El Magazín Cultural

Aires de Navidad

"Uno de los recuerdos más especiales que tengo de la época navideña, es la del pesebre que armábamos en el barrio Los Álamos, en Armenia, junto con los otros amigos de la cuadra".

Jerónimo García Riaño
23 de diciembre de 2017 - 04:00 p. m.
El pesebre, una de las insignias de la época navideña.   / Tomada de: Forum Libretas
El pesebre, una de las insignias de la época navideña. / Tomada de: Forum Libretas

Uno de los recuerdos más especiales que tengo de la época navideña, es la del pesebre que armábamos en el barrio Los Álamos, en Armenia, junto con los otros amigos de la cuadra. Por varias ocasiones hicimos una choza en medio de un inmenso prado que dividía la calle en dos, y pusimos dentro a niños disfrazados de los personajes del pesebre, asumiendo el difícil rol de estatuas  vivientes.

Los vecinos, al ver nuestro buen corazón adolescente haciendo estas obras que alegraban al barrio, colaboraban con dinero. Recuerdo que don Omar, el carnicero de la cuadra y vecino de mi casa, un día, mientras estábamos limpiando el sitio donde se instalaría el pesebre, me llamó y me dio 50 mil pesos como ayuda para la compra de regalos de navidad para los niños. ¡50 mil pesos!, era el año 1995, ¡50 mil pesos!

Ningún niño se fue sin regalo. Habían balones de plástico (recuerdo que me quedé con uno que sobró y terminó siendo balón de fútbol en muchos paseos), juegos de peinar para las niñas, bolsas de dulces… en fin. Hicimos varias navidades especiales para la gente del barrio y de los alrededores.

Ese 24 de diciembre —recuerdo ese en particular— terminamos celebrando con un par de amigos, arquitectos de la choza, tomando una garrafa de vino cherrynol de 1000 pesos, al que se le echaban pastillas de Halls para que supiera mejor…

Sin embargo, hubo un día de Navidad, tal vez antes o después de lo que estoy contando —ahora no lo recuerdo—, en el que un sacerdote llegó a rezar la novena sobre el pesebre que habíamos armado.

¿De cuándo acá sacerdote?, pensé. Siempre la novena la rezaba uno de los niños asistentes, o uno de nosotros si nadie quería leerla. El sacerdote era joven, tenía una barba casi roja que le cubría todo el rostro, y leía la novena de manera pausada, como si les estuviese haciendo un dictado a unos niños de colegio.

A varios de mis amigos les pareció una buena idea lo del cura. Les pregunté que quién lo había llevado a la novena, y me dijeron que una de las vecinas había llegado con él. Era una vecina que además hacía política.

¡Y mire!, me dijo uno de mis amigos señalándome un pendón que se levantaba detrás de la choza del pesebre, como si fuera la estrella de belén alumbrando en la noche.

Me ubiqué para ver mejor el pendón y era la cara de un hombre, de un político de la ciudad, con una sonrisa perdida en el aire, en la nada, y con un slogan que también ahora olvido, pero que, sin duda, invitaba a votar por él en las próximas elecciones.

La vecina lo había invitado para que cerrara las novenas ese día.

 No me gustó que la política se metiera en el pesebre. La política y la religión se la podrán llevan bien, pero en ese barrio, aunque el acto que reunía a la gente estaba bajo el marco de una tradición católica, no hacían una buena combinación.

Miré al fondo de la calle, donde terminaba el inmenso prado y empezaba una avenida por la que pasaban muchos carros, y vi unas camionetas parqueadas, taponando la cuadra. También vi a varias personas sentadas en el pasto del prado hablando, y vi al político del pendón entre esas personas con una cerveza en la mano. No le importaba para nada lo que ocurría esa noche en el barrio. Decidí irme del pesebre, sentarme lejos en un pedazo de andén y observar ese cuadro inesperado: unos niños, inocentes tal vez, viendo al cura rezar; la vecina feliz trayendo algunos pasabocas para los niños y para el cura; mis amigos también sentados escuchando al predicador; el político acercarse al pesebre, escondiendo la cerveza para que no la vean, va sonriendo; la vecina llevándole un pasabocas, el político llamando a sus amigos que llegan con unas bolsas llenas de regalos y las ponen al lado del pesebre; los niños, que como perros encadenados, se desesperan al ver las bolsas y quieren soltarse para coger cada uno de los regalos que esperan por ellos; la vecina que interrumpe al cura en la lectura, para decir que debemos darle las gracias al doctor porque es el único que se acuerda de los pobres; un aplauso estridente que se me cuela por los oídos;  el cura que llega a la oración del niño Jesús y pide que uno de los niños la rece, La vecina que levanta entre la gente a una niña muy bien vestida, que no es del barrio, una intrusa con cara de ángel; la vecina que le dice al cura que ella es la hija del doctor; las miradas puestas sobre la niña, como si al barrio nunca fuese a llegar alguien más popular e importante; la niña que reza la novena y demuestra su gran habilidad en la lectura rápida, tanto que se le olvidan las comas y los puntos; el cura que da la bendición para finalizar la novena; los niños que cantan villancicos sin dejar de mirar los regalos que los llaman desde las bolsas; la espera que termina y los niños haciendo una fila inmensa de acuerdo a las instrucciones de la vecina para entregar los regalos del doctor; el doctor que saca uno a uno los regalos de las bolsas y empieza a entregarlos, casi sin mirar a quién se los da…

