El Magazín Cultural

Arturo Denarváez: “Uno no es artista media hora al día”

El artista bogotano, que vivió 40 años en París y quemó allí 400 cuadros fruto de su trayectoria de 30 años para darle un giro a su creación, regresó a Colombia y abre las puertas de su taller hasta el próximo 29 de octubre, en el marco del festival de arte Barcú.

Yorley Ruiz M.
27 de octubre de 2017 - 02:00 a. m.
Arturo Denarváez, un colombiano que pasó de pintar en las calles parisinas a conquistar las galerías francesas. / Cortesía
Arturo Denarváez, un colombiano que pasó de pintar en las calles parisinas a conquistar las galerías francesas. / Cortesía

Tenía 21 años, era 1974 y no quería terminar sus estudios secundarios. Trabajaba como dibujante publicitario en Bogotá y eso lo acercaba más a lo que tanto deseaba: viajar a París y conquistar las galerías de arte francesas. No lo pensó dos veces. Con el dinero que ahorró, fruto de su trabajo, emprendió su camino a Europa. Llevó consigo el inglés que aprendió en los colegios bilingües en los que estudió y que reforzaba con la banda de rock que tenía con unos amigos, y sobre todo la técnica que heredó de su entonces amigo, Luis Caballero. No sabía francés.

Arturo Denarváez, como él mismo escribe su nombre, arrendó en Francia una buhardilla. Para sobrevivir, trabajó como albañil y como repartidor de publicidad, pero en sus tiempos libres pintaba en su cuarto. “Mi proyecto era vivir el día a día, lo que pasara, y conocer gente, y vivir, buscar un abrigo dónde dormir y un trabajo para ganarme la vida”, recuerda el pintor, 40 años después, sentado en una silla de su taller en el barrio histórico La Candelaria, de la capital colombiana.

Alrededor de dos años después, mientras caminaba por las calles parisinas e iba descubriendo las nuevas palabras francesas que salían a su encuentro como una revelación, cuenta, “vi en una librería una foto en blanco y negro de un hombre dibujando en el piso con tizas, en el año 42 o 43, durante la Segunda Guerra Mundial, y dije: ‘¡Eh! Ave María, ahí está’”. Fue entonces cuando decidió dibujar sobre el asfalto a gran escala, ubicar cuatro cajitas para quienes quisieran apoyar “al estudiante de arte”, como versaba alguno de los letreros que ponía antes de pintar, para ganarse la vida mientras hacía lo que más quería.

“Lo que dibujaba en la calle tenía que tener un rigor académico muy alto. Fue una aventura, una gran experiencia profesional, porque manejar el claroscuro, la forma, el dibujo, la anamorfosis, la deformación en perspectiva de una imagen fue una experiencia lindísima”.

Pintó con tiza, a blanco y negro, en el bulevar Saint-Germain, en los jardines de Luxemburgo, en los Campos Elíseos, en los Jardines de la Tullerías, entre otros lugares. Allí representaba esculturas del arte francés y su historia, como la Fama de Luis XIV, Mercurio montado en Pegaso, los Caballos de Marly de los Campos Elíseos, entre otros.

“Lo importante era que durara mucho tiempo. Entonces, si yo comenzaba una composición de esas a las 2:00 p.m. o 3:00 p.m., tenía que terminarla a las 11:00 p.m. o 12:00 de la noche. No es la rapidez de la creación sino la parsimonia la que hace que el dibujo vaya desarrollándose y apareciendo poco a poco, porque la gente sólo te da plata cuando te ve dibujar; si no, no, porque tú estás revelándole a la gente ese ‘secreto’”.

Eran creaciones fugaces, que se borraron con las pisadas, con la lluvia, un arte donado que nadie se llevó pero que muchos apreciaron. A él le queda el recuerdo de unas fotos que tomó alguna novia suya, de las cuales hoy no conserva ninguna. Este ejercicio efímero duró cinco años, en los cuales los perros que iban a husmear y los niños que llegaban a preguntar eran sus más curiosos compañeros de trabajo, pues siempre estaban en cuclillas, a su altura.

“Después de las jornadas, llegaba a casa a seguir pintando, empataba. Las preocupaciones eran las mismas: ¿cómo representar algo, el cuerpo humano, una actitud, un objeto? ¿Cuál es la capacidad de representación que tengo? Poco a poco, ensayando algo académico o no académico, expresando, expresando. Soltando la vida, vaya para donde vaya”, recuerda Denarváez, pues, fruto de sus relaciones interpersonales y de ese trabajo, logró ser invitado a galerías para exponer aquello que hacía en soledad. Cinco años después abandonó ese oficio y se dedicó a trabajar en estos espacios de creación y muestra, donde vendió varios de sus cuadros.

