El Magazín Cultural

Aburrae ciudad (El monstruo en el hueco III)

Querido Blas Por fin, después de recorrer incontables largas curvas para descender de Ríonegro, piso la ciudad de Medellín, capital del Departamento de Antioquia al sur del mismo.

Ángel Blas Rodríguez / Alfonso Rubio
06 de diciembre de 2019 - 04:34 p. m.
Postal de una puesta de sol a orillas del Río Magdalena, protagonista excluyente de gran parte de la historia de Colombia.  / Cortesía
Postal de una puesta de sol a orillas del Río Magdalena, protagonista excluyente de gran parte de la historia de Colombia. / Cortesía

Ciudad forjada sobre el Valle de Aburrá, que está delimitado por las dos grandes cadenas montañosas en las que se divide la Cordillera Central de los Andes. También, como ves, me encuentro en un hueco, y este del que te hablo –metáfora y no del tuyo- es una depresión profunda y alargada, pero permíteme en este nuestro  diálogo que ejercemos como extranjeros, que en otro momento te hable –de alguna manera me precipité a hacerlo en mi primera carta- de ese monstruo polimórfico, multicolor, escurridizo y rapaz que es el miedo a ser víctima de la violencia urbana. Ese es el monstruo, la violenta violencia que se arrastra del pasado y todavía se respira en el presente.

Si está interesado en leer el primer capítulo de esta serie, ingrese acá: Galaxia Distrito Federal ¡Bienvenidos! (I)

Las montañas tropicales son variables y diversas, un mosaico dinámico de relaciones jerárquicas e integradas, expresadas en procesos geomórficos climáticos, biológicos y ecológicos. Y a estas características se integra activamente la diversidad cultural y social, con sus relaciones recíprocas históricamente desarrolladas. La montaña es una estructura dinámica continua, tanto vertical como horizontal, evoluciona en el tiempo geológico e histórico y configura espacios geográficos complejos. Y es aquí, en las montañas tropicales, no sólo colombianas, sino de toda América Latina, donde se dan los mayores niveles de asentamiento poblacional. Actualmente las montañas colombianas albergan cerca del 70% de la población del país. Han crecido en su seno múltiples enclaves humanos, bajo una eclosión urbana no soñada.

Concédeme el permiso, Blas –conocido es tu sincero interés por la Historia-, de retomar torpes apuntes de uno de mis trabajos académicos, en el que sentirás el cambio de estilo literario con el que venía escribiéndote -espero que en sucesivas cartas ya no se produzca- para decirte, resumidamente, que este valle del que te hablo ya ofrecía a los españoles colonizadores y fundadores de la villa de Medellín una estructura de ocupación consolidada, un espacio organizado, ordenado y manejado bajo unas determinadas estructuras económicas y culturales, con redes de comunicación y mano de obra conocedora de la geografía y el clima donde se desarrollaba. Era la mano de obra de los indios aburraes. En el interior de la Cordillera Central antioqueña podríamos hacer la siguiente distribución de asentamientos según las diferencias culturales de cada uno de los grupos:

  1. Entre los ríos Nechí y Cauca: nutabes y tahamíes
  2. Entre los ríos Nechí y Cimitarra: yamesíes y guamocoes
  3. En el valle de Aburrá y altiplano oriental: aburraes
  4. En la vertiente del Magdalena: pantágoras y amaníes
 

El Cauca y el Magdalena, algún día tienes que visitarlos. El Magdalena fue navegable durante una época y… ¿sabes quién se lo disfrutó en los años 50?, Caballero Bonald. Me asombra la cantidad de pueblos distintos que podíamos encontrar en escaso espacio, ¿no crees? Eran vidas plurales, con toda seguridad interconectadas, en plena ebullición. A pesar de las dificultades para clarificar la filiación etnolingüística de las distintas culturas, las discusiones sobre la afiliación de los grupos de Antioquia giran en torno a los filum caribe o chibcha, y a los aburraes se los cataloga como chibchas.

Si desea leer el segundo capítulo de esta serie, ingrese acá: e sugerimos leer: Medellín: La estrella más inquieta (El monstruo en el hueco II)

En el contexto geopolítico prehispánico y durante la colonia, el valle mantenía una posición estratégica respecto de las cuencas de los ríos Cauca y Magdalena. Su posición geográfica, la red de caminos que lo atravesaban y su abundancia de fuentes de sal y mejor calidad de sus suelos para la agricultura, debió convertirlo en una zona clave para el establecimiento y control de las relaciones sociales y el intercambio de excedentes con otros grupos y otras zonas. Así nos lo hace saber, con exquisito estilo, el cronista Pedro Cieza de León en su Crónica del Perú : “Hay en este valle de Aburrá muchas llamadas; la tierra es muy fértil y algunos ríos pasan por ellas. Adelante se vio un camino antiguo muy grande y otros por donde contratan con las naciones que están al oriente […] En este pueblo de Mungia, desde donde atravesamos las montañas y descubrimos el Valle de Aburrá y sus llanos, y en otro que ha por nombre Zenufará hallamos otras fuentes que nacen junto a unas sierras cerca de los ríos, y del agua de aquellas fuentes hacían tanta cantidad de sal, que vimos las casas casi llenas, hechas muchas formas de sal, ni más ni menos que panes de azúcar. Y esta sal la llevaban por el Valle de Aburrá en las Provincias que están al Oriente. Y con esta sal son ricos en extremo estos indios”.

