El Magazín Cultural

Arturo Ripstein y El lugar sin límites: camino a la sordidez

Ahora que El lugar sin límites (1977) competirá en el Festival de Venecia, dentro de la sección de Los mejores clásicos restaurados, del 29/ago al 8/sept/2018, bien vale la pena hablar, así sea brevemente de su director Arturo Ripstein y del cine mexicano.

Luis Carlos Muñoz Sarmiento*
27 de agosto de 2018 - 07:40 p. m.
Arturo Ripstein durante el rodaje de La calle de la amargura.  / Cortesía
Arturo Ripstein durante el rodaje de La calle de la amargura. / Cortesía

Hablar de Ripstein significa volver a la década de 1950, lo que dio en llamarse el Nuevo Cine, suerte de viraje fílmico contra las temáticas y el sistema de producción de la llamada Época de Oro de 1930 y 40. En efecto, se dice que vientos de cambio podrían estar soplando cuando vino el movimiento cineclubístico en 1950. Los cine-clubes, haciendo énfasis en clásicos de la historia del cine y en trabajos de nuevos directores, crearon también el espacio para discusiones teórico/estéticas sobre el cine como arte. Movimiento que tomó fuerza con el cine-club Progreso, inspirado en los teóricos Sadoul y Daquin, y con otros como el Cine-Club de la Universidad. En 1955 se crea la Federación de Cine-Clubes Mexicanos.

A comienzos de 1960, el auge del cine-club universitario forjó una generación de estudiantes con un punto de vista más elevado y crítico sobre la función del cine. También, se presentó un tibio comienzo del cine independiente, producido al margen, al lado o en contra de la industria fílmica dominante. Aquí jugó un papel clave el productor Manuel Barbachano, quien en 1953 financió al joven director Benito Alazraki para un filme sobre la comunidad india: Raíces: en ella explora su tradición y denuncia la explotación de expertos arqueólogos foráneos. Aunque para la crítica no haya resistido el paso del tiempo, tuvo éxito y recibió un premio en Cannes/55. Asimismo, se convirtió en precursor de otros trabajos sobre las etnias en la década del 70: los de productores de la talla de Archibaldo Burns, Paul Leduc y Eduardo Maldonado. Otro filme producido por Barbachano fue Torero (1956), del español Carlos Velo, en la que se ausculta el miedo del torero en el ruedo, a la manera de seudo ficción, semidocumental. También financió una obra clave del periodo mexicano de Buñuel: Nazarín (1958), la historia de un Cristo nuevamente crucificado por meterse a redentor y por tratar de hacer el bien en un medio que solo conoce el mal, y apoyó el naciente/revolucionario cine en Cuba coproduciendo Cuba baila (1959), documental de Julio García Espinosa (1926-2016).   

La elección de Adolfo López en 1958 supuso un buen augurio para el renacer de la Revolución mientras se acercaba a su medio siglo. López habló de un régimen balanceado que recogería las banderas de Lázaro Cárdenas, artífice en 1938 de la nacionalización del petróleo para crear Petróleos Mexicanos (PEMEX): hoy en la ruina a causa de la “alianza” EPN/Odebrecht, que, de paso, involucra a casi todos los países de América Latina; colaborador de la II República durante la guerra civil española; y principal responsable de la aplicación de la reforma agraria durante la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, a López la vida se le fue en deseos: si bien al comienzo la comparación con Cárdenas pareció válida, por haber nacionalizado la electricidad e invertir en educación y bienestar social, pocas cosas quedaron de su gestión. La más importante de ellas fue el impacto sobre el campo cultural que produjo el establecimiento, ese año 58, de una cinemateca en la universidad y la fundación de una escuela de cine: el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), fundado en 1963 por el Dpto. de Actividades Cinematográficas de la Dirección general de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

El triunfo posterior de la Revolución Cubana también tuvo sus efectos sobre este clima de modernización y desigual desarrollo, en el que varios críticos y cineastas formaron el grupo Nuevo Cine: entre ellos José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, Jomí García Ascot, Paul Leduc, Carlos Monsiváis, Alberto Isaac y Fernando Macotela, quienes se convertirían en los productores, críticos y cronistas más importantes de las dos décadas siguientes. Su manifiesto defendió la renovación, la creatividad artística, el cine independiente, los recursos especializados del cine y el establecimiento de una cinemateca. Nuevo Cine logró la aprobación para una película realizada dentro del grupo: En el balcón vacío (1961), de Jomí García Ascot, quien dirigió el guion escrito por su esposa María Luisa Elio, basado en su experiencia de infancia y juventud durante la guerra civil española y su posterior exilio en México: a ellos dos, García Márquez dedicó Cien años de soledad.

