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Bailar, la voz de un pueblo

La danza es la palabra viva de Bahía Honda, Magdalena, una población recóndita que quizá no se encuentre en Internet o en los programas de radio y televisión. Pero en el Día Internacional de la Danza, suena el tambor de su corazón y baila su historia africana.

Linda Esperanza Aragón
30 de abril de 2021 - 09:11 p. m.
Fusión Ribereña.
Fusión Ribereña.
Foto: Linda Esperanza Aragón

Cuando uno llega a Bahía Honda, corregimiento de Pedraza (Magdalena), la gente empieza a abrazar con la mirada. No me sentí como una forastera; las puertas de las casas se abrieron de par en par y los saludos no demoraron en escucharse. Y yo sabía que así sería, pues ya me habían hablado cosas bonitas de este pueblo: me dijeron que sus habitantes eran amables, hospitalarios y alegres.

Fui a conocerlo, a sentir sus calles, a saborear sus costumbres y a deleitarme con sus sonidos. Porque el verdadero viaje no solo es subirse a un avión. Un viaje también es agarrar un bus desde Barranquilla, llegar a Calamar (Bolívar), cruzar el río Magdalena en lancha, llegar a la orilla y montarse en una moto que nos acerque hasta Bahía Honda. Y sin planearlo tanto, pasé por tres departamentos del Caribe colombiano: Atlántico, Bolívar y Magdalena. Eso sí es disfrutar el trayecto y el destino.

Estos son apuntes de una aventura que sacudió los cinco sentidos. Sí, los cinco sentidos se contagiaron del perrenque y del entusiasmo de los bahionderos. Las penas allí se alegran. A mí se me erizó la piel cuando vi bailar a los integrantes de la danza de son de negro Fusión Ribereña en una calle. Mientras sus paisanos los observaban, ellos danzaban, los tambores sonaban y los aplausos se sentían.

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El origen de esta danza se relaciona con la llegada de los esclavos, quienes huían de los colonos, a Santa Lucía (Atlántico), San Basilio de Palenque (Bolívar), Barranca Vieja (Bolívar) y a la ciénaga de Cotoré, cuerpo de agua que bordea a Bahía Honda. Se dedicaron a pescar y durante la faena bailaban cerca de la orilla. Se quedaron en la zona y forjaron una comunidad.

La tradición no se volvió traición. No murió. Ha pasado de generación en generación: niños, jóvenes y viejos bailan. Todos aquí dejan que su cuerpo cuente historias con el movimiento. Lo que es monólogo se vuelve diálogo; los pies descalzos besan la tierra y los latidos del corazón se alimentan. Los bailadores lucen los labios rojos, un collar artesanal, un machete de madera en mano, un pantalón que va por debajo de las rodillas y la piel untada de polvo mineral negro mezclado con aceite casero.

“Me siento orgulloso de atesorar mis raíces afro cuando estoy bailando dentro y fuera de mi tierra”, expresó Luis Ángel Acevedo, integrante de Fusión Ribereña, al tiempo que danzaba.

Me contó Argenis Santana, director de la danza Fusión Ribereña, que han participado en varios eventos de la región Caribe colombiana: el Carnaval de la 44 y la Carnavalada (Barranquilla); la Fiesta del Mar y el Festival Nacional de Danzas del Liceo Celedón (Santa Marta). Santana siempre encuentra las palabras precisas para traducir las emociones de esta danza cuando representa a Bahía Honda en diferentes escenarios: “Nos sentimos africanos, lo que nos da brillo, alegría, jocosidad, espontaneidad y fortaleza, y eso que sentimos es Bahía Honda, un pueblo de sangre africana”.

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Pedro Bolaño, el tamborero de esta danza, recordó a sus antepasados cuando golpeaba el cuero del tambor: “El primero que tocó el tambor en mi familia fue mi bisabuelo Nicolás Bolaño, después mi tío Agustín Bolaño se enamoró de la percusión. Yo vi todo eso desde niño. Ya llevo 21 años tocándolo”. El tambor lo libera de la angustia, lo aleja de la monotonía y le da el vigor para detener el tiempo. “La sangre me hierve cuando toco mi tambor”, manifestó Pedro.

Esta tradición dancística también hace que le hierva la sangre a Delis María Bolaño, quien desde los 8 años comenzó a bailar son de negro y pajarito. “Cuando yo escuchaba el tambor hacía un portillo en la cerca del patio y me escapaba, mi mamá no se daba cuenta. Yo fui una pelá muy tremenda, hasta que no se acababa el baile, no me regresaba a mi posá”, me reveló Delis entre risas mientras fritaba una mojarra en el patio de su casa.

“El mismo amor que le pongo al baile, se lo pongo a la cocina”, comentó. También aprovechó el momento para hacernos agua la boca, pues nos describió los platillos que desde siempre ha preparado: “Cocino mazamorra de plátano y de maíz, la arepa de yuca (a esa le ponemos panela y a veces cebolla en rama), el pescado, la yuca y la batata, eso no falla aquí”.

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El sonido de la mojarra en el aceite caliente es hermoso, igual que el del tambor: ambos cautivan, ambos son inherentes a las costumbres bahionderas. Cuando Delis atizaba el fogón y volteaba la mojarra, sujetaba su larga pollera. Sus movimientos van ligados a la música, y la edad nunca ha malogrado esa pasión. “Los años son los que avisan si uno puede o no puede bailar, pero mis 78 años todavía me dejan bailar. No me acuerdo de los dolores cuando agarro mi pollera. Si escucho un tambor, me voy a bailar así sea de madrugá”, me dijo.

Y con el sabor de esa mojarra en mi memoria me devolví a Barranquilla. No miento: en Bahía Honda los cinco sentidos se intensifican, es por eso que la nostalgia devora cuando uno se va. Voy a volver, sí, para reencontrarme con la palabra viva, acariciar el cuero del tambor, saborear y oler una mojarra frita, mirar y escuchar a Fusión Ribereña. Porque la voz de este pueblo es el movimiento: lo que no dice lo baila. En este rincón del Caribe el cuerpo no quiere saber de vientos enjaulados; el cuerpo pide que la música sea cómplice de cada meneo para sudar viejas melancolías y para atajar al reloj con cada golpe de tambor.

Por Linda Esperanza Aragón

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