El Magazín Cultural

Alejandro Durán, un cimarrón inolvidable

Alejo Durán nació el 9 de febrero de 1919 en El Paso, una porción de tierra que, entre tambores y acordeones, marcó la vida del artista. Recordamos fragmentos de una entrevista con el juglar.

Félix Carrillo Hinojosa *
17 de junio de 2017 - 10:27 p. m.
Alejo Durán dijo en alguna oportunidad: “La vida del músico en esa época era: trago, comida y mujeres y decidí que estas dos últimas hacían más bien que la primera”. / Cortesía
Alejo Durán dijo en alguna oportunidad: “La vida del músico en esa época era: trago, comida y mujeres y decidí que estas dos últimas hacían más bien que la primera”. / Cortesía

“Señores si yo me muero, mi estilo se va conmigo”. Alejo Durán Díaz

Él rompió con todos los esquemas establecidos en una sociedad feudal como la nuestra, que no le daba chance a las muestras campesinas para ser escuchadas. Es un gigante que cantó con voz sonora de negro rebelde y que de manera genial se hacia la segunda voz con su inseparable instrumento. Nació en El Paso, un enclave cimarrón que entre tambores y acordeones fue signando su vida, para lo que habría de ser: un artista con todas las de la ley.

El 9 de febrero de 1919 nació para el mundo de la música y el 15 de noviembre de 1989 se despidió en Montería del mundo de los vivos de manera silenciosa como lo hizo siempre.

Nadie sabía más de su vida que el instrumento, eso si, cuando no aparecía la imagen de Juana Francisca Díaz Villarreal, su madre, la mujer que más amó.

Maestro Alejo Durán ¿Nos puede contar su infancia?

Bueno, la infancia mía fue como la de todos los muchachos de mi época. Nosotros crecimos en la hacienda Las Cabezas, en donde los Gutiérrez de Piñeres, prácticamente eran como unos hermanos nuestros. Allí me dediqué a las tareas del campo. Hacia los mandados que me correspondía hacer. Fui a la escuela primaria de mi pueblo, no la terminé pero si pude aprender a garabatear mi nombre. Mis padres, Juana Francisca y Náfer Donato, trabajaban ahí y allí fue donde se me metió el sonido del acordeón en las cumbiambas que hacían.

¿Cómo eran esas fiestas?

Estaba muy niño y vi a mi hermano Luis Felipe, a mi papá y mi abuelo tocar el acordeón acompañados de tambores y muchas parejas que danzaban alrededor de los músicos. Eran noches interminables, en las que los vencía el sueño. Eso despertó en mí el anhelo de ser acordeonero, porque muchas veces, pese a estar llevando la comida a los trabajadores, mi pensamiento estaba con el instrumento.

¿Cómo hizo para aprender a tocar?

“Bueno, de oídas. A mí no me enseñó nadie. Mientras los mayores se iban a trabajar y dejaban el acordeón guindao en un estante, como fuera lo bajaba y empezaba a recorrerlo. Aprendí mayorcito, ya que no tenía tiempo para eso. Nuestro mundo era el trabajo. Cuando ya entendí fue a finales de los años 40, fue la época en la que los Gutiérrez de Piñeres me llevaron a Mompox.

¿Por qué un músico como usted nunca tomó trago?

Muy muchacho si tomé, pero me di cuenta de que eso no conducía a nada bueno. Por experiencia familiar veía que eso lo llevaba a uno a la perdición y me dije: “si quiero salir adelante con mi música, tengo que decirle no al alcohol”. Ya después que tomé la música como profesión supe de los errores de mis colegas cuando estaban borrachos y vi que no había necesidad de tomar trago para dejar un mensaje con mi música. La mayoría de los músicos, cuando se dejan coger del alcohol, terminan degenerados. Y ese es el ejemplo que nunca quise dar.

¿Cómo logró mostrar su música?

Estaban en su apogeo las grabaciones. Eran una moda. Todos queríamos grabar. Era nuestro sueño. Mi hermano Luis Enrique ya tenía unos buenos contactos y como tenía una carta para Víctor Amórtegui, decidí ir donde él. Fuimos donde ese señor, quien fue el primero que me grabó en 1950. Hizo 30 láminas de los dos temas que grabé, los mismos que toqué en el Teatro de Mompox, me los entregó y me pidió que los vendiera entre mis amigos, que de ahí sacaría los gastos y lo que quedara lo repartíamos entre los dos.