Otro incentivo para renovar la industria cinematográfica surgiría, paradójicamente, de ella misma. El Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC), preocupado por la caída de la producción desde principios de la década de 1960, debida a un retiro parcial del capital privado, organizó un concurso de cine experimental para animar a los nuevos directores. El premio fue otorgado en 1965 a Rubén Gámez por La fórmula secreta, filme de doce secuencias que emplea imágenes chocantes para magnificar el efecto de contrapunto con un variado repertorio musical. El segundo premio fue para Alberto Isaac por su filme basado en García Márquez: En este pueblo no hay ladrones, que capta el mundo provinciano de aquellas comunidades en las que nunca pasa nada, en las que la protesta explota en medio del insufrible sopor, del angustiante tedio, y al cabo es sofocada para solaz de los poderosos.         

Otra adaptación de Gabo también conoció el éxito en 1965 y estuvo a cargo del productor de 21 años Arturo Ripstein, hijo del influyente productor Alfredo Ripstein, cuyo título es Tiempo de morir (como el de la novela de Louis Aragon, de 1965). Al nacionalismo cultural, contenido en algunas de las obras anteriores, se opuso un movimiento conocido como la onda que mezclaba elementos como la poesía beat gringa, nuevas formas de vestir, rock y novelas que jugaban con el lenguaje, en fin, una mixtura de cultura gringo/europea que invocaba una estética deliberadamente no latinoamericana. Su motor más visible fue el chileno Alejandro Jodorowsky, quien había traído su propia versión del teatro de la crueldad a las salas mexicanas. Salas más bien complacientes a comienzos de 1960. En 1967 filmó Fando y Lis, versión del drama de Fernando Arrabal que le reportó un escandaloso éxito. Anticlerical, antimilitarista, violento, como Arrabal, su teatro pánico surge de sus colaboraciones con éste y el pintor Topor, y se inspira en Artaud, en los happenings de Julian Beck y en el postismo de las vanguardias españolas. Así surge un teatro cuya naturaleza es establecer una relación sadomasoquista entre los personajes y el espectador, para lo cual el autor no duda en presentar en escena un mundo amoral y cruel presidido por el erotismo y la perversidad, provocando airadas reacciones del público: lo que se busca para justificar el espectáculo en sí.

La descripción anterior, parece alejarse de la que se podría hacer sobre el cine de Ripstein, un cine que conduce al espectador hacia la crueldad, las bajas pasiones, la perversidad, por el camino, cerrado, de la sordidez. Ripstein pertenece, como Cazals, a la generación de la era o laberinto industrial y nació en el D. F. de México el lunes 13 de diciembre de 1943 y es hoy considerado el más grande director, guionista, junto a su mujer Paz Alicia Garcíadiego, y productor del cine mexicano. Debutó, como ya se dijo, con Tiempo de morir, a los 21 años. Tres años después, las modificaciones que su padre le introduce al montaje de Los recuerdos del porvenir, sobre la novela homónima de Elena Garro publicada en 1949, provocan la ruptura de la relación familiar (“Me pego un tiro o te lo pego a ti”, le dijo Arturo a su padre) y con la propia industria mexicana, pasándose al cine independiente y de corte experimental, como en La hora de los niños (1969). Ya para esta época ha fundado, con Cazals, la productora Cine Independiente de México.

Su primer filme internacional es Foxtrot (1975), al que siguen varias adaptaciones brillantes que culminan en La seducción (1980) y entre las que están: El lugar sin límites (1977), sobre José Donoso, en la que comienza a tomar la vía de la sordidez, al narrar una cruda e hiriente historia de machismo, homofobia, homosexualismo reprimido; La viuda negra (1979), sobre la obra de teatro Debiera haber obispos, de Rafael Solana, prohibida por la Iglesia durante años por relatar los amores de un sacerdote; y Cadena perpetua (1978), sobre la novela Lo de antes, de Luis Spota, adaptada por el dramaturgo/narrador y guionista Vicente Leñero, con la actuación principal de Pedro Armendáriz Jr. y la fotografía de Jorge Stahl (el mismo de Canoa), denuncia social parapetada detrás del policiaco. Antes de El lugar había hecho el documental Lecumberri, el palacio negro, sobre la misma cárcel federal que Cazals había abordado en El Apando, con base en las memorias de José Revueltas y su experiencia en la Masacre de Tlatelolco. La crisis mexicana le hace alternar La seducción, adaptación del relato de von Kleist a los años de la Revolución Mexicana, y El otro, sobre un guion de Manuel Puig escrito a partir de un cuento de Silvina Ocampo, con otros encargos poco atractivos.

