 p. m.
Cortesía
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Es de día, o de noche, ya no sé, ya no importa. El tiempo sigue transcurriendo, como si nada hubiese pasado. Pero todo había pasado. Miro la ventanilla del tren y veo pasar los árboles, veo las hojas caer. Hojas caen, como en el otoño de cuando era niña, o tal vez era verano; las hojitas caen: rojo, naranja, amarillo. Amarillo como el mes de marzo, sí, en el que me ponías florecitas en el cabello y me decías que parecía un tulipán, como tocada por el sol. Miro el reloj de mi muñeca, 6:30. El vidrio está cuarteado — ¿el del reloj o el de la ventana? — las grietas que se forman parecen como un mar, frágil, como tú, como yo. ¿Me estaré soñando todo? No, ya me he pellizcado varias veces el brazo, como me enseñaste para saber si estaba soñando despierta, con la mente en las nubes. El tren llega a la última estación y la gente se baja, se empuja. Parecen animales, son animales. Y yo me quedo sentada mirando la ventanilla del tren. Veo el cielo color rosa, azul, púrpura. Púrpura, como el color de tus rodillas, como pequeños universos en la piel.

Cierro los ojos un ratico, ya me cansé de verte en el cielo, en los colores, en el aire. He llegado a la conclusión de que te pienso más de lo que respiro a diario. ¿Qué habría sucedido si nada hubiera pasado? Empiezo a soñar en reversa, como si mi mente fuese una máquina del tiempo. Tal vez por eso me gusta tanto soñar, para devolverme en el espacio — o tal vez crear uno nuevo — donde existimos ambos. Miro el reloj y sigue marcando las 6:30. El tiempo ya no transcurre, es eterno, como cuando te veía a los ojos. Ojos del color del sol, de la tierra, de la vida. Esos ojitos que sonreían en las tardes al comer helado o al darme un beso. Y te veo donde te vi la primera vez. Estabas ahí, tú, suspirando, con lágrimas en los ojitos, tan frágil, tan tú. Me acerqué, en cámara lenta, sin tiempo, como ahora, y ahí empezó todo. Te amé, me amaste, nos amamos. Y me tomas de la mano con seguridad, porque sabes quién soy yo aunque no sepas mi nombre. Me abrazas y puedo sentir el olor de tu cabello. Cabello largo, corto, nulo. Y me dices que me quieres, que me extrañas. Lástima que este mundo onírico sea finito, tenga final. Como tú, como yo, como nosotros.

Me miras, te abrazo. Me hablas, no entiendo. Te veo a los ojos, iguales a los míos, iguales a la noche. Tienes la mirada rota, difusa. Llevas días con los ojos cansados, muertos. La casa a oscuras, sin luz. Parecemos almas en pena mirándonos las caras, las sombras. Te pregunto qué sucede, sonríes.

- Estoy sintiendo que me muero. El aire me falta, no sé si es angustia, si es amor. Tal vez solo sean delirios que me causa esta noche plenilunada.

Me sonríes, sirvo el té de menta que tanto te gusta. Miro el reloj de pared que está colgado en la cocina. 6:28. Abro la alacena e intento buscar el frasco correcto. Ibuprofeno, Naproxeno, Vicodin. Entre el mar de medicamentos aparece un frasquito naranja: oxicodona, cada 12 horas. Miro el reloj. 6:30. Saco tres pastillas de color rosa y las pongo al lado de tu taza de té.

- Me siento como un náufrago en un barquito de papel. Ya no me duele el cuerpo. Siento como un dolor en el alma. Siento que me muero, que me falta el aire, la vida.

Sonríes sin sonreír, miras la oxicodona y te la metes a la boca. No hablo, me quedo callada. Sé que estás bromeando. Me miras con los ojos tristes, cansados. El dolor te ha consumido el alma, la vida.

Abro los ojos, está oscuro. No, no lo está, hay lucecitas de neón. Huele a melancolía mezclada con aguardiente. Me pierdo en la jungla de cerdos, mirando, sintiendo, tocando. Yo huelo un poquito a melancolía, a azul. Azul, como el color de tus labios cuando te encontré en el arbolito de la casa, con los ojitos bien abiertos y bailando tan quietico con el viento. Lástima que la cuerda te hubiera lastimado tu cuello, tan delicado y blanquito.  Se me sube esa imagen a la cabeza cuando pienso en azul y me tomo uno, dos, cuatro — ¿Cuántos? —  y me dan ganas de vomitar. ¿Qué estarías pensando si me vieras así, tan salvaje, tan animal? Y la veo, la culpable de todo, de que ya no estés, de que me hagas falta, de que ya no existas en mi universo, en mi vida. Le veo los labios rojos, como si fuese una mujer impura, una mujer estúpida; los ojos negros como la noche en la que te fuiste, el cabello corto y enmarañado, las ojeras, la piel llena de arrugas. Los ojos, los labios, la piel, las lágrimas. Y me doy cuenta de que soy yo, frente al espejo sucio del baño del bar al que voy todos los días, llorando, sin ti.

- Vieja, ¿no has querido morirte por un ratico? Que el tiempo se detenga y que no exista nada. Que el reloj se rompa, que las manecillas queden marcando las 6:30. Que ya no duela el cuerpo, que ya no sienta el alma. Que la tierra se suspenda y la vida se vuelva caos, se vuelva nada. A veces me dan ganas de que la vida se me vaya de las manos y termine en un silencio absoluto. Sin ruido, sin tiempo, sin vida.

Me dices mientras me abrazas sin fuerza. Son las 6:30. Té de menta. Tres pastillas. Oxicodona cada 12 horas. Las miras y te las llevas a la boca. Tomas un sorbo y tragas. Tragas lento, y se derrite la menta con el sabor agrio de la medicina. Sé que no te las tragas hace mucho tiempo. Sé que las escupes en las plantas que hay afuera de la casa. Ya te resignaste a llevar el dolor en los huesos, en las venas, en el alma.

¡Ay, mi Poli! Quiero verte, una vez más. Tocarte, besarte, sentirte. Se rompe el espejo, el baño, el bar, el mundo. Qué dolor el de una mujer que llora a su sangre, a su vientre, a su hijo. Hasta ahora no había podido comprender el por qué de todo esto, te parí con la muerte por dentro, era inevitable arrebatarte del inframundo. Tal vez seamos iguales, al fin y al cabo somos la misma sangre, el mismo espíritu. Miro el reloj y son las 6:30 — ¿es de noche o de día? — siguen siendo las 6:30, como la hora en la que te fuiste. Siguen siendo las 6:30 y saco los sedantes que me dio el doctor para verte — o tal vez no. Parece que estoy soñando, parece que llevo soñando desde que desapareciste porque el tiempo ya no pasa, las agujas del reloj se fundieron contigo. Siguen siendo las 6:30 y ahora me toca el turno a mí, Poli.

Por Daniela Rodríguez

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