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Baltazar (Cuentos de sábado en la tarde)

Baltazar nació un domingo de octubre con los primeros gallos, bajo un cielo revuelto por la llovizna de un invierno crudo y devastador. Aquel niño lánguido y flaco como un palillo respiraba las primeras bocanadas de aire de una vida que apenas comenzaba a florecer.

Hugo Pérez
10 de octubre de 2020 - 09:00 p. m.
En sus primeros años, Baltazar pudo disfrutar de la belleza del azul de la ciénaga. Sin embargo, el gris de las tardes y los colores intensos de la ciénaga se apagaron para no volver.
En sus primeros años, Baltazar pudo disfrutar de la belleza del azul de la ciénaga. Sin embargo, el gris de las tardes y los colores intensos de la ciénaga se apagaron para no volver.
Foto: Mauricio Alvarado

Su padre veía como el mundo allá afuera se debatía en un manto negro de nubes recrudecidas. Aquella mañana se hallaba envuelta en una manta sepulcral de las lloviznas insoportables de un octubre que no daba tregua de escampar. Las calles con el barro encarnizado se convertían en un lodazal monumental, incluso fue el impedimento principal para que la partera del pueblo se diera tres repetacas en las calles enjabonadas antes de llegar a atender el parto que traería al mundo a Baltazar. En sus primeros años, Baltazar pudo disfrutar de la belleza del azul de la ciénaga, los vendavales de las mañanas turbulentas, el verde intenso de la tarulla que arrastraba la brisa en las tardes encarnizadas, el efecto que causaba la tierra a pleno medio día, los atardeceres inmaculados, los temporales de las tres de la tarde, el blanco cegador de las garzas que caminaban en puntillas por el puerto de las brujas, los colores vivos de las mojarras, el tono gris y la brillantez de las escamas de los sábalos que parecían verdaderos diamantes. Todo esto se fue guardando en la memoria remota de los primeros años de infancia, recuerdos que se fueron atesorando como una premonición prematura de un mal augurio que se podía respirar. Hasta que un jueves de agosto, como una maldición que espera paciente a desatar su encargo, se desencadenaron una serie de sucesos fuertemente marcados, quizás por la fuerza imparable del destino que empujó a Baltazar a un fatal suceso que marcaría su vida para siempre. Joaquín, quien apenas era dos años mayor que Baltazar, se disponía como todos los días a llevar la yegua de su padre al potrero que colindaba con los patios del pueblo. Baltazar, al ver a Joaquín que llevaba por el bozal a la colosal bestia, le entraron unas repentinas e impulsivas ganas de acompañar a su hermano. Tanto fueron aquellas ganas inusuales, que su madre Elvira se sorprendió al ver el berrinche de su hijo por acompañar a su hermano. Finalmente los dos salieron con las riendas de la yegua en mano. A la mitad del camino, antes de llegar a la casa de Pablo García, un carnicero de fines de semana que descuartizaba los cerdos a plena luz del día, llegaría lo que estaba guardado para Baltazar hacia ocho años desde que llegó a este mundo en medio de las lloviznas cansonas de octubre. La calle estaba invadida por una parvada de perros callejeros que se peleaban las sobras de lo que parecía haber sido una patica de cerdo que se le había caído a Pablo por descuido del oficio. Al percatarse del remolino, agarró medio ladrillo que le estorbó durante todo el tiempo que estuvo pelando el cerdo y que apenas vio el ferviente festín que tenían la bandada de sarnosos, como solía llamar a los perros callejeros, se los lanzó y todos salieron despavoridos dando aullidos de auxilio en todas las direcciones.

En medio del tropel de los perros, Beatriz, una vieja vecina de Pablo Días, estuvo en la línea del estrépito y casi se va al suelo con sus ochenta y tantos años a cuestas. En la propia casa del carnicero, dos perros hicieron de las suyas dejando caer cuanto chócoro estuviera a su alcance. Baltazar y Joaquín, con la sincronía perfecta de las malas horas, pasaron en el instante en que el estrépito de los perros irrumpió de manera apocalíptica la normalidad del día. La yegua, ahora en manos de Joaquín, al sentir los aullidos despavoridos de los perros se espantó de tal manera que hizo que Joaquín se arrastrara con el bozal en la mano, comenzó a dar saltos a su alrededor lanzando chillidos y resoplando como una bestia endemoniada. Para mala fortuna, Baltazar se había distraído antes de que los perros formaran su escandalosa escena, pero al ver todo ese remolino no supo qué hacer y tomó la peor decisión que podría tomar en sus ocho años de inocencia. Fue en busca de las manos de su hermano Joaquín, quien lidiaba con la ferocidad de la bestia. Por un instante Baltazar pasó por debajo del vientre del animal encarnizado, quien inmediatamente saltó una y otra vez dejando a Baltazar en medio de las patas traseras del animal. La yegua colerizada al sentir la amenaza latente, lanzó un zarpazo como un brinco de pescado dejando a Baltazar tendido en medio de la tierra revuelta por las pisadas de la yegua.

