El Magazín Cultural

Another Day In Paradise (Cuento)

Él estaba esperando en un lugar de la ciudad, un lugar histórico. Un hotel que había alojado durante años figuras importantes, políticos, músicos, estrellas de cine y que incluso había servido como telón de fondo para recrear obras cinematográficas del país.

Camille Melo
06 de mayo de 2018 - 04:30 p. m.
/ Francesca Woodman.
/ Francesca Woodman.

El reloj marcaba las 10:30. ÉL estaba esperando en un lugar de la ciudad, un lugar histórico. Un hotel que había alojado durante años figuras importantes, políticos, músicos, estrellas de cine y que incluso había servido como telón de fondo para recrear obras cinematográficas del país. La calle 26 estaba más sola que de costumbre, un par de habitantes de calle recogían latas viejas alojadas en las canecas de basura. Yo hablaba trivialidades con el conductor del uber, mientas sonaba una canción, tras otra, o quizás el eco de mi ansiedad porque por fin le vería.

Eran muchos meses, había perdido la cuenta, quizás eran 12 o 14. Quizás más o menos, pero las conversaciones eran temporales llenos de signos, de libros, de fotografías, de fragmentos de poesía, de figuras idílicas, de canciones, de anhelos con Cerati de fondo, con Cómplices, o con Spinetta; de las revoluciones del arte, del activismo político, de las guerras simbólicas, el hipismo, de cine…. De amor por los libros, por la poesía, por las epístolas. Por creer incluso en la metafísica, en las vidas pasadas, en las invenciones. Por la pesadumbre de las fronteras geográficas, o por llegar a creer incluso que éramos un sueño del otro, un ser programado al otro lado de la pantalla para responder a nuestras complacencias tipo Her.  Bajé del automóvil, llevaba mi sonrisa junto a un par de gotas de clonazepam para migrar la ansiedad, esa ansiedad bonita del abrazo, o esa ansiedad torpe de encontrar la antípoda del deseo y del lugar común, la de las conversaciones terrenales.

En el lobby del hotel estaba él, arriba de unas escaleras, a las que subí con un poco de desconfianza. Me sentía observada, había soñado muchas veces ese momento, pero ahora parecía que todos estaban en un sueño compartido sin comprenderlo. Me abrazó. Me detalló. Observó mis ojos, mi rostro, mis labios, mi estatura. Nos sentamos en una de las sillas más amplias del lugar. Retomamos conversaciones pasadas, que parecían de otras vidas; hablamos de lo mortal, de lo que estaba más allá de lo tangible. Nos besamos. Un primer beso torpe, que luego fue acoplándose al compás de nuestras lenguas, de nuestro anhelo poco material de vivir ese aquí y ahora. Parecía una escena de Woody Allen. Sonreímos, compartimos silencios, abrazos, besos. Me perdía en su mirada, él en la mía. Mis ojos le decían: quédate, no te vayas. Los suyos: esto es pasajero, quizás, pero hagámoslo eterno. Su tono sereno y precavido me hablaba de la vida, de la mía, de mis sueños. Mi mente estaba instalada en su cuerpo. En seducirlo, desnudarlo y recorrer cada tramo de su piel. Yo suspiraba. Él me pedía control. Bajamos por uno segundos a un bar lleno de futbolistas y música ruidosa, un lugar propicio para la lujuria-en mi mente-, pero su cansancio nos hizo escapar. Volvimos al lobby donde cada turista arremetía con su rostro cansado, pero incluso yo sentía sus miradas sobre mí, sobre mi deseo por él. Parecía mentira: estaba ante mí el hombre que divinamente podría asociarse a la definición de TODO. Un todo que se desvanece con la distancia, con un triángulo donde sobro yo; pero que aún así, ansío vivir, amar y codiciar. Está su mente brillante e inquieta, su voz pausada y pensante, su mirada que todo lo analiza, sus manos entre las mías, que quería llevarlas a recorrer todo mi cuerpo. Recuerdo que me preguntó en un instante si estaba molesta; yo sólo estaba muy excitada, mi cuerpo lo sentía a él, con solo rozar su mano sobre la mía, mi entrepierna humedecía tímidamente. Él conservaba su quietud, su calma, pasaba sus manos por mi rostro, me besaba. Yo lo besaba, saboreaba su aliento, ese aliento que quería que rozara mis pezones, que bajara por mi vientre, mi espalda y mi sexo. Sentí el ph de su saliva y fue una conversación astral como diría Cerati. Las horas transcurrían y su cansancio era proporcional a mis ansias de poseerlo. Anhelaba sentirlo encima de mí, pero sus abrazos, y rozar su espalda cálida, eran un placebo para fantasearlo más.

Al final de la noche, lo besé como si sus besos fueran un refugio celestial, como si nuestras lenguas pudieran fusionarse para excitarnos más, para que el folle de nuestras mentes fueran un adorable puente. Me acerqué a su cuerpo, mis senos estuvieron cerca suyo, pude sentir su sexo erguido en el mío. Su respiración sin pronunciarlo, me suplicaba: dame más, dame más de tu aliento. Algún día volveré.

En breve sonó la alarma del despertador. Empezaba el día de nuevo. 

Por Camille Melo

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