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Así vive un músico dedicado al bandoneón

Recorrido por la vida de Juan Sebastián Gutiérrez, uno de los pocos músicos colombianos dedicados al bandoneón.

Libaniel Marulanda
01 de diciembre de 2013 - 03:09 p. m.
Así vive un músico dedicado al bandoneón

"Mi loco bandoneón,
el mundo está en el mostrador,
y escucha un alemán
borracho de emoción,
la magia en Doble A
del hijo que partió.
Y al alba por tu armonio
clandestino pasará
el bravo manicomio
de los siglos que vendrán"
(Horacio Ferrer)

El bandoneón, ese agusanado instrumento que le aporta el verdadero acento al tango, tiene una personalidad que puede compendiarse así: Su dificultad para ejecutarlo, dada la distribución extraña o arbitraria del teclado. Si usted lo sienta sobre sus piernas, a su derecha encontrará 38 botones que emiten un sonido abriendo y otro cerrado, como nuestros acordeones vallenatos. A su izquierda tendrá 33 botones, bisonoros también, pero de tonos más graves. A diferencia de su primo el acordeón, el bandoneón no ofrece la facilidad de los acordes preformados: si usted, por ejemplo, pretende hacer un Do mayor, tendrá que pulsar cuatro notas: Do/Mi/Sol/Do. En este instrumento se utilizan cuatro dedos, a lado y lado. Su debut acaeció en 1849, durante una feria industrial en París. Su nombre se le atribuye al alemán Heinrich Band, de quien no existe certeza de que lo inventara pero sí de que lo introdujo al comercio.

El bandoneonista de esta historia sigue en Armenia, en la finca de sus padres, tejiendo y destejiendo las partituras del tango de una desesperante espera, tras regresar del Perú y vivir allí la molondra tramitación de la visa de residencia en Austria, un país que levantó su embajada en Colombia por las mismas dificultades económicas que carcomen a Europa. Fue un viaje relámpago que significó en términos monetarios desprenderse de dos millones de pesos. Contrario a muchos artistas, Juan Sebastián Gutiérrez es sencillo, franco; lo corrobora al contarme que hizo un concierto en el Teatro Tobón Uribe de Medellín con su novia, cantante de tango y ganadora también del concurso internacional de allí. Fue tan exigua la asistencia que apenas pudo recuperar el treinta por ciento de los gastos del viaje al Perú. Las clases en Salzburgo, Austria, comenzaron el primero de octubre y hoy estamos a 24 de noviembre.

Luego de transcurridos 164 años, el bandoneón sigue imbatible en su diseño. El precio en el mercado internacional se mece entre los seis y los ocho mil dólares, una suma a la que debe agregarse el desgastador esfuerzo que demanda conseguirlo. De los sesenta mil fabricados en Alemania y cedulados en Argentina, dice Sebastián Feijoo que superviven unos veinte mil, dos mil de los cuales están en óptimas condiciones. El gobierno busca mecanismos legales para salvaguardarlos del turismo y de los coleccionistas compulsivos de instrumentos. La lucha por la conservación de esta especie artística en vía de extinción ha sido abocada por el Estado con la puesta en marcha de un riguroso programa en la Universidad Nacional de Lanús, orientado a producir, luego de muchos intentos fallidos en cincuenta años, un bandoneón argentino, de precios al alcance popular, que ya tiene una marca a la altura de su saga: "Pichuco".

Su nombre de músico clásico resultó premonitorio, en tanto que la genética o la atmósfera familiar cumplieron su papel. Su abuela paterna, doña Honeglia Sabogal, casada con el famoso radialista quindiano, Germán Gutiérrez Peláez, "Bigotes", al morir su marido se armó de la audacia migratoria de nuestra gente y se fue a Inglaterra por ocho años a vivir de lo que mejor hacía: cantar tangos. Tanto su padre, Bernardo Gutiérrez, como su tío, son consumados tangueros, de lo cual puede colegirse que el tango le fue inyectado a Juan Sebastián Gutiérrez por vía intravenosa desde la infancia. Estudió piano entre los siete y nueve años en el extinto conservatorio de Armenia. Luego continuaría en Bellas Artes de la Universidad del Quindío. Frente a la obligación de elegir entre una ingeniería física o la música, optó por obedecer a su mamá, la química Marta Lucía Valencia y se metió a músico.

Llegado con la inmigración en un barco y tocado por un marinero ignoto, la adopción del bandoneón como instrumento vital en la formación de un género de acentuada particularidad, guarda similitud histórica con el acordeón diatónico vallenato. Desde luego que sus caminos y horizontes fueron distantes y distintos desde los primeros balbuceos en las tierras que los acogieron. El riguroso esmero artesanal de los bandoneones, fabricados en Alemania hasta recién entrada la década de los cincuenta, le han conferido un estatus equiparable con los míticos violines Stradivarius, aunque exista de momento un abismo entre sus precios. Desde los albores del siglo veinte el "fueye" tuvo su Henry Ford que, como el modelo T, inundó los mercados mundiales. En 1864, Ernest Louis Arnold, compró la primera fábrica de bandoneones a C. Zimmermann, el verdadero inventor del instrumento, quien emigró a Estados Unidos. Los primeros aparatos se conocieron con la marca ELA.

