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Abecedario (Cuentos de sábado en la tarde)

Las hermanas se despertaron a las cuatro de la madrugada. Se levantaron un poco antes para arreglarse.

Verónica Bolaños
25 de julio de 2020 - 07:24 p. m.
"Le daba hojas en blanco y, sin decirle nada, la niña se sentaba en un banquito y escribía las letras y luego se las enseñaba...".
"Le daba hojas en blanco y, sin decirle nada, la niña se sentaba en un banquito y escribía las letras y luego se las enseñaba...".
Foto: Archivo Particular

Se fueron turnando la tijera oxidada de cortar tela para cortarse las uñas y después con una lima metálica se pulieron las puntas. En esa soleada mañana, la profesora se dedicaría a revisar cabezas, manos, el largo de las faldas, y los zapatos que estuvieran lustrados. Si el tiempo cundía, aprovecharía para hacerles leer en voz alta poemas de Rafael Pombo y, a las más pequeñas, decir el abecedario de memoria al derecho y al revés.

Araminta era el nombre de la profesora, pero la llamaban seño Minta. Esperaba a los alumnos en la puerta, vestida de negro mate, haciendo sonar la regla de madera en la palma de la mano. El colegio era una casita blanca con techo de palma y suelo de cemento agrietado. En el salón, Minta colocaba los banquitos de madera. Ella se sentaba frente a las alumnas en una mecedora de hierro forjado. Encima de su cabeza había un rosario grande y roñoso que pendía de dos clavos, cubierto de telarañas. La casa emanaba un olor a tierra reprimida y húmeda. Las paredes, que en otros tiempos habían sido blancas, tenían dibujados lamparones de viejas tormentas. El patio era fresco, abundaban palos de tamarindo, no era extraño ver desfiles de tortugas terrestres agobiadas dentro de su pesado caparazón. Cerca de la cocina había un aljibe y un tanque de agua potable.

Leonor, que poseía una excelente visión, se sentó con las piernas abiertas en un escalón próximo a la alberca. Podía sentir el olor de su sexo que se confundía con el aroma del café recién hervido. Se recogió la falda entre los muslos y se enrolló el pelo, sujetándoselo con horquillas negras. Fue llamando a cada una de sus hermanas para escrutarles la cabeza. Tenía un peine de cerdas finas, hilo blanco, algodón, una botella con vinagre y una vieja toalla. Cada una de las hermanas se sentaba dentro de sus piernas. Leonor separaba con el peine los cabellos, les envinagraba los mechones y con gran habilidad retiraba las liendres. Cuando veía correr los insectos en el cráneo, los destripaba presionando con fuerza la uña del pulgar. Las hermanas gritaban de dolor y les brotaban las lágrimas. Cuando acababa de despojarlas de la plaga, les hacía una hermosa trenza de espiga. Con la que más trabajo tuvo fue con la pequeña Idalia, tenía seis años y una extensa cabellera negra infestada. Leonor le cortó el pelo a la altura del cuello. La niña se revolcó en la tierra gritando «no, no, no». Idalia se puso frente a la pared a llorar.

—¿Quieres agua?

—No —decía.

—¿Quieres un poquito de dulce de guayaba?

—No —contestaba, negando con la cabeza.

La semana anterior su madre la había llevado a un curandero porque la niña no hablaba. El resto de sus hermanas, a muy temprana edad hablaron tanto como las viejas chismosas del pueblo. El curandero la desnudó y la metió en una palangana, echándole baños de plantas milagrosas. Le ordenó sacar la lengua y le colocó un imán a la vez que pronunciaba unos rezos. Pero el hombre que creyó poder acabar con todos los males del mundo se dio por vencido. Le dijo a la madre de Idalia que la niña estaba poseída y que eso ya era cosa del cura. A Idalia le encantaba correr por el patio, alborotar a las gallinas y hacer enfadar al perro con el gato. Miraba fijamente las cosas moviendo la cabeza y repitiendo «no, no, no». La madre se resignó a que algún día hablaría después de enterarse de que su bisabuelo pronunció su primera palabra a los diecinueve años, y fue para avisarle a su mujer que había visto un ratón; pronunció la palabra en un tono alto y claro: «ratón», haciendo excesivo énfasis en la sílaba tónica.