¿Cómo hizo para vender esa música?

Esa fue otra pata que le nació al cojo, ya que no tenía amigos a quien venderle esa música pero me inventé con Luís Enrique que cada vez que él me llevaba a un toque, aprovechaba para ofrecer mi música grabada. Así logré salir de ese compromiso. Fui uno de los primeros en comercializar el vallenato. No fue nada fácil. Nuestra música no tenía aceptación en el comercio, en más de una ocasión me dejaron con el 78 en la mano. Después de vender esas primeras grabaciones y que empezó de verdad a gustar mi música, me buscaban y me pagaban para grabar.

¿Qué sintió usted cuando grabó por primera vez?

Es la misma sensación que cuando uno es papá por primera vez. Ese día sudé y lloré solito de la emoción. Me acordaba de mis padres, le daba las gracias a Dios y a mi hermano por esa carta en donde me recomendaba. Si no hubiera sido por ella, la vida mía no hubiera sido igual.

¿Qué pasó cuando usted empezó a tener éxito con su música?

Seguí siendo el mismo. No me transformé. Mi vida cambió en todo, menos en creerme más que otro. Nunca he sido engreído. Eso es para la gente loca que no tiene oficio y piensan que con lograr sus sueños ya son más. Con mi música que empezó a gustar tanto, empecé a recorrer caminos y hacer amigos, que son los que a este tiempo conservo y nunca me han abandonado”.

¿Cómo es la historia de “Alicia Adorada”?

Esa canción la conocí de su propio autor en 1950, en Fundación, en un Festival que organizaron unos turcos. Allí estuvo Juancho Polo, Abel Antonio, Luís Enrique, Pacho Rada. Ese festival, al final no se hizo por problemas de unos muertos que hubo. A mí me gustó esa canción desde que la oí, ya que esa historia la viví en carne propia. A mí, se me murió una mujer que tuve de parto pero sentía que él no lamentaba la canción y eso fue lo que hice. Ponerle lamento.

¿Pero usted se puso de autor”

Eso ocurría siempre que se grababa una canción de otro autor. Como esa gente vivía en la montaña, eran campesinos como uno, era difícil llevarle un contrato allá y terminaba el dueño de la grabadora poniéndolo de autor a uno. Así ocurrió con la música de mi tío Octavio Mendoza, Víctor Silva Germán Serna y Samuelito Martínez. Lo bueno de eso fue que no se perdió esa música hecha hace muchos años, cuando esto valía menos de lo que usted se puede imaginar.

¿Por qué tantos amores, será que nunca se enamoró?

La vida del músico en esa época era: trago, comida y mujeres y decidí que estas dos últimas hacían más bien que la primera. Sí me enamoré. Todos mis hijos los hice con amor, lo que pasa es que la mayoría de las mujeres viven celosas de mi amor por el acordeón y mi madre. Y es verdad, tanto mi instrumento como la que me dio la vida no tienen  competencia, esas van de primero y después sigue el resto.

¿Cómo anda el corazón de Gilberto Alejandro Durán?

Bien. Tengo a Goya, a mis hijos y llevo una vida reposada, sin afanes y sin pensar en lo que se haga mañana, ya que lo que vine a hacer está hecho, si lo hice bien o mal, el tiempo lo dirá.

¿Se retira de la Música?

Ya estoy retirado de la música, del todo no porque no falta el buen amigo que se acuerda de mí y me viene a buscar para una parrandita. Pero ya no es lo mismo, no siento el encanto de lo que toco. El acordeón me quiere dejar y antes que eso ocurra, lo dejo con el dolor de mi alma.

A los pocos días de esta entrevista, que nunca quise publicar y que más de dos décadas después, decido hacer, él se despidió en silencio como lo hacen los grandes, sin la alharaca de los ídolos de barro, que son más producto de lo mediático que de su obra, para un mundo raro que no deja venir al que se va. Por ahí, en medio de una parranda o de una cita obligatoria por demás, se habla de él. De sus hazañas musicales y sus heroicas virtudes, en la defensa de una música campesina, que tiene en él a su más connotado defensor, al tiempo que su instrumento preferido, se auto recita esos versos que un día él le hiciera: “Ese pedazo de acordeón donde tengo el alma mía”.

*Escritor, periodista, compositor y gestor cultural.

 

Por Félix Carrillo Hinojosa *

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