El Magazín Cultural

Albert Camus y el terrorismo

El novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista francés, quien cumple 59 años de muerto, siempre buscó el acercamiento entre argelinos y franceses y sus reflexiones cobran vigencia hoy.

José Luis Garcés González * Especial para El Espectador
04 de enero de 2019 - 02:18 p. m.
 Albert Camus (1913-1960) dejó constancia literaria sobre las guerras.  / Archivo
Albert Camus (1913-1960) dejó constancia literaria sobre las guerras. / Archivo
Foto: leemage

A Albert Camus le faltó tiempo, o le faltó vida, para ver el final de la guerra de Argelia. La guerra de liberación de la tierra donde había nacido el 7 de noviembre de 1913 y que luchaba por zafarse del dominio francés y constituirse en un país independiente. Camus, pues, era argelino de nacimiento, pero francés por cultura y sentimiento. Varios estudiosos han llegado a la conclusión de que, por su educación y vivencias, no se sentía argelino, en otras palabras, “no se sentía árabe”. Para él, en términos de recuerdo, tal vez Argelia era sobre todo el mar, el sol, y un partido de fútbol. Sus adversidades infantiles y su tuberculosis desde adolescente, por otra parte, no le daban demasiado chance a las evocaciones felices.

Su papel de intelectual durante la guerra argelina, que se inició en 1954, ha suscitado variadas controversias. Especialmente por su posición frente a la violencia terrorista. Practicada tanto por el FLN como por la OAS francesa; ejemplo de la cual es la matanza del 20 y 21 de agosto de 1955 de más de 150 personas cometida en Philippeville por los revolucionarios independentistas, y la respuesta de más de 1.600 muertos que se le adjudica a la represión gala. Hay quienes lo sindican de no haber estado a la altura que las circunstancias exigían. Lo acusan de tibio. De no ser claramente solidario con su pueblo natal. De privilegiar lo francés frente a los valores de su tierra. Incluso, uno de los choques lo tuvo con un grupo de escritores encabezados por André Malraux, Roger Martin du Gard y Jean-Paul Sartre, cuando omitió firmar un documento en el cual se protestaba por la prohibición y secuestro del libro Question, de Henri Alleg, y por la acelerada práctica de la tortura en Argelia. Sin embargo, apenas acabó la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, Camus advirtió sobre el problema larvado que existía en Argelia, Madagascar y África del norte, todos sometidos al yugo colonial.

En diciembre de 1959, después de recibir el premio Nobel de Literatura, aceptó una entrevista en Estocolmo para la revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas, y en ella, refiriéndose a la guerra que se libraba en su país nativo, afirmó: “Siempre he condenado el terrorismo. Debo condenar también un terrorismo que opera de forma ciega en las calles de Argel, y que cualquier día puede golpear a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defenderé a mi madre antes que a la justicia”. Estas últimas palabras fueron un caballito de batalla en manos de sus contrincantes cuando se recrudecieron las conocidas polémicas intelectuales que se iniciaron a raíz de la publicación de El hombre rebelde, en 1951.

Una lectura de El hombre rebelde y de Los justos (1949) puede llevarnos a considerar que Camus seccionaba el terrorismo en dos: un terrorismo individual, que en literatura lo encarnan los terroristas rusos que lucharon contra el zarismo entre 1820 y 1905 y que él tematiza en la obra de teatro Los justos, y otro, un terrorismo de Estado (las guerras coloniales de Vietnam y Argelia, en las que estuvo involucrada y humillada Francia), ya sea de izquierda o de derecha.

Los temas de la violencia, el terror, el suicidio, la rebeldía y la rebelión ejercieron siempre sobre Camus una extraña fascinación o una verdadera preocupación. En El extranjero, por ejemplo, se da en la muerte injustificada del árabe en una playa de Argel. En Los justos, en la preparación y discusión del atentado regicida. En El hombre rebelde se plantea la que es para él una pregunta fundamental: “¿Es legítimo el crimen?”. Y luego clarifica que la rebelión metafísica, que es una postura esencial, es “el movimiento mediante el cual un hombre se levanta contra su condición y contra la creación entera”. Por ello no es extraño leer: “La gran pureza del terrorismo estilo Kalayev (Los justos) es que para él el asesinato coincide con el suicidio. Una vida se paga con una vida. El razonamiento es falso pero respetable” (Carnets, 2, 1985).

La vida política de Camus penduló entre su amor a la cultura francesa y el cariño, quizá algo lánguido o distante, que sentía por su terruño y la preocupación por la ola violenta que lo azotaba. Sus Crónicas argelinas, de 1958, así lo testimonian. Ellas son “un recuento de la problemática argelina bajo la óptica camusiana” (I. Vázquez Larrea), y allí plantea que el único futuro posible que ve para Argelia es que “Francia, apoyada incondicionalmente sobre sus libertades, sabrá hacer justicia, sin discriminación, ni en un sentido ni en otro, a todas las comunidades de Argelia” (Camus, O’Brien, p. 8). Al parecer, entre sus presupuestos, en ese momento, no estaba la independencia de su tierra natal. Argelia quedaría como uno de los tres departamentos franceses de ultramar. Ese pensamiento era consecuente con su actitud de no optar por un bando en la sangrienta confrontación. Ni sí, ni no. El desgarramiento era cruel, pero para más de un biógrafo o historiador, el no elegir bando lo hacía por sentirse más francés que cualquier otra cosa. Sartre calificó la actitud de Camus de “demasiado prudente” (O. Todd, 755).

Sin embargo, cuando lo acosaron con el asunto de su neutralidad, señaló en tono fuerte que sus novelas, a excepción de La caída, ocurren en Argelia, y que desde 1945 había escrito más de un centenar de páginas sobre ese conflicto bélico. Y en verdad lo hizo. Para señalar la pobreza de Kabilia, por ejemplo, o los atentados que victimizaban inocentes, pero no para ubicarse al lado de los árabes de Argel, región donde en los años de la guerra vivían instalados más de un millón de franceses y más de seis millones de nativos.

Esta guerra de liberación cesó el 5 de julio de 1962, cuando se firmaron los acuerdos de Evian, mediante los cuales Argelia lograba su independencia, y terminaban así 132 años de presencia francesa en esa región del norte de África. Este corolario no lo logró ver Albert Camus, que había fallecido dos años y medio antes en un accidente de carretera. En 1965 el director de cine italiano Gillo Pontecorvo se inmortalizó con la filmación de La batalla de Argel, película que se vio en toda América Latina. Lástima que Camus, que amaba el cine de Welles, Bergman y Fellini, no pudo contemplarla.

La definitiva actitud de Camus ante el drama argelino quedó sembrada de incertidumbres. La pregunta por la cuantía de sus afectos por su país natal no pudo ser respondida a cabalidad. Lo que sí quedó claro fue su postura ante el terrorismo. Aunque en una ocasión señaló que “En Argelia, como en otras partes, el terrorismo se explica por la ausencia de esperanza” (O. Todd, p. 615). Camus siempre buscó el acercamiento entre argelinos y franceses, pese a que en diversas ocasiones fue abucheado durante sus conferencias cuando tocaba el tema pacifista, o era tratado con frialdad en las oportunidades en que visitaba su lugar de nacimiento, indiferencia que se ensancha cuando la escuela donde estudió la primaria no aceptó poner una foto del escritor sobre la soledad de sus paredes.

* Su más reciente libro es Luis Striffler en el Sinú y otras narrativas históricas. Catedrático universitario y coordinador de El Túnel, de Montería. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, alemán, eslovaco e inglés.

Por José Luis Garcés González * Especial para El Espectador

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