El Magazín Cultural

Armando Orozco Tovar

Hace un año se despidió de nosotros el poeta Armando Orozco pero nada que se va, por acá sigue merodeando su voz.

Juan Manuel Roca
25 de enero de 2018 - 06:28 p. m.
Armando Orozco Tovar, además de poeta fue pintor, catedrático y periodista.  / Archivo particular
Armando Orozco Tovar, además de poeta fue pintor, catedrático y periodista. / Archivo particular

Hablar en pasado de Armando Orozco no canciona, como él decía de algunos poemas que no le sonaban, que encontraba vacíos. Y no canciona, no suena hacerlo, porque el poeta amaba el presente con verdadera bulimia y por ese motivo lo que escribía estaba muy cargado de él.

A mí nunca me gustó la manoseada frase del español Gabriel Celaya que tanto dominó la escena de la poesía setentera, aquella de que “la poesía es un arma cargada de futuro”, una frase promesera con algo de filosofía de tendero: “hoy no fío mañana sí”, consignas con las cuales se tiende a escamotear el presente.

Una vez, en un café le dije a Armando que nuestra generación debía cambiar ese marbete y decir que la poesía era un arma cargada de presente. Recuerdo, Café Automático de por medio, que aceptó con una de esas risas detonantes suyas, hechas para rasgar el aire quieto de los salones y momentos más solemnes.

El presente es en su poesía su asunto medular aunque a veces evocara pasajes de futuros ya cumplidos que conforman la historia. Así, como la falda de su amada Marilyn Monroe, que en una fotografía sigue levantando el viento como una imprudente bandera, su poesía, por más coyuntural que pudiera parecer, no tiene fecha de vencimiento.

Dicho esto hablaré de y con Armando en presente. Hablaré poco pero lo dejaré hablar a él, tan lleno de historias, de compañeros de viaje generacional y político y de una ciudad que guarda acurrucada en el pecho: La Habana, donde llegó con pasaje expedido por su propia gana, por su propia rebeldía.

Acá estoy en casa de Luis Vidales con Armando, el poeta que más visitaba y hacía verdadera compañía al sobreviviente de “Los nuevos” habla de su estadía larga y proverbial y providencial en La Habana, de sus amigos que se volvieron familia, como Norberto Codina, entre otros.

Estoy arrellanado en una poltrona y lo oigo narrar sucesos singulares, como siempre heroicos o miserables, de nuestras luchas y derrotas. Tiene el poeta, que solamente me lleva tres años de adelantado en el mundo (1943), una manera expansiva y sin tapujos de hablar de sí mismo, un habla con la que abre como dice el viejo tango, “el corazón de para en par”.

Salimos de casa de Vidales hace un momento. La noche bogotana baja su cortina de hierro, una verdadera guillotina sobre nuestras cabezas mojadas y, por supuesto, terminamos en el viejo café de la calle 18 donde caemos por asalto en una mesa donde Fernando Oramas habla de un manifiesto revolucionario y minimalista de sólo dos puntos: Artículo primero, haga lo que le venga en gana. Artículo segundo, si no quiere no cumpla el artículo primero. Armando y yo reímos. Soltamos al unísono la carcajada y de pronto recuerdo que estoy con dos camaradas que se dicen stalinistas pero cuyo humor me resulta dadaísta, por no decir anarco-surreal. Y lo celebro.

Y más en presente. Doy una clase en un salón un tanto ruinoso de la Universidad Distrital. En el salón contiguo, Armando habla a sus alumnos de José Martí y de Cuba y su voz emocionada se oye en nuestra aula a tal punto que decidimos, y lo digo sin las menor sorna, suspender por un momento la lectura de Eliseo Diego para oir un pasaje de la infancia del ya rebelde y soñador héroe cubano.

Creo que su poesía no ha sido bien vista, como se debe, y que quizá en esto haya un cierto ostracismo por ser alguien en ebullición permanente, alguien  que podría pensar con Orwell que “la postura según la cual el arte no tiene nada que ver con la política es en sí misma una postura política”. Y en su caso, hay que agregar que nunca cambia de andén ideológico y su poesía viene de esas cabeceras.

Es curioso, los encuentros con Armando son espasmódicos, por rachas, así que no podría decir que es mi amigo de todas las horas. Por eso me conmueve que me haga llamar para despedirse de mí y del buen caricaturista Chócolo.

Llegamos a su casa. Entro a verlo en su cama. Duerme sedado. Le hablo como quien habla consigo mismo pero con la esperanza de que me oiga y permanezco un buen rato a su lado y el de su enfermera, en silencio.

Cuando salgo a la sala ha crecido la audiencia, muchos camaradas suyos, hombres y mujeres que están reunidos en el dolor y en el afecto. Un par de horas después una de sus hijas sale de la habitación de nuestro amigo y le dice a su compañera de siempre, María Isabel, que es una catedral de dignidad y elegancia, que Armando se acaba de morir.

Lo que sigue aún no es pasado, así se hayan fugado buenos momentos de risas y pasiones políticas. Porque también está presente, muy presente, su vacío.

Por Juan Manuel Roca

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