Superada la crisis, comienza la mejor etapa de su carrera apoyada en los guiones de Paz Alicia: arranca con El imperio de la fortuna (1986), adaptación de El gallo de oro, de Rulfo, éxito internacional que aumenta con Principio y fin (1992), sobre la novela homónima del egipcio Naguib Mahfuz, por la que Ripstein comienza a convertirse para crítica y público en Rey de la sordidez: algunos van más lejos y lo llaman, por influencia de la televisión, claro, La Cristina del cine mexicano. La reina de la noche (1994), biografía imaginaria de la popular cantante ranchera de los años 40 Lucha Reyes, de prodigiosa voz y vida desgarrada por el aguardiente, el desamor y una madre dominante. Aquí, director y guionista parten de un mito nacional para crear un personaje patético y ficticio, que comparte con la verdadera Lucha las canciones, la decepción amorosa y el suicidio. En la última secuencia, cuando aquélla pasa frente al espejo ocurre un hecho que asombra: ya no se ve en él… “porque quizá lo único real de Lucha Reyes en esta película es su muerte”, dicen sus creadores.

Especialista en sacarle el jugo a la desgracia, como también se le conoce en México, sobre todo en el México conservador, tradicional, religioso, Ripstein vuelca su talento en el melodrama de las que para él mismo son sus mejores películas: Mentiras piadosas (1988), que para él “se ha exhibido muy mal”, y el corto La mujer del puerto (1991), según un relato de Maupassant, “las más cercanas al concepto que tengo del cine, del ser humano, de mí mismo…” Sobre la segunda volvería en 1994 para hacer un largometraje. En 1996, estrenó Profundo carmesí, seleccionada en la edición 44 de San Sebastián, obra en la que bordea los extremos de la sordidez al describir la historia de dos enamorados que reclaman su destrucción como seres humanos para que prevalezca el amor pues para Paz Alicia: “la mezcla de ellos dos sólo los puede llevar a la muerte”. En 1998 rodó El evangelio de las maravillas, con Paco Rabal, y un año después El coronel no tiene quien le escriba, sobre Gabo, obra sin ángel, intimidad ni intensidad, cuyo mérito mayor para un alegre crítico parece ser que el filme se encuentre con el relato en el final: Mierda. Sí, mierda. En 2000 ganó la Concha de oro en San Sebastián por La perdición de los hombres, filme en el que a través de un asesinato se acoge a sus postulados para presentar un cine de la crueldad (esto en palabras de Bazin), capaz de expresar la presencia de la muerte y de la carne en la sociedad mexicana, dándole de paso vida paradójica a la sentencia de Heidegger: “El hombre es un ser para la muerte”. Por último, en 2002 obtuvo una mención especial en Venecia por La virgen de la lujuria, filme invisible, por canales comerciales legales, hasta ahora en Colombia.     

Antes de concluir, vale la pena volver sobre El lugar sin límites, obra en la que las ideas de la libertad como acción del deseo y del deseo como acción de libertad terminan volviéndose contra sí mismas. No hay en realidad sino personajes esclavos de su pasión. Pasión en general habitada por miedo, incertidumbre, insatisfacción que devienen violencia. Considerada una de las mejores obras de la cinematografía mexicana y protagonizada por el mismo actor que encarnó a El Jaibo en Los olvidados, Roberto Cobo (1930-2002), como La Manuela, la obra está habitada tanto por la poesía como por el dolor y constituye un descarnado testimonio sobre el desbordamiento que puede alcanzar el deseo humano a causa del patriarcado, el machismo, el androcentrismo, la homofobia, el homosexualismo reprimido. El viacrucis de aquel travesti de burdel pueblerino es la triste constatación de cómo una persona por el simple hecho de ejercer su sexualidad, de manera diferente a la aceptada, puede a la vez firmar su sentencia de muerte. Aquí Ripstein, llamado por Principio y fin el Fassbinder mexicano, para la crítica sí llegó a tocar al público, desnudándolo en su orgullo patriarcal, sentir homofóbico, actuar machista. Público doblegado, quizás, por el despliegue de nobleza de Manuela y el rol de Cobo, quien a través de una actuación concentrada (en la línea de Stanislavski) llevó a su personaje a lo más entrañable de la condición humana, minando poco a poco en la conciencia de ese mismo público una imagen maniquea, o sexualmente sesgada, del protagonista.

Tal vez resulte imposible para el espectador borrar de la memoria la secuencia final de ese lugar sin límites (o sea el infierno, de acuerdo con el epígrafe del filme tomado del Doktor Faustus, de Th. Mann), en la que el machista camionero Pancho y el hermano de su solitaria e insatisfecha mujer persiguen en su camión rojo, símbolo de la pasión (descontrolada, aquí) y de la sangre asociada no al erotismo sino a la más primaria sexualidad, a un(a) desamparado(a) Manuela, padre/madre de La Japonesita, por las calles empedradas del pueblo. Ataviado(a) con su entallado vestido de baile español, también rojo por la sangre de lo irremediable, despavorido(a), huye, más que de la muerte, del incomprensible e inaceptable odio que es capaz de producir el deseo. Tanto como, sin ser consciente, huye de don Alejandro, símbolo de la hipocresía social, machista y patriarcal que ha desolado los pueblos de América Latina, con su guadaña interesada, avarienta y, desde luego, mortal.

