El Magazín Cultural

¿Adónde van a parar las medias nonas? (Cuentos de sábado en la tarde)

Cielo, el otro día encontré una media nona. Estoy seguro de que era tuya, negra y pequeña. Mi primera reacción fue tirarla a la basura (ya sabes que estoy tratando de olvidarte), pero no pude. La guardé en el fondo del cajón de los calcetines, como se hace con algunos recuerdos, y no le di mayor trascendencia al asunto.

Miguel Hernández Franco
14 de septiembre de 2019 - 08:47 p. m.
Cortesía
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Para Manuela, todavía.

Algunos días después, mientras limpiaba debajo de la cama, encontré un par de calcetines impares. También eran tuyos. Uno era el negro con puntitos blancos y el otro, el amarrillo, tu color preferido. Se me estrujó un poco el alma, pero igual los agarré. Como tampoco pude tirarlos, terminaron en el fondo del cajón.

Cuando le comenté el asunto a Jorge, me dijo que tirara todo, que sólo iban a estorbar, que para qué medias nonas. Yo sé que tiene razón, pero no quiero hacerlo. En las mañanas, cuando me alisto para ir al trabajo, abro el cajón de los calcetines y tomo una de tus medias nonas, la miro un rato y la sostengo firme en mi mano hasta que se me desvanece tu imagen, y siento que quizá logré olvidarte un poco más.

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Menos de una semana después, encontré tres calcetines sin par (tuyos, obvio) entre la ropa limpia. Ese día estaba sensible y te lloré en silencio mientras los agarraba para meterlos al cajón. Ya tus medias nonas eran un reblujo en el fondo de la gaveta que yo sentía palpitar cada mañana. En pocos días, y ante la aparición incesante de calcetines sin par, tuve que mover los míos del cajón para dejarte el espacio a ti. Aparecían interminablemente las medias nonas, y a mí se me desgarraba algo dentro, y el reblujo seguía creciendo.

En cuestión de semanas, los calcetines desbordaron el cajón y comenzaron a inundar mi cuarto. Ya ni siquiera me preocupaba por intentar meter las medias nonas al cajón. Simplemente las ponía en algún montoncito arrumado por mí o por los mismos calcetines. Mi cuarto se llenó de reblujos que palpitaban dolorosos cada vez que los miraba, y las medias nonas seguían apareciendo, y en algún momento, cielo, estuve seguro de que eran pedazos míos de ti, que se me estaban cayendo del dolor, y que seguí amontonando en el cuarto. 

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Antes de que me diera cuenta, estaba naufragando en un océano de medias nonas. Iba y venía por el cuarto arrastrado por sus corrientes. Sentí que me ahogaba, cielo. Cuando tenía fuerzas, intentaba nadar contra la marea de calcetines, buscando algún rincón de mi cuarto que no te hubieses tomado. Fue inútil: tus medias sin par ocupaban todo. Exánime, resolví ahogarme en esa cálida miseria, y supongo que en algún momento me acostumbré a la muerte, porque, aunque no me morí, así tiene que sentirse.

No sé cuántos días estuve a la deriva antes de que el océano retrocediese. Para ese momento, te confieso, estaba lleno de rabia. Estaba cansado. No había dormido nada esos días. Tenía rabia contigo, cielo. Tenía ira de que hubieses dejado tantas medias nonas en el cuarto, de que no te fueras a pesar de haberte ido y de que el cuarto estuviese lleno de dolores míos fuera de mí, que se amontonaban en un solo mar. 

Y entonces los calcetines empezaron a irse. La marea retrocedió y el océano de medias nonas comenzó a esfumarse. Quién sabe adónde van a parar las medias nonas. Volví a tocar tierra firme. En el cuarto quedaban aún mis calcetines preferidos. Al pequeño negro de puntitos blancos, que encontré sobre mi cama, le tengo especial cariño porque era el que traías puesto la primera vez que te dije cielonegro. 

Los guardé celosamente un tiempo, pero eventualmente también comenzaron a desaparecer. Varias veces, muerto de miedo de perderlas (de perderte) para siempre, agarraba las medias nonas que me quedaban, y las abrazaba muy fuerte, y les suplicaba que se quedaran hasta dormirme, pero igual se iban, y yo despertaba hecho un aguacero. Te extrañé tanto esos días, cielo.

Poco a poco fueron desapareciendo las medias nonas. No volví a guardarlas. Preferí dejarlas ser en el cuarto. Al menos así sabría cuando se hubiesen ido. Con las pocas que quedan converso a veces. Me imagino que son parte tuya, o parte mía, o quizá un pedazo de ambos próximo a perderse. Les hablo y les pregunto por ti, por tu vida, les pregunto si me recuerdas todavía, y a veces me responden, y me arropan el frío, y otras simplemente siento que solo me miran antes de desaparecer. 

Quisiera quedarme al menos con una, cielo. Guardarla en la mesita de noche, y sentir mi corazón estrujarse al verla, y recordar que te amé, que me amaste, y que alguna vez todo tuvo sentido, y que me sentía tan vivo como cuando éramos ambos pedazos del otro, fragmentos de un todo, jirones de la vorágine. Quisiera quedarme con la negra de puntitos blancos que se parece a ti, cielonegro. Pero quién sabe cuándo se irá. Quién sabe adónde van a parar las medias nonas.

Por Miguel Hernández Franco

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