Con estos antecedentes se olvidaron de brujos y curas. Mientras las hermanas leían en el patio Nacho, libro inicial de lecturas, a Idalia le dieron una cartilla plastificada con el abecedario de veintinueve letras, cuando aún no habían sido excluidas la ch y la ll. Las hermanas se sentaban en el patio a leer, mientras Idalia miraba atónita cómo salían los caracoles de su caparazón. En la escuelita, Minta intentó con reglazos que repitiera las letras, pero Idalia solo decía «no». La mujer se exasperaba y la aislaba del resto de las niñas en el patio, arrodillada bajo los árboles. La pequeña se divertía escarbando en la tierra negra y húmeda, sacando lombrices de dos tonalidades. Distinguía con claridad el ano y la boca. Uno de esos días, sintió un molesto picor en la garganta y tosió con fuerza. De su boca salió una alargada lombriz blanca, que le cayó en la falda. Creyó que le había penetrado por algún lugar de su cuerpo —tal vez por los oídos—. La agarró, la miró con los ojos atormentados y la enterró en la arena. Minta, como último recurso, adiestró a las guacamayas para que pronunciaran las letras con fluidez. Su intención era que estas se lo enseñaran a Idalia a base de repetirlo durante todo el santo día. Este extraño recurso comenzó a dar sus frutos, porque un día en el patio, Idalia por primera vez pronunció la letra d. Ante el pequeño avance, Minta la premió con una bolsa de tamarindos maduros y varios puñaditos de azúcar. A la salida del colegio, Idalia salió dando saltos con la bolsa, chupeteando los tamarindos.

Cuando las hermanas estuvieron listas, se fueron a la escuela. Hicieron la fila. Minta las recibió con un caluroso «buen día», mientras los alumnos enseñaban las manos tiritando. Minta revisó uno por uno. Con la ayuda de la regla exploró las cabezas y les ordenó quitarse los zapatos y acercárselos a la vista. Unos cuantos niños recibieron ardorosos reglazos en las palmas de las manos. Cuando se aproximaba el turno de las hermanas, Idalia se meó en las bragas. Sus mejillas perdieron el color, igual que sus labios. Este hecho lo habría de recordar años más tarde, cuando siendo mayor tenía que cambiarse la compresa varias veces al día.

La profe encontró a las hermanas libres de piojos, con las uñas al ras de la piel. Las faldas estaban acordes a las normas, porque Leonor las había arreglado bajo las rodillas. A las once de la mañana las niñas empezaron a declamar los poemas de manera acelerada. Minta les hizo una seña para que declamaran más despacio y con mímica. Ella gozaba viéndolas saltando como renacuajos. Su rostro ácido se relajaba y sus facciones adquirían una dulzura extraña. Las guacamayas interrumpían a cada momento deletreando el abecedario, y Minta las silenció echándoles baldes de agua fría. Cuando caía la noche, las encerraba en la jaula, colocándoles un trapo negro por encima.

«A ver si se duermen», decía. «A estas malditas parlanchinas parece que les han dado lengua para almorzar», protestaba a cada momento.

En la época de vacaciones, la anciana regaló las aves a la vendedora de plantas a domicilio. La mujer, que caminaba con chanclas, se fue con una maceta de helechos en la mano y una guacamaya verde y azul en cada hombro. Desde ese día la profesora disfrutaba de la tranquilidad en los tiempos muertos. Idalia continuaba sin hablar, pero escribía las letras correctamente. Minta la trataba en condición de muda, ya no le insistía para verbalizar las letras. Le daba hojas en blanco y, sin decirle nada, la niña se sentaba en un banquito y escribía las letras y luego se las enseñaba. Ella siempre le decía:

«Muy bien, Idalia, lástima que no hables, pobre niña», y movía la cabeza.

La semana siguiente sorprendieron a Idalia escribiendo su nombre. El único error que tuvo es que usó Y en vez de I. Aprendió a escribir el nombre de sus hermanas sin equivocaciones, pero el suyo continuaba escribiéndolo con Y. La profesora llegó a la conclusión de que lo hacía para contrariar. Para su cumpleaños le regalaron un cuaderno de quinientas hojas. Lo llenó con los nombres de las alumnas de la escuelita, de los animales, y en las últimas hojas con dibujos de tortugas, lombrices, perros, loros, árboles y la seño con la regla.

Minta enfermó. Como vivía sola, la gente se turnaba para cuidarla, asearla y darle la medicina. Las niñas la visitaban y animaban con recitales. Permanecía postrada en la cama, cubierta de sábanas blancas y con suero intravenoso. Idalia merodeaba por el patio, pero nunca entraba al cuarto. Los ojos de Minta se apagaban poco a poco. En el silencio abrumador escuchó con claridad el abecedario. Era la voz de Idalia, que cantaba cada una de las letras en la boca del aljibe. La seño cerró los ojos con una sonrisa tatuada en sus finos labios.

Por Verónica Bolaños

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