“Me apoderaré del destino agarrándolo por el cuello. No me dominará”, dijo Beethoven, y así lo cumplió hasta la madrugada en la que murió, pero que esperaba revertir con unas cuantas cirugías que lo esperaban para intentar alargarle la vida. Eso fue lo único que no pudo evitar: la muerte. De resto, ni su sordera, limitación que hubiese sido el justificado final para cualquier compositor, le bloqueó las ambiciones: ser el músico más aclamado de su época. Y no solo logró ser el de su tiempo. Hoy, 250 años después, seguimos rendidos ante un Beethoven que se sabía único y superior, inclusive ante la realeza: “Usted es príncipe por azar, por nacimiento; en cuanto a mí, yo soy por mí mismo. Hay miles de príncipes y los habrá, pero Beethoven sólo hay uno”. Así se lo dijo al príncipe Lichnowsky, su mecenas, quien en alguna ocasión le ordenó que se sentara al piano.
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Nació en una familia de artistas, así que su formación comenzó a los cinco años. Recibía clases, aprendía rápido y practicaba constantemente, pero lo que realmente impresionaba a los que lo miraban fue el tiempo en el que duraba recostado en el piano fantaseando y tecleando con lo poco que sabía siendo un niño. Desde esos días reconoció, gracias a los demás, pero sobre todo a su olfato, que tenía un talento excepcional, una habilidad rara y poderosa con la que podría eternizarse.
A pesar de que su carrera como músico y compositor comenzó muy rápido, los veintes eran también para él la edad en la que los conocimientos se fortalecían y los caminos se encarrilaban. Su exploración por estos años fue angustiante: no tenía treinta y ya comenzaba a darse cuenta de que sus oídos estaban fallando. “Mi audición en los últimos dos años es cada día más pobre; los ruidos en los oídos se hacen permanentes y ya en el teatro tengo que colocarme muy cerca de la orquesta para entender el autor. Si estoy retirado, no oigo los tonos altos de los instrumentos. A veces puedo entender los tonos graves de la conversación, pero no entiendo las palabras. Mis oídos son un muro a través del cual no puedo entablar ninguna conversación con los hombres”, le contó a su amigo violinista, Carl Ameda, según el libro de Yolanda Pinto, “Viviendo con Ludwig”.
Lejos de ser una molestia pasajera como esas que se sienten de repente, que asustan un poco por el dolor o la incomodidad y se van sin aviso, los oídos de Beethoven cada vez estaban peor. Cada día oía menos y eso lo fue enfureciendo más. Su problema, que intentó resolver por todos los medios, con todas las herramientas y tratamientos- muchos dolorosísimos- que le sugirieron los médicos, lo mantuvo en secreto mientras pudo: se expuso como un tipo ausente, huraño y obsesionado con su trabajo, un rasgo que no fue falso, pero que reforzó aún más a pesar de que en ocasiones anhelaba compañía. Beethoven no siempre fue un asocial: a su fama y a sus patrocinadores los cultivó desde muy joven deslizándose en medio de una aristocracia a la que él creía que pertenecía.
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Se quiso suicidar. Después de darse cuenta de que ningún tratamiento, ni ningún estilo de trompetilla o corneta, ni la cercanía a los músicos, ni mucho menos al piano servirían para que sus oídos funcionaran, entró en una depresión de la que salió por orgullo: a pesar de su sordera, su sueño de que lo compararan con Mozart no se había desgastado. Aun así, escribió su testamento a los 31 años y acusó a los que conoció de injustos. Pidió que se le leyera con compresión y que, además, sus peticiones se publicaran para que “el mundo se reconciliara con él”. Aunque murió a los 56 años ya sospechaba que tendría una vida solitaria y llena de dolencias.
Durante los ensayos de la Ópera Fidelio, en noviembre de 1814, Beethoven hizo que sus músicos ensayaran y ensayaran y ensayaran. No paraba ni mostraba intención de que se detuvieran pronto. Lo veían mover la batuta sin descanso y se dieron cuenta de que nada de lo que tocaban atravesaba sus oídos. No escuchaba. Motivados por un agotamiento desconocido que ya los acercaba al desespero, le escribieron una nota: “No continúe con esto, por favor”. La leyó, el color que tenía gracias al esfuerzo de sus brazos y la excitación por el momento se esfumó inmediatamente y salió del auditorio dando un portazo. Una de las tantas veces en las que dejó salir su cólera, la cara más visible de su temperamento. La otra era la de un tipo con sentido del humor y algo de nobleza, pero seguramente surgía en los pequeños momentos en los que olvidaba que se quedaría sordo o que ya lo estaba.
Era irascible. Sus brotes de furia salían sin aviso, así que los que lo rodeaban vivían con una especie de alerta continua, de miedo a la explosión repentina del maestro que, por genio, estaba convencido de poder lanzar sus frustraciones hacia el que estuviera en frente. Se sentía perseguido, así que se mudaba continuamente y el sol, el frío, el ruido, el silencio, la belleza o la fealdad lo desencajaban.
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Sus trabajos finales casi que son incomprensibles. Ya estaba sordo, así que el ensimismamiento fue radical: se encerró literalmente, pero también emocional e intelectualmente. No podía oír, pero el lenguaje musical estaba más que claro en su cabeza, así que se decidió a escribir lo que quería. Después de todo, ya había perdido mucho. Desechó las ambiciones por complacer y se dedicó a satisfacer su necesidad de gobernar las notas y las melodías que de su cabeza saldrían. Hoy siguen siendo composiciones insuperables y adelantadísimas a cualquier tiempo: nadie lo ha igualado. Hay una opinión en la que muchos coinciden: si Beethoven no hubiese quedado sordo, no habría sido Beethoven.