 

Algunos de esos niños se hicieron a mi lado, me sonrieron y empezaron a destrozar el papel regalo que les ocultaba la sorpresa. Pero la sorpresa me la llevé yo cuando vi que los carros de los niños no rodaban, las llantas estaban pegadas al chasis de plástico. Los niños forzaban su juguete contra el piso para que se pudiera mover, pero no pasaba nada, las llantas seguían negándose en rodar.

Pero lo más triste fue ver a una niña que sacó de una caja una muñeca parecida a la Barbie, ella corrió donde su mamá a mostrarle el regalo. La madre sonrió y en cuanto tomo a la muñeca de la cabeza para verla mejor, se quedó con la cabeza en la mano y el cuerpo se desplomó en el piso. La niña se puso a llorar y culpó a la madre por dañarle la muñeca. La mujer, viendo a su hija así, volvió donde la vecina y el político, les pidió que si podían cambiarle el regalo y les mostro a la descabezada en sus manos. Los dos se miraron, la vecina intento meter el cuerpo en la cabeza del juguete, pero no lo logró. El político le tocó el hombro a la vecina en señal de consuelo y de que no podía hacer nada más. La mujer dio las gracias, cogió a la niña de la mano y se fueron de la cuadra, del barrio, de nuestras vidas.

Esa noche me sentí apabullado, humillado. Habían convertido un acto honesto y altruista en un asunto político, egoísta, con intenciones diferentes a la de alegrarle la vida a los otros. Al contrario, parecía que se la jodían.

 Me levanté del pedazo de andén y vi a los niños que personificaban el pesebre, a los que estaban disfrazados, algunos seguían debajo de la choza, parecían tristes, esperando tal vez a que los miraran, porque la gente, esa noche, solo se dedicó a mirar aquel pendón con cara de doctor.

Uno de los recuerdos más especiales que tengo de la época navideña, es la del pesebre que armábamos en el barrio Los Álamos, en Armenia, junto con los otros amigos de la cuadra. Por varias ocasiones hicimos una choza en medio de un inmenso prado que dividía la calle en dos, y pusimos dentro a niños disfrazados de los personajes del pesebre, asumiendo el difícil rol de estatuas  vivientes.

 Los vecinos, al ver nuestro buen corazón adolescente haciendo estas obras que alegraban al barrio, colaboraban con dinero. Recuerdo que don Omar, el carnicero de la cuadra y vecino de mi casa, un día, mientras estábamos limpiando el sitio donde se instalaría el pesebre, me llamó y me dio 50 mil pesos como ayuda para la compra de regalos de navidad para los niños. ¡50 mil pesos!, era el año 1995, ¡50 mil pesos!

 Ningún niño se fue sin regalo. Habían balones de plástico (recuerdo que me quedé con uno que sobró y terminó siendo balón de fútbol en muchos paseos), juegos de peinar para las niñas, bolsas de dulces… en fin. Hicimos varias navidades especiales para la gente del barrio y de los alrededores.

Ese 24 de diciembre —recuerdo ese en particular— terminamos celebrando con un par de amigos, arquitectos de la choza, tomando una garrafa de vino cherrynol de 1000 pesos, al que se le echaban pastillas de Halls para que supiera mejor…

Sin embargo, hubo un día de Navidad, tal vez antes o después de lo que estoy contando —ahora no lo recuerdo—, en el que un sacerdote llegó a rezar la novena sobre el pesebre que habíamos armado.

¿De cuándo acá sacerdote?, pensé. Siempre la novena la rezaba uno de los niños asistentes, o uno de nosotros si nadie quería leerla. El sacerdote era joven, tenía una barba casi roja que le cubría todo el rostro, y leía la novena de manera pausada, como si les estuviese haciendo un dictado a unos niños de colegio.

 A varios de mis amigos les pareció una buena idea lo del cura. Les pregunté que quién lo había llevado a la novena, y me dijeron que una de las vecinas había llegado con él. Era una vecina que además hacía política.

