El Magazín Cultural

Bendito cáncer de pulmón (Cuento)

Mamá me llama y dice que papá está peor. Mucha gente se enferma de cáncer de pulmón, casi todas las personas que conozco fuman y si no fuman entonces son amigos de un fumador que les tira todo el humo encima. Yo también voy a morir de cáncer de pulmón, lo sé, aunque yo no fumo, pero papá sí y mi novio también.

Maria Fernanda Cardona Vásquez mafecardona92@gmail.com
22 de marzo de 2018 - 01:51 a. m.
Cortesía
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Me gusta ver a mi novio fumar, a veces me le hago al lado de tal manera que yo reciba la mayor parte del humo. Papá se fumaba dos cajetillas diarias, es decir, 40 cigarrillos. Yo lo recuerdo en su estudio, leyendo, escribiendo y siempre fumando Derby. Yo quiero a papá. Papá me compraba helado cuando terminaba un libro, y fue papá quien durmió conmigo la semana que estuve asustada por culpa de Drácula. Durmió conmigo incluso cuando la novia le dijo que la cama se compartía con la mujer, no con la hija.

Yo a la novia de papá no la quiero, ella dejó a mamá sin esposo, pero luego se lo devolvió, cuando comenzó el cáncer de pulmón. ¡Bendito cáncer de pulmón!, pensé cuando mamá me dijo que papá había vuelto a la casa. Papá se fue cuando yo tenía 10, volvió cuando tenía 19 y no demora en irse del todo. Ahora tengo 22 y mamá dice que papá pronto va a colgar los guayos. A veces quiero hablar con papá, pero él no quiere hablar conmigo, insiste en que vaya a verlo, pero no voy a ir.

—Los enfermos son tan egoístas que no les importa que los recordemos pálidos, con los ojos lagañosos y conectados a una máquina, sin poder hablar ni respirar bien, son egoístas porque se van a morir, le digo a mamá.

­­—¡Eres una desagradecida!, me responde mamá antes de tirarme el teléfono.

Suelto mi celular y mi novio me abraza. Se llama Andrés, mide 1.70, es flaco, ojeroso y su cabello llega a los hombros. Lo conocí hace un año en una discoteca de Chapinero en la que estaba con dos amigas de la universidad. Las tres bailábamos alrededor de una mesa al son de un regaetón. Un chico se acercó y sin preguntarle cómo se llamaba, le di la espalda para que me agarrara la cintura. Él puso su boca en mi cuello y yo, a medida que sentía que su respiración se hacía más sufrida, bailaba más lento, incitándolo.

No se escuchaba nada de lo que decíamos, a duras penas supe que se llamaba Andrés. Así que no hablamos, nos dedicamos a bailar, cantar y tomar aguardiente. Yo ya estaba borracha y él se ofreció a llevarme a mi casa y yo le dije que no, que quería ir a la de él. Fue cuestión de segundos: llegamos a su apartamento, lo miré y me le fui encima. Tiramos. Hasta que tenía novio se me olvidó esa noche. Amanecimos juntos, abrazados, felices. Andrés me llevó el desayuno a la cama y hablamos mucho. Supe que también es de Manizales, que tenía 24 años y que es músico.

¡Bendito cáncer de pulmón que hizo que papá volviera con mamá! Pobre mamá. Mamá se embarazó de mí a los 16 y a papá le tocó casarse con ella. Compraron una casa, adoptaron un perro, me metieron a un colegio. Papá trabajaba y mamá limpiaba la casa. Papá se fue, mamá lloró, yo lloré, papá no lloró. Papá compró un apartamento, papá siguió trabajando, la novia dejó de trabajar. Papá y la novia adoptaron un gato y tuvieron una hija. Papá enfermó, papá volvió a casa, mamá rio, papá lloró. Yo no lloré, yo bendije el cáncer de pulmón.