En Francia se casó, tuvo hijos y se divorció. Viajaba a Colombia a visitar a su familia por períodos cortos, hasta que en 2015 vino a hacer una exposición a Bogotá y decidió no regresar: “Llamé a mi hijo y le dije que recuperara mi guitarra Ramírez, los tableros de ajedrez y un computador. Mi hijo organizó una patrulla de amigos y desocuparon mi taller y todo lo guardaron en un suburbio de un amigo en París”.

Estaba cansado del clima, de los franceses en invierno y de los franceses en verano, de su visión trascendente y a la vez depresiva, aunque reconoce que son intelectuales e inteligentes. Descubrió en su país natal una vida más sencilla, se empezó a ver a sí mismo como un “trascendente con humor”. Fue entonces cuando decidió darle un nuevo giro a su vida.

“El año pasado fui a París, porque mi amigo quería saber qué hacer con esa obra, resultado de 30 años de trabajo. Y le dije: ‘Haga una hoguera y queme todo’. Salvé unos cuadros que les dejé a mis hijos, unos 40, pero quemé 400. Me dije que tenía que nacer otra vez, esto es muy pesado. ¿Qué hace uno arrastrando vida? Traje algunos que fueron expuestos en la Galería Sextante, pero quemé todo. Esa fue una manera de aligerarme, de decir que comienzo mi vida en otro lado”.

Dejó de pintar por un año y se dedicó a redescubrir Bogotá. Cuenta que tomaba rutas del Transmilenio sin ningún rumbo.

Denarváez no ve el arte como una terapia, ni como algo que pueda resolver los problemas de otros. Lo ve como un encuentro de emociones, como un encuentro estético, una expresión de sí mismo. Reconoce que el arte rodea la vida de todas las personas que expresan sus gustos en la elección de un afiche, de unas flores de plástico puestas sobre la mesa.

Entre las 5:00 a.m. y las 6:00 a.m. sale a ver el amanecer. Desde su puerta ve bajar, también, a las madres con sus hijos para llevarlos a la escuela y a otros caminar hacia la estación del Transmilenio para dirigirse a sus trabajos. La misma escena se repite al final del día. “Yo salgo a ver los atardeceres. Digo para mis adentros que es una ópera, un espectáculo, a la par que veo a la gente subiendo hacia sus casas nuevamente. Entonces les digo: ‘¡Miren, miren!’, pero con ese cansancio que traen ya no les importa. Mucha gente prefiere irse a dormir”, por ello no pretende que su creación salve o sea del gusto de otros.

“Vivo en arte. Todo tiene un lenguaje, todo me está diciendo algo. La calle, el bus, el avión, el paseo, cualquier cosa es vivir en el arte. Estar completamente sensible a todo lo que me pueda provocar una emoción y todo lo que tenga un contenido. Yo vivo vigilando las emociones, el color, las formas”. Es por ello que, aunque ve la academia como un espacio de aprendizaje técnico, no la concibe como aquella que pueda, como lo dice él, “fabricar” artistas.

“No soy artista, no tengo títulos, no creo en eso. Uno es artista o no es artista. A mí ese cuento de que los muchachos salen como artistas me parece ridículo, de una frivolidad lamentable. El artista se manifiesta después de muchos años de trabajo, de insistencia. ¿En cuánto tiempo un ser humano es artista? Uno no es artista media hora al día, uno no es artista de vez en cuando, ¡no! Eso es una actividad de todo el tiempo”.

Este creador, que pinta mientras escucha óperas de Franz Schubert, sin una hora fija, tendrá las puertas abiertas de su casa patio, de su taller, hasta el próximo 29 de octubre, donde los visitantes, sin importar su procedencia, podrán apreciar su espacio de creación, sus últimos trabajos, y contagiarse de su trayectoria, en el marco del festival de arte Barcú, al cual llegó el año pasado sin invitación y al que regresó por el interés que despertó su arte entre los organizadores.

“Todos los días comienzo a pintar. Para mí, cada tema que abordo y ejerzo es una experiencia nueva que requiere un aprendizaje, una nueva técnica en la manera de ver, de componer. El tiempo es muy importante. Espero que me alcance para hacer mi obra”.

Por Yorley Ruiz M.

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