Baltazar quedó flotando en medio de un zumbido y veía como todo dentro de su cabeza se inundaba de una tiniebla que le daba escalofríos. El tiempo se había detenido y no podía entender si aquello que estaba viviendo era un sueño. No sentía dolor, pero algo helado le recorría todo el cuerpo y lo arrastraba sin ninguna compasión a un rincón oscuro, donde la ausencia de la luz le quemaba las entrañas.

Baltazar permaneció en cama durante dos semanas, su cuerpo helado e indefenso no comprendía en qué tipo de laberinto se encontraba, apenas pensaba en la muerte. Aquello más bien era un profundo sueño. A la semana cumplida, Baltazar finalmente abrió los ojos y todos a su alrededor sollozaron de alegría, pero su mirada perdida y desorientada alertaron a Elvira, quien lo había vigilado durante los días en cama.

Sus ojos desorbitados y completamente alejados de la realidad daban la sospecha de lo que finalmente estaba por acontecer. Los colores que alguna vez cruzaron por sus ojos se fueron destiñendo, degradándose hasta llegar a una tonalidad imposible de distinguir. Ese cambio abrupto se desbordó por la vida apenas floreciente de Baltazar. Con los días se fue apagando la luz del mundo, la belleza de los colores se fue diluyendo. La nitidez se fue transfigurando en un tono grisáceo que se expandía sigilosamente por los recuerdos aún nítidos de los días que había dejado atrás. La pérdida de la vista lo condenó a vivir en mundo oscuro y sin vida. El gris de las tardes y los colores intensos de la ciénaga se apagaron para no volver, y él se negaba a creer que todo a su al rededor se resumía a tinieblas. Baltazar pensaba que aquello por lo que estaba pasando era como estar suspendido en medio de la nada. Un mundo lejano se había posado delante de él y le había negado rotundamente el derecho mismo de reconocer las cosas y cómo estas iban cambiando con el tiempo. Baltazar se convirtió en un ermitaño en los primero años de ciego primerizo y se negaba con una terquedad colérica a que le indicaran el camino. Era de no creer cómo todo en un segundo se había puesto patas arribas y todos los colores que alguna vez reconoció se fueron destiñendo al compás insoportable de un tiempo abrupto e insostenible.

Era una vida distinta. Incluso llegó a pensar que había nacido nuevamente, pero ahora era totalmente diferente. Tan diferente, que sentía que estaba atrapado en un cuerpo extraño, irreconocible para sus sentidos. Los recuerdos de antes no coincidían con los engranajes de los días que estaba viviendo. Se condenaba a un bastón rústico de roble el cual sostenía como si fuese lo último que existiera en el mundo. Tanto así, que se aferró a él con una voluntad de perro obediente. La desesperanza se fue alimentando cada día, pero la terquedad fue mermando con el paso del tiempo. Se fue adoptando a su nueva vida, a su nuevo mundo. Sus sentidos se fueron agudizando: el oído y el tacto se fortalecieron como un animal que se adapta a un nuevo ambiente, y la vista, ese sentido traicionero y desconsiderado, pasó al traspatio de las cosas desechables. Y se amoldó tanto que pudo desarrollar una capacidad de ubicación fascinante. Se movía tan natural que puso entre dicho la importancia del sentido de la vista. Se volvieron tan sensibles sus otros sentidos que pudieron suplir el cómo desplazarse ahora en medio de aquella lodosa realidad a la que estaba condenado para siempre. Los años fueron pasando y con ellos llegaron los desafortunados achaques de la vejez.

-La cereza que le faltaba al pastel, pensaba entre sus adentros Baltazar.

Esta avalancha de desafortunados acontecimientos próximos a venir lo acorralaban en el ocaso de su vida. Los pasos milimétricos que debía dar hasta llegar al culto del domingo se fueron borrando. Una especie de cataclismo se desparramaba sobre los cálculos rigurosos de cómo moverse, de acuerdo a las voces de la gente en la calle o a la milimétrica sensación que se le subía por la punta de los pies al vibrar la tierra por culpa del remolino causado por alguna parranda descomunal. La memoria también se fue desvaneciendo, así como un día se le esfumó la vista. La nada cuantificable de la vida se fundía en su memoria y lo dejaba aún más suspendido en el hueco mismo de la soledad, que lo condenó a una locura senil de la que nunca escaparía jamás.

Por Hugo Pérez

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