Llegamos nosotros y la jodemos. La expedición de Jorge Robledo, según nos dice la crónica de Juan Bautista Sardella, escribano de Jorge Robledo, repetida hasta la saciedad en las historias coloniales de Medellín, salió de Arma a finales de junio de 1541 a descubrir, conquistar y poblar tierras de más al norte, buscando encontrar los límites de la gobernación de Cartagena. Llegan al pueblo salinero de Murgia. Desde ahí Robledo envió a su capitán de caballería Jerónimo Luis Tejelo a reconocer las montañas que circundaban el pueblo de Murgia o de la Sal (la actual Heliconia) y en el mes de agosto, Tejelo, con “cierta gente de pie y de  caballo” descubren las tierras del Valle de Aburrá, donde tenía asiento un grupo de aborígenes. A esta “Provincia” -escribe Sardella, utilizando ya una terminología que distribuía política y administrativamente los territorios dominados-  los indios la llamaban de Aburrá y ellos le  pusieron por nombre el Valle de San Bartolomé, donde “todos los indios de paz […] sirvieron a los españoles”.

Perturbamos la convivencia original y hacemos uso del santoral para nombrarnos y nombrar la tierra que pisamos. Recuerdo bien cuál es el día de San Bartolomé, pues el segundo nombre de mi padre lleva el del santo por nacer un 24 de agosto. Ya ves, imposible escapar a la tierruca. Mejor dicho, antes, la distancia –y más la distancia de vivir en la historia de la América del Sur que se me hace tan presente- me vincula más a ella. Por cierto, hablando del santoral, aquí en Colombia, las fiestas religiosas se han mantenido desde tiempos coloniales y lógicamente son coincidentes con las católicoespañolas, pero la Ley Emiliani (Ley 51 de 1983), conocida así por ser el ministro Raimundo Emiliani Román (1914-2005) quien la propuso, traslada la mayor parte de los festivos religiosos a los días lunes. Emiliani la sustentó como una manera de contar con mayor productividad en el país y facilitar los viajes turísticos, pues junto al sábado y al domingo, podemos contabilizar tres días de descanso consecutivos, lo que popularmente se conoce en este país como puente. Cierto que las caravanas de seguridad uribistas por las carreteras colombianas han aumentado la interrelación entre los departamentos, con salidas turísticas y de vista familiar, pero en general y pensando en unos altísimos índices de paro laboral y de pobreza, ¿quiénes pueden viajar con frecuencia? Eso sí, la platica para el ron y el aguardiente nunca falta, así que las farras en estos puentes donde lo que más abunda es la desidia, son impresionantes. Je, je, cantemos juntos: …si no fuera por Emiliani nos quedaríamos con las ganas… ¡ de tomar chachá… de tomar chachá…!

Si le interesa leer la tercera entrega de esta serie, ingrese acá: El monstruo en el hueco (III)

Pero volvamos a la Conquista. Imagínate, o imaginate –pronúnciala llana, como aquí se pronuncia-, a pesar de las posibilidades que ofrecía el Valle de Aburrá para ser habitado, los españoles no hicieron aquí fundación alguna y la falta de oro -“no comen carne humana y son indios pobres que tienen poco oro”, decía el mismo cronista Sardella de los aburraes- podría ser la principal razón de ello. Dentro de la jerarquía e intereses del conquistador, en principio este valle no adquiere importancia para él. La expedición de Jorge Robledo siguió su marcha hacia el norte, donde descubrieron tierras de oro y en diciembre del mismo año de 1541 fundaron la ciudad de Antioquia. Sin embargo, sólo habrían de pasar tres décadas para que desde la ciudad de Antioquia se comenzase a solicitar tierra para fundar hatos ganaderos en el Valle de Aburrá, intentando resolver la problemática del abastecimiento de alimentos y comenzando así todo un proceso de formación y apropiación del espacio agropecuario que desembocaría a fines de 1675 en la fundación de la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín.

La ciudad cayó sobre los aburraes. La ciudad que diariamente se agiganta sin predicción posible sobre sus traiciones sentimentales. El corazón original que fue la ciudad, abarcable, andadero, es ahora un órgano multiforme al que da miedo preguntarle por sus calles, por sus parques, por aquello que fue una calle empedrada, una plaza, una fuente… Es el miedo a que te respondan las voces afiladas del asfalto, la geometría asesina del concreto o el chirriante rascacielos que se levanta en el rincón donde hasta ayer -durante muchos, muchos años- Aida vendía licores. En Medellín, más todavía cuando la vida es prácticamente propiedad de los barrios, creo que se respira cierta nostalgia por ese lejano pueblito que el tiempo iría poblando, como diría Jorge Mario Betancur, con “moscas de todos los colores”. Pero sus dinámicas son semejantes a las de una tumultuosa capital y traga con ansia y apresuradamente. Sólo quienes nacimos en la aldea, Blas, encontramos en ella el sabor apacible de lo que nunca cambia, las remembranzas infantiles en unos escenarios poco distorsionados por el tiempo: el río, la plaza, el castillo, el cementerio; y con unas gentes –vecinos, amigos y familia- que conceden el mismo rostro al rostro de sus hijos. La ciudad cayó aquí sobre una tribu mayor a la nuestra. La ciudad devoró.

En fin, con la fundación de Medellín, ya agotado, espero tu nueva correspondencia  en este gran hueco –metáfora y no del tuyo- rodeado de montañas, unas montañas que, aun con lo dicho, madrugadas y noches, las siento como las  Montañas miradas desde el mismo Medellín por el poeta José Manuel Arango:

 

Montañas

 

y de trecho en trecho un relámpago

débil

que las muestra de golpe

 

el cielo retiembla

lejos

 

es el mar decía el anciano

hay tempestad en el mar

 

no se oye trueno

                   los picos

de la cordillera

se recortan un punto nítidos

oscuros

y otra vez el cielo se cierra

 

el anciano decía

es el parpadeo del jaguar

 

 

Un fuerte abrazo

Alfonso

 

Por Ángel Blas Rodríguez / Alfonso Rubio

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