El Magazín Cultural

Arder a lo lejos (En memoria de Jaime Garzón)

Esto empieza con Pilar. Llevábamos varios meses sin vernos, porque yo había estado de viaje y ella estaba comenzando un nuevo trabajo, y, obviamente, teníamos ambos mucho que contarnos.

Miguel Hernández Franco / @migueletras
13 de agosto de 2019 - 05:33 p. m.
Jaime Garzón,  asesinado el 13 de agosto de 1999, a las 5:45 a.m.,frente a Corferias, en Bogotá.  / Archivo
Jaime Garzón, asesinado el 13 de agosto de 1999, a las 5:45 a.m.,frente a Corferias, en Bogotá. / Archivo

Para Pilar
Y para leer en voz en alta

Nos encontramos en La Soledad y fuimos a tomarnos algo a un sitio de té, y tomamos té (gracias Faryd), y comimos postre, y al final hablamos más bien poco de mi viaje y de su nuevo trabajo. Tal y como suele pasar con ella, terminamos conversando del sentido de la vida (de su ausencia), de lo desgastante que es vivir en Colombia, de feminismo (ella enseñándome, valga aclarar), de las recientes victorias deportivas y de las elecciones regionales, y las conclusiones, lógicamente, fueron que la vida no tiene sentido; que Colombia es un despropósito; que el machismo es una mierda; que las victorias deportivas son anestésicos sociales, y que, por lo menos en Bogotá, no hay con qué hacer un caldo en términos electorales.

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En algún momento comenzamos a hablar de Jaime Garzón y Pilar, con su agudo pesimismo, me dijo que su muerte había sido en vano, y que sus causas y sus carcajadas no eran más que un recuerdo inútil, acaso tan anestésico como la victoria de Cabal y Farah  o el triunfo de Egan (que aunque a nosotros nos guste mentirnos diciendo que son "nuestros", lo cierto es que no lo son: son victorias de ellos y del enorme esfuerzo que hacen por llegar a dónde llegan en un país que rara vez los apoya). Y es más que obvio que tiene razón, pues desde que mataron a Jaime su figura no ha sido sino un recordatorio de nuestro fracaso, o peor aún: de que los causantes de nuestro fracaso (es decir, los responsables de que nadie esté en la cárcel; de que nadie haya pagado, y peor, de que el país se haya quedado sin su consciencia irónica) son los mismos responsables (teóricamente al menos) de superarlo. Cagados y con el agua lejos.

El caso es que me quedé pensando en eso. No era la primera vez porque para mí Jaime es un faro, y lo ha sido desde que vi su famosa conferencia en la Universidad Autónoma en Cali, un par de años antes de que lo mataran. Todo el que haya visto esa conferencia sabe que es reveladora: es clara, lúcida y precisa, sin dejar de ser una exhibición del poderoso sentido del humor de Jaime. Todo en esa conferencia es subversivo: no parece una conferencia, sino un stand-up comedy (pero es sin lugar a dudas una conferencia); Jaime empieza burlándose del protocolo, de los anfitriones, de sus espectadores y (¡cómo no!) de sí mismo, y mientras está uno carcajeado (y sin tener muy claro cómo) termina también enfrentado a las duras verdades de la sociedad. Y como si no fuera poco, Jaime da soluciones y respuestas, y nos dice con contundencia que los culpables somos nosotros por permitir que nos gobiernen los hijueputas que nos gobiernan desde siempre, y bueno: es mejor ver la conferencia.

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Eso fue en el 2009 (quizá antes), y desde entonces sigo a Jaime. Y digo que lo sigo, porque es obvio que Jaime iba mucho más adelante que nosotros, y que incluso ahora, veinte años después de muerto, nos falta camino para alcanzarlo, y que nos aguarda adelante. Y entonces vuelvo a Pilar, porque sí, porque es obvio que ella tiene razón, que la vida no tiene sentido, que no espera nada de nosotros: no importa si hemos vivido rodeados de privilegios o si nacimos debajo de un puente; no importa si somos presidentes, títeres, políticos o hampones; no importa que seamos filósofos, artistas o filántropos: el universo es tan indiferente a nuestro vicio como a nuestra virtud, y no hay ni infiernos ni paraísos esperándonos más allá de la vida. Y quizá pocas cosas son tan aterradoras como esa comprensión que nos deja desnudos ante lo implacable del mundo.

Y lo más probable es que Jaime haya vivido sabiéndolo. Y es obvio que Jaime sabía que lo iban a matar, y que habría podido irse, y quizá salvar su vida, pero eligió quedarse (pese a todo), y con todo su ser intentó que no lo mataran, sabiendo, seguramente, que iba a fracasar y que al final moriría. Y seguramente sus últimos días fueron de angustia y desasosiego ante la consciencia de su inminente muerte, sabiendo que esta no significaría más que el dolor momentáneo de quienes lo amaban, o la breve indignación que tanto nos gusta a los colombianos, y la impunidad que aquí siempre ha reinado. Y quizá la angustia de Jaime era en realidad saber todo esto, y saber también que no podía hacer nada más que esperar, ser consciente de su impotencia ante lo implacable del mundo, y de los mezquinos, y de los viciosos, y de los hijueputas de siempre.

Jaime existió intentando arder de un modo que perviviera más allá del sinsentido natural de las cosas. Y en esto consiste su heroísmo: en saber y entender hasta qué punto somos irrelevantes, y en intentar con toda el alma no serlo; y hoy, veinte años después de su asesinato, la muerte de Jaime (y su vida, sobre todo su vida) nos desafía a quienes, como Pilar y como yo, sabemos que su muerte no sirvió para nada. Hoy, veinte años después, Jaime parece preguntarnos qué ocurrió con la vida que nos entregó, con la vida que sacrificó creyendo en la vida, creyendo en los demás, creyendo que este cuento había que lucharlo por la gente, creyendo en la democracia y, sobre todo, creyendo en un país en paz.

La vida de Jaime (y también su muerte) son un desafío para quienes no encontramos sentido en el despropósito de país que nos tocó. No tanto para quiénes lo mataron, como para quienes heredamos su fuego, y para quienes lo vemos arder a lo lejos, pues Jaime murió confiándonos su sentido, confiando en que nosotros lucharíamos (como él) contra lo implacable del mundo, contra los mezquinos, contra los hijueputas que lo mataron y que siguen a cargo, y que (como él) estaríamos dispuestos a morir desafiándolos, tratando de arder de un modo que otros, más allá de nuestra vida, puedan buscar un sentido, y arder.

Por Miguel Hernández Franco / @migueletras

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