 ¡Y mire!, me dijo uno de mis amigos señalándome un pendón que se levantaba detrás de la choza del pesebre, como si fuera la estrella de belén alumbrando en la noche.

 Me ubiqué para ver mejor el pendón y era la cara de un hombre, de un político de la ciudad, con una sonrisa perdida en el aire, en la nada, y con un slogan que también ahora olvido, pero que, sin duda, invitaba a votar por él en las próximas elecciones.

La vecina lo había invitado para que cerrara las novenas ese día.

No me gustó que la política se metiera en el pesebre. La política y la religión se la podrán llevan bien, pero en ese barrio, aunque el acto que reunía a la gente estaba bajo el marco de una tradición católica, no hacían una buena combinación.

Miré al fondo de la calle, donde terminaba el inmenso prado y empezaba una avenida por la que pasaban muchos carros, y vi unas camionetas parqueadas, taponando la cuadra. También vi a varias personas sentadas en el pasto del prado hablando, y vi al político del pendón entre esas personas con una cerveza en la mano. No le importaba para nada lo que ocurría esa noche en el barrio. Decidí irme del pesebre, sentarme lejos en un pedazo de andén y observar ese cuadro inesperado: unos niños, inocentes tal vez, viendo al cura rezar; la vecina feliz trayendo algunos pasabocas para los niños y para el cura; mis amigos también sentados escuchando al predicador; el político acercarse al pesebre, escondiendo la cerveza para que no la vean, va sonriendo; la vecina llevándole un pasabocas, el político llamando a sus amigos que llegan con unas bolsas llenas de regalos y las ponen al lado del pesebre; los niños, que como perros encadenados, se desesperan al ver las bolsas y quieren soltarse para coger cada uno de los regalos que esperan por ellos; la vecina que interrumpe al cura en la lectura, para decir que debemos darle las gracias al doctor porque es el único que se acuerda de los pobres; un aplauso estridente que se me cuela por los oídos;  el cura que llega a la oración del niño Jesús y pide que uno de los niños la rece, La vecina que levanta entre la gente a una niña muy bien vestida, que no es del barrio, una intrusa con cara de ángel; la vecina que le dice al cura que ella es la hija del doctor; las miradas puestas sobre la niña, como si al barrio nunca fuese a llegar alguien más popular e importante; la niña que reza la novena y demuestra su gran habilidad en la lectura rápida, tanto que se le olvidan las comas y los puntos; el cura que da la bendición para finalizar la novena; los niños que cantan villancicos sin dejar de mirar los regalos que los llaman desde las bolsas; la espera que termina y los niños haciendo una fila inmensa de acuerdo a las instrucciones de la vecina para entregar los regalos del doctor; el doctor que saca uno a uno los regalos de las bolsas y empieza a entregarlos, casi sin mirar a quién se los da…

Algunos de esos niños se hicieron a mi lado, me sonrieron y empezaron a destrozar el papel regalo que les ocultaba la sorpresa. Pero la sorpresa me la llevé yo cuando vi que los carros de los niños no rodaban, las llantas estaban pegadas al chasis de plástico. Los niños forzaban su juguete contra el piso para que se pudiera mover, pero no pasaba nada, las llantas seguían negándose en rodar.

Pero lo más triste fue ver a una niña que sacó de una caja una muñeca parecida a la Barbie, ella corrió donde su mamá a mostrarle el regalo. La madre sonrió y en cuanto tomo a la muñeca de la cabeza para verla mejor, se quedó con la cabeza en la mano y el cuerpo se desplomó en el piso. La niña se puso a llorar y culpó a la madre por dañarle la muñeca. La mujer, viendo a su hija así, volvió donde la vecina y el político, les pidió que si podían cambiarle el regalo y les mostro a la descabezada en sus manos. Los dos se miraron, la vecina intento meter el cuerpo en la cabeza del juguete, pero no lo logró. El político le tocó el hombro a la vecina en señal de consuelo y de que no podía hacer nada más. La mujer dio las gracias, cogió a la niña de la mano y se fueron de la cuadra, del barrio, de nuestras vidas.

Esa noche me sentí apabullado, humillado. Habían convertido un acto honesto y altruista en un asunto político, egoísta, con intenciones diferentes a la de alegrarle la vida a los otros. Al contrario, parecía que se la jodían.

Me levanté del pedazo de andén y vi a los niños que personificaban el pesebre, a los que estaban disfrazados, algunos seguían debajo de la choza, parecían tristes, esperando tal vez a que los miraran, porque la gente, esa noche, solo se dedicó a mirar aquel pendón con cara de doctor.

 

 

 

Por Jerónimo García Riaño

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