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Alfonso López Michelsen y sus “elegidos”

Fragmento de la reeditada novela “Los elegidos”, del fallecido expresidente de la República, inspirada hace 80 años en su visión crítica del poder político y económico en Colombia.

Alfonso López Michelsen */ Especial para El Espectador
05 de marzo de 2021 - 04:56 p. m.
Alfonso López Michelsen fue presidente de Colombia entre 1974 y 1978 y también se dedicaba a la lectura y la escritura literaria.​ Nació el 30 de junio de 1913 en Bogotá y murió el 11 de julio de 2007 en la misma ciudad.
Alfonso López Michelsen fue presidente de Colombia entre 1974 y 1978 y también se dedicaba a la lectura y la escritura literaria.​ Nació el 30 de junio de 1913 en Bogotá y murió el 11 de julio de 2007 en la misma ciudad.
Foto: Archivo de El Espectador

“A una sola conclusión había llegado yo, escuchando la crítica despiadada que mi amigo hacía de las pretensiones sociales de sus amigos: lo único que contaba era el dinero. No existía la antigüedad de la sangre pero sí la del oro. En este mundo burgués y plutócrata el origen de las fortunas y de la época en que las distintas familias habían conseguido acumular su patrimonio y formar su capital determinaba su estatuto mundano. (Recomendamos: Alfonso López Michelsen, memorias de un intelectual).

Señalaba prácticamente el momento en que una dinastía había comenzado a usar zapatos, divorciándose de la gleba, y a hablar idiomas extranjeros, en la generación siguiente, requisito indispensable para hacer parte de aquel mundo feliz de los elegidos que se repartían entre sí todas las preeminencias.

Unos y otros, comerciantes, industriales, ganaderos, me escogían a mí de confidente para desacreditar la situación social de los demás, exaltando la propia. Era muy divertido oírlos desmonetizarse recíprocamente. Aquel hábito de llamarse a sí mismos “la gente bien”, y sentirse acreedores a todos los privilegios que en un principio yo había creído que era una obsesión exclusiva de mi primo Fritz, era la regla casi universal, dictada como ley de la selva bajo la luz plenilunar desde tiempos legendarios, contra aquellas especies de animales privados de zarpas. (Le puede interesar: Las cartas de amor de López Michelsen).

Todo aquel que me hablaba era “gente bien”, exactamente como los oficiales del Círculo Militar de Zagreb pretendían prestigiarse a mis ojos mencionándome sus relaciones. Con todos ellos la vida se mostraba extraordinariamente generosa y fácil. Eran los reyes de la creación en medio de las especies inferiores del bosque dominados por el temor y el hambre. Su nombre o el de un pariente les servía de palanca para encumbrarse a alturas inconcebibles en Europa, a las que sólo alcanzan entre nosotros las personas que han pasado de los cincuenta años, después de un riguroso ascenso.

El poder del dinero –dinero fácilmente adquirido, como el que yo había hecho en menos de dos semanas, con sólo seis llamadas telefónicas a Laynez– era increíble. Todas las puertas se abrían delante de los herederos de las más grandes fortunas o de los apellidos consagrados por las crónicas sociales de los diarios. Los cargos de responsabilidad dentro del Estado, como en el caso de Beteta; la dirección de las empresas privadas; las cátedras universitarias, como las de la famosa “Atlántida”, se conseguían, como los puestos honoríficos dentro de la dirección de los clubes: unos por pertenecer a la oligarquía dominante y otros, los menos, porque era necesario preservar aquella apariencia de igualdad de que estaban tan ufanos, como de que en la historia del país hubiera podido llegar a ser Presidente de la República un hijo natural que era el argumento de que se servían siempre para demostrar que no existían los fueros nobiliarios de ciertos apellidos.

Aun delante de la muerte, la situación de aquella minoría era privilegiada. Frecuentemente me tocaba oír en las reuniones del “Atlantic” que a alguno de los socios le habían diagnosticado un cáncer, iba a operarse una muela o era hora de que regresara a los Estados Unidos para el examen general periódico –o “chequeo”, como decían ellos mismos–, que les había impuesto su médico norteamericano. Pocos días después, me tropezaba en el diario local con la noticia del nombramiento del enfermo, para cónsul en cualquier ciudad de los Estados Unidos a efecto de que el viaje se hiciera por cuenta del tesoro público nacional.

Si el elegido se casaba con una natural del país, una posición diplomática le aseguraba su pasar hasta la eternidad, aun cuando cambiaran en el ejercicio del poder los partidos políticos, porque “la Cabrera” no podía perder nunca el poder. Otras veces el gobierno se limitaba simplemente a darle el cargo ad honorem, con su correspondiente pasaporte diplomático al doliente que aspiraba a visitar otro país, en busca de mejores climas, y de este modo los cargos diplomáticos y consulares se multiplicaban por millones, porque al gobierno que se negaba a participar en este homenaje a “la Cabrera”, se le calificaba de incompetente o de resentido en los altos círculos sociales. No de otro modo podían explicarse que se sustrajera el usufructo de la maquinaria del estado de manos de quienes se sentían sus dueños naturales.

De tantos ríos como penetran en la profundidad de la fronda social, el único cuyas ondas permitían recorrer sin peligro la selva en todas direcciones y dominar sus vericuetos engañosos, era este de la vida mundana. Podría preguntarse qué papel desempeñaban en este mundo los intelectuales, los artistas, los sabios, los propios políticos, que en otras latitudes tienen su esfera de influencia aparte, sin ocuparse poco ni mucho del mundo frívolo de los clubes y los cabarets. Debían existir en alguna parte –imagino yo– pero la verdadera consagración de sus méritos sólo estaba en capacidad de dispensarle aquel mundo.

El salón de artistas nacionales, con su jurado ad hoc, premiaba el cuadro de una damita de la alta sociedad y rechazaba las obras de pintores para quienes la crítica europea o mexicana había sido favorable en sus años de aprendizaje. Era el sistema clásico para ganar concursos. El mismo que explicaba la extraña construcción del Círculo Hípico cuyos planos elaborados por un profesional distinguido que resultó favorecido en un primer concurso, fueron luego rechazados, hasta que la construcción se le pudo adjudicar a un mediocre arquitecto de “la Cabrera”, quien planeó una escalera desproporcionadamente grande para el edificio del Club.

Los libros nacionales de mayor circulación no eran, como podría presumirse, el fruto de plumas veteranas llegadas a la plenitud de la madurez. Debían ser escritos por jóvenes “bien” y sobre personas conocidas, entendiendo por tales aquellas que se cotizaban económica y socialmente en “la Cabrera”. La curiosidad que despertaban las novelas y autobiografías de este género, mal podía compararse con el tedio con que eran acogidos los relatos de las mejores plumas sobre temas populares o regionales, de los cuales sólo se ocupaba la crítica profesional. Ninguna consideración de edad o jerarquía rompía la familiaridad que daba el dinero”.

* Se publica por cortesía del Grupo Editorial Planeta.

Por Alfonso López Michelsen */ Especial para El Espectador

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