Nacido el 26 de noviembre de 1986, Juan Sebastián Gutiérrez cumplirá sus 27 años pasado mañana en Armenia. De niño cantaba rancheras de Javier Solís y Vicente Fernández, a quien le retiró su admiración por chabacano. Una profesora de piano de cuyo nombre no quiere acordarse aunque sí recuerda que tenía un ojo verde y otro café, le prohibió sentarse en el piano grande de Bellas Artes cuando le manifestó su intención de ser pianista de concierto. Desmotivado abandonó ese instituto, al que regresó después para dedicarse a la guitarra clásica, en tanto que tocaba rock metálico cuando hacía su bachillerato. Su primera guitarra de aglomerado azul le costó 80 mil pesos. Luego la vendió para comprarse un violín. Si bien su vida académica ha sido accidentada, el talento y la persistencia de soñador lo han acompañado en todo momento. Su memoria es meticulosa en cuanto a gratitudes se refiere.

Aunque el tango no nació en noble cuna y sus pretensiones estaban circunscritas al ámbito del arrabal, su fuerza como expresión urbana, no folclórica, en un país que paralelo a la carnicería de la primera guerra ofrecía los salarios más altos del mundo, se tomó a París y de ahí se catapultó al mundo. Los frenéticos años veinte se bailaron al compás del dos por cuatro. Ya se dijo que en una treintena de años llegaron a la Argentina sesenta mil bandoneones, casi todos fabricados por la familia Arnold, padre e hijos. De ahí surgió la emblemática marca doble A., que sería para el tango lo que el jeep Willys a nuestra caficultura. En oposición a una presunta decadencia, el tango ha sufrido otra resurrección; las escuelas de tango argentinas proliferan, así como las academias de baile. Las milongas colombianas son apenas un lejano reflejo del imbatible auge tanguero mundial.

El adolescente de 14 años recibió un eficaz consejo del maestro Jairo Abadía, en Bellas Artes de Armenia: “Si usted no estudia canto lírico cometerá un pecado”. Le robó tiempo a su tiempo y a partir de ese dos mil estudió premúsica, tocó con varias agrupaciones, aprendió a tocar batería sin maestro, del alemán John Meyer recibió clases de violín. En 2004, denegada su pretensión de estudiar canto en la Universidad de Antioquia, regresó a Armenia e intentó cambiar la agilidad del solfeo por la pesadez de la Ingeniería Física en la Tecnológica de Pereira. Pero la música no solo es arte y ciencia sino adicción, y el músico es un canario que no le vende su color al alpiste, dijo alguien con acierto. De Bernardo Sánchez, el inolvidable maestro de grandes cantantes quindianos, recibió la preparación suficiente para cantar “Dicintencello vuie” y ser admitido en la Universidad de Antioquia.

Durante los años cuarenta, cincuenta y mediados de los sesenta, en el Quindío y en Armenia el tango nos fue administrado en cotidianas dosis radiales y a través de las rocolas diseminadas a lo largo de nuestra carrera dieciocho, versión local de la avenida 9 de julio de Buenos Aires. Como en la glosa de Celedonio Flórez, nos fuimos modelando en tango. Nuestros cantantes y músicos quisieron brillar ante un público de oídos ávidos y escasos saberes musicales. Para los músicos estaba a mano y dentro de sus posibilidades la guitarra. Para los cantantes, los miles de discos que llegaron, y que se oían entonces sin límite ni payola. Pero, aquí viene lo triste de esta historia, tan triste como el tango mismo: Nuestros músicos no aprendieron a tocar bien el "gotan"; nuestros cantantes, ¡tampoco! Nuestro producto apenas pudo optar a la categoría de “tango criollo”, piadoso eufemismo de "gallego".

En 2006, cuando el canto lírico dominaba su panorama académico, Juan Francisco Tobón, guitarrista y comunicador, le regaló un MP3 repleto de tangos. Justo ahí comenzó a degustar un género que consideraba en vía de extinción. Oyendo a Pichuco Troilo y a Piazzola, resultó abriéndole la puerta a una cultura que derivaría en la razón del ser musical de Juan Sebastián. Comenzó entonces a trasegar las claves tangueras y aprendidos los diez tangos de rigor, concursó en el Festival Internacional de Tango de Medellín de 2007 y ocupó un significativo segundo puesto. Seducido como estaba por el bandoneón, el valor del premio, sumado al monto de lo que comenzaría a ganar, le permitieron hacer tangible su sueño de ser bandoneonista. En los dos años siguientes repitió figuración en el Internacional de Tango y en 2009 obtuvo el primer premio, igual que en los eventos anteriores, ante un riguroso jurado argentino.

Conocidas las dificultades en cuanto a costo, disponibilidad en el mercado y, peor aún, la ausencia de maestros y el dominio de la enrevesada técnica que demanda su complejidad, los bandoneones fueron esquivos a nuestras querencias. Es decir, por estos lados tuvimos que conformarnos con oírlos y verlos; nunca conseguimos tocarlos. Por esas razones en Colombia no tuvimos bandoneonistas, pese al fervor por una música que colonizó con sobradas cualidades el mundo desde los albores del siglo veinte y que fiel inquilino habitó el sentimentario proleto de las ciudades colombianas. Solo a comienzos de los años ochenta, apoyado en su experiencia como cantor y en su bolsillo como empresario, un cartagueño, Saúl Valenti, pudo comprar un bandoneón y pagarse un profesor argentino, músico de planta de su negocio, “La Peña del Tango”, un boliche de Chapinero donde la gente acudía a oír el repertorio convencional y repetitivo del género.

Ser ganador en la versión anterior, le impidió presentarse en 2010 al internacional tanguero pero fue llamado por la Red de Escuelas de Música de Medellín para realizar el montaje y grabación del show central del citado concurso, que comprendía tangos y música colombiana. Esta institución educativa tenía como profesores a los maestros Victoriano Valencia, colombiano, y Pablo Jaurena, de Córdoba Argentina. Este último propuso que Juan Sebastián fuera el cantante titular de la Orquesta Escuela de Tango de Medellín, fundada en 2008 y que sin duda es lo mejor que ha realizado Colombia en materia tanguera, por lo que puede afirmarse que es a partir de 2008, con su fundación, cuando el género comienza de verdad a afianzarse de manera sólida en el país. En ese momento le sobrevino al cantor la urgencia febril de comprar el bandoneón. Comenzó la visita virtual al mercado libre de “fueyes” por internet.

Argentina tiene el récord en número de inventos, aparte del fútbol, Borges, Gardel y varios premios Nobel. Si incluso tienen Papa, ¿Por qué no habrían de tener un bandoneón argentino? La respuesta está cocinándose y se espera que pronto los alumnos de los cientos de escuelas de tango puedan acunar los bandoneones para estudio marca Pichuco, luego de un siglo del reinado del doble A. La producción es de vanguardia. El fuelle es de una pieza y se ha conseguido reducir a la mitad el número de sus 2.300 elementos. Las noticias de mayo de 2013 lo estiman en 2.000 pesos argentinos, equivalentes a un millón 330 mil pesos colombianos, lo que cuesta un acordeón vallenato Hohner de contrabando. Aunque los músicos ultraconservadores canten anticipados responsos al nuevo “fueye”, la necesidad objetiva de responderle a la nueva generación y afianzar una cultura en continua expansión, al final posicionará los ”pichucos”.

Entre tantos bandoneones, con precios superiores a siete mil dólares, encontró uno marca ELA, de estudio, en $ 1.680 US, con 40 años sin uso, averiado en su mecanismo y con el fuelle roto. Ante la sinceridad del vendedor, luego de ver una foto, cerró los ojos, abrió el corazón y lo compró. Su profesor de bandoneón, Pablo Jaurena, que estaba en Argentina, luego del consabido regaño se apersonó de reclamar el instrumento en Buenos Aires y llevarlo al taller de Carlos Ferrio, un lutier llamado el médico de los bandoneones que restauró uno de Pichuco Troilo. Luego de las reparaciones, el anhelado tesoro de Juan Sebastián tuvo un costo final superior a seis millones de pesos. Igual que el trasteo del cadáver de Gardel, el aparato tardó nueve meses en ser traído por el maestro Jaurena, a quien nuestro bandoneonista cantor le compuso un tango como homenaje de gratitud.

Transcurridos setenta años de la irrupción del tango en esta vida plácida, provinciana y próspera, a la escena del Quindío llegó, ¡por fin!, un muchacho de aquí, que quizá se adentró en el universo tanguero a manera de transgresión juvenil y, sin esperarlo tan pronto, alcanzó el supremo anhelo de un cantor colombiano. Ha sido tercer bandoneón y cantante titular de la Orquesta de Tango de Medellín. Haber ganado una beca para un curso de verano en Viena e infinidad de certámenes no han bastado para obtener la visa de residencia en Austria y, un mes después del plazo inicial, la desazón lo empuja hacia un plan alternativo: Estudiar en Argentina. El tiempo y sus circunstancias dirán qué le depara la historia a Juan Sebastián Gutiérrez, al Quindío con su primer bandoneonista, y al tango que estrena una voz que en buena hora puso la lírica operática en la nevera.

Por Libaniel Marulanda

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