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La belleza escapista

Dirigida por Paolo Sorrentino y presentada en el Festival de Cine de Cartagena, que termina hoy, ‘La gran belleza’ es una mirada múltiple a un hombre que es muchos hombres y está en busca del misterio de la vida.

Juan David Torres Duarte
19 de marzo de 2014 - 02:17 a. m.
Una de las imágenes de la película ‘La gran belleza’, cuyo protagonista, interpretado por Toni Servillo, es un periodista que decide no tomarse nada en serio, ni la muerte. / Foto cortesía Ficci
Una de las imágenes de la película ‘La gran belleza’, cuyo protagonista, interpretado por Toni Servillo, es un periodista que decide no tomarse nada en serio, ni la muerte. / Foto cortesía Ficci

La gran belleza, dirigida por Paolo Sorrentino y protagonizada por Toni Servillo, italianos ambos, alude en su título al único adjetivo que puede describirla: bella. “Al cumplir 65 años, he aprendido una cosa: que no debo perder tiempo en cosas que no me gusta hacer”, dice Jep Gambardella, el individuo central del filme. ¿No es esta afirmación el testamento de un hombre que ve la muerte y le planta cara? ¿No existe en esa atemperada tempestad de la vida de Gambardella (con el pasado vuelto presente, con el pasado terco en el presente) uno de los modos de la belleza: la nostalgia y la riqueza de vivir?

Jep Gambardella es un periodista con cierto éxito; tiene dinero, mucho dinero, y está rodeado por una fama de sátiro y buen anfitrión. Escribió una novela hace ya mucho tiempo y su imagen inspira respeto por ese único libro. Viste siempre de traje, fuma siempre buenos cigarrillos, vive en un apartamento lujoso y cada tanto se permite la compañía de una mujer de paso. Y todo esto es, claro, la punta del iceberg, esa parte de la montaña que sobresale entre las nubes: Gambardella tiene un pasado que no es umbrío ni tétrico: es el pasado de cualquier individuo, lleno de amor, de soledad y también de mucha tristeza.

Por eso La gran belleza tiene tantas piezas que se muestran y tantas más que se esconden. La belleza inmensa que Gambardella busca, y que no encuentra a sus 65 años, y que siente perdida desde hace tiempos, está oculta, como suele estarlo la genuina belleza. Ve rescoldos de ella en esas calles que recorre con tranquilidad cada noche y día, y los ve en la monja que juega con tres niños en un jardín simétrico. Gambardella, a pesar de su existencia onerosa, reconoce el misterio de la vida y desea entenderlo, tocarlo con las palabras.

Tal vez esa habilidad de jugar en dos caminos opuestos sea el gran dilema de Gambardella. Aunque se lo ve sonriente, con el cigarrillo colgando de los labios, y aunque su humor no ceja ni siquiera ante una mujer pretenciosa, Gambardella está expuesto al peso agrio de la existencia: es dos personas, quizá tres, al mismo tiempo. Está el Gambardella que conoce el mundo del arte y que posee una sensibilidad fuera de lo común; está el Gambardella que prefiere el olor de una casa de viejos al olor de una vagina; está el Gambardella calculador que sabe de antemano que no llorará durante un funeral al que es invitado, pero al cargar el féretro quiebra su propia etiqueta y llora; está el Gambardella que dice que toda la vida es apenas un truco, pero el truco le parece inimaginable y, por inimaginable, atrayente; está el Gambardella que aunque tiene a numerosas mujeres a su orden en las noches, abandona el ruido de la fiesta para sentarse con su empleada doméstica y tomar una tisana. Los reflejos variopintos del periodista y escritor le otorgan un matiz profundo, expandido: Gambardella es la belleza misma, inasible, lejana, imposible de conjugar en palabras.

Quizá por ello ha dejado de escribir, porque ya en la escritura no encuentra aquella belleza. La ha perdido en varias ocasiones: cuando, a los 18 años, conoció el cuerpo de una mujer; cuando, cincuenta años después, supo que aquella mujer había muerto. No hay en ello ningún matiz cómico, aunque sería mejor seguir el consejo del propio Gambardella: no hay que tomarse nada en serio, ni siquiera la muerte. Él es aquel que ha cruzado muchos caminos, que desde los 26 años, en Roma, entró a la mundanidad con la certeza de que la vida valía más que eso, que perdería y que ganaría, y a pesar de ello, de ese fracaso consumado antes de tiempo, sigue en pie con felicidad, con la sincera sensación de que vivir es parte de un truco, de una ilusión.

Todo eso lo logran Sorrentino y Servillo con un escenario bien cuidado, en parte onírico y en parte sagrado, que se apoya en la música y en una serie de referencias artísticas (Gambardella responde “C’est moi”, “soy yo”, cuando lo llaman por su nombre, del mismo modo en que Flaubert decía “Madame Bovary c’est moi”) que convierten todo el filme en una obra de arte. Son cuadros, breves cuadros que se deshacen en la luz y en los movimientos: el momento en que Gambardella asiste a un palacio en la noche, y también cuando está acostado en su cama mirando hacia el techo y en realidad mira el mar. Y de fondo está Roma de colores ocres y viejos, de luces y locura.

Gambardella busca su Ítaca. Pero en Ítaca no habrá nada, dice Cavafis. A Ítaca habrá que agradecerle el camino hacia ella. Gambardella, con una sonrisa, prefiere no tomárselo en serio.

 

jtorres@elespectador.com

@aquiyahora

Por Juan David Torres Duarte

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