La otra hija de papá sí lo ha visitado, se llama Valentina y tiene 6 años. Mamá me contó que el otro día Valentina le preguntó por qué papá estaba con ella y no con su mamá. Mamá no supo que decirle. La niña se puso a llorar y dijo que quería a papá. La mamá se enfureció porque Valentina lloraba y le dijo que nunca más vería a papá, pero que le consignaran la mensualidad, que papá estaba atrasado. Al otro día mamá le consignó. Mamá maldice el cáncer de pulmón. ¿Será que lo maldice de verdad? Mamá siempre quiso que papá volviera con ella, no se debería quejar.

La mujer por la que papá dejó a mamá se llama Marcela, como yo, era mi profesora de inglés del colegio y tampoco sabía hacer sancocho. Papá tenía 28 años cuando la conoció y 30 cuando se fue con ella. El día que papá se fue, yo estaba en mi cuarto viendo El fantasma escritor; él entró con dos maletas y me dijo que se iba a vivir a otra casa pero que siempre sería mi papá. Yo no lo miré, él se fue. Se acabó el programa y fui donde mamá. Estaba en la cocina, haciendo la cena y escuchando las noticias en la radio. Esa noche, desde mi cuarto, la escuché llorar.

Andrés deja de abrazarme y prende un cigarrillo.

—Vamos a Manizales, yo tengo que visitar a mis papás y aprovechas para ver a los tuyos, me dice suplicante Andrés.

Le paso la lengua por los labios y le digo que mejor vamos a divertirnos, pero Andrés no quiere tirar conmigo, se siente mal por papá.

—Ni lo conoces, le digo.

No me responde.

Voy a un estante con libros, saco una compilación de cuentos de Oscar Wilde que papá me regaló cuando tenía 9 y comienzo a leer El príncipe feliz.

Cada que papá me regalaba un libro y yo lo leía, le hacía una presentación en medio pliego de cartulina con muñecos que yo misma dibujaba, y como recompensa él me compraba un helado. Por eso era una niñita gorda que no tenía amigos. Pero yo no necesitaba amigos porque tenía a papá. Cuando mamá y papá estaban juntos hacíamos cosas divertidas. Un día papá dijo que fuéramos a acampar y me compró un sleeping, una pijama térmica y un paquete de masmelos. Yo tenía 7 años y estaba feliz. Llegamos al Valle del Cocora y armamos la carpa. Mamá se sentó en un pedazo de tronco que hacía de silla y prendió un cigarrillo. Papá y yo organizamos todo. Por la noche, al lado de la fogata que hizo papá, quemamos mis masmelos. Un año después papá nos dejó.

—Linda, hoy te voy a hacer sancocho, me dice Andrés.

Me rio.

—Mi abuela siempre hacía sancocho cuando algo malo pasaba, te juro que funciona, ¿no quieres?

—Sí quiero... es chistosa tu obsesión con el sancocho, le respondo.

—En Manizales iba cada 8 días a la casa de una amiga a comer sancocho de espinazo. Me encanta el sancocho los domingos.

—Pero yo quiero de gallina.

—Está bien, de gallina será, voy al supermercado.

A papá también le gusta el sancocho, pero mamá nunca lo hacía en casa. A mamá le gustaba estar flaca, así que no cocinaba algo que tuviera muchas harinas. Es un cóctel de almidón, decía mamá cuando papá y yo pedíamos sancocho en algún restaurante. Pero papá se fue y mamá se dedicó a aprender a hacerlo. Al principio no le quedaba muy rico, era un sancocho o muy espeso o muy aguado o muy salado o muy simple. Pero mamá siguió intentándolo hasta que lo logró. Sin embargo, papá solo lo probó cuando volvió a casa. ¡Bendito cáncer de pulmón!

Andrés está en la cocina. Vivimos juntos hace 6 meses y los domingos siempre hace sancocho. La semana pasada le dije que no quería más de eso, pero con papá enfermo y la abuela que hace sancocho para alejar