Con más de 25 largos, 15 cortos, incluso institucionales: para realizar Mentiras piadosas tuvo que filmar, entre otras cosas, Una semana en la vida del presidente; comerciales, telenovelas y un mediometraje sobre Buñuel, El náufrago de la Calle Providencia. Arturo Ripstein, a cuatro décadas de Tiempo de morir, parece haber encontrado un lapso para vivir en la libertad tantos años buscada. Sin embargo, como algunos de sus personajes, también resulta esclavo de sus pasiones: odia a Hollywood… quizás porque se le parece a muchos de sus retorcidos filmes; detesta a Dogma/95 al que llama Dogmarketing y a Lars von Trier, el Spielberg de la cámara pequeña. Parece haber encontrado a la mujer de su vida en la guionista de su vida: la precitada Paz Alicia Garcíadiego. Está seguro de que su espectador ideal es él mismo…

De don Luis Buñuel, a propósito, para quien según Ripstein mismo hizo la asistencia de dirección, sin crédito, en El ángel exterminador, “puedo decir que me enseñó más que técnica (que de todas formas aprendí muchísimo): la idea de mantener una actitud crítica frente a la vida y nuestro alrededor. Él era una persona obsesivamente observadora. Me enseñó que uno no debe traicionarse, a menos que quiera eso”. En cuanto a si se considera renovador o no del cine mexicano, Ripstein responde: “No trato de ser referencia de una época o de algo por el estilo. Si eso sucede pos… [sic] qué puedo hacer. (…) Por mi parte me considero heredero de las viejas tradiciones nacionales”. No obstante, se le olvida esto en otro texto, se traiciona a sí mismo, aunque no lo haya querido, al sostener de forma narcisista: “Lo que yo he entendido con mi presencia en el cine mexicano es que la tradición la tengo que inventar yo”.

Pese a lo anterior, hay que decir con Perogrullo que la tradición no la puede inventar Ripstein pues por eso se llama así: tradición, es decir, por estar ya inventada y por estar poblada tanto por ilustres conocidos como, también, por ilustres desconocidos, así estos no aparezcan en ella. Lo que poco importa, mientras haya alguien dispuesto a descubrirlos. Máxime si, por fortuna, están al margen de ese lugar sin límites de la crueldad, las bajas pasiones, la perversidad, que avanza a disgusto de no pocos por el camino, cerrado, de la sordidez. De esa sordidez, se aclara, Ripstein en tanto creador es inocente y en tal condición no necesita explicarse: así, las razones tendrán que provenir no de la ficción sino de la realidad inmediata. La que aquél ha re-creado para crear, con mayor eficacia, una segunda realidad, así sea bajo las señales de lo impuro, lo indecente, lo escandaloso, no necesariamente desde la voluntad.

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Ficha técnica: Título original: El lugar sin límites. País: México. Año: 1977. Formato: 35 mm; color; 110 min. Dir.: Arturo Ripstein. Género: Drama/Drama social/Prostitución/Homosexualidad/Vida rural. Guion: Arturo Ripstein, sobre la novela del chileno José Donoso. Fot.: Miguel Garzón. Mús.: Joaquín Gutiérrez Heras. Int.: Lucha Villa; Ana Martín; Gonzalo Vega; Julián Pastor; Roberto Cobo; Hortensia Santoveña; Carmen Salinas; Marta Aura. Productora: Conacite Dos. Sinopsis: En un México sórdido, doloroso, se ambienta el filme. En el prostíbulo de un pequeño pueblo sobreviven la Manuela, un travesti, y La Japonesita, joven prostituta hija de un desliz de la primera. Don Alejo, el viejo cacique del lugar, quiere comprar el burdel para venderlo a un consorcio junto con el resto del pueblo. El regreso de Pancho, joven camionero hijo de don Alejo, desata las tensiones entre los personajes.

https://www.youtube.com/watch?v=FE9l68dokOQ  

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de El Espectador (EE). Mención de Honor por su trabajo sobre MLK, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (5/feb/2018). Hoy, autor, traductor y coautor de ensayos para Rebelión y desde el 23/mar/2018, columnista de EE.  E-mail: lucasmusar@yahoo.com

 

Por Luis Carlos Muñoz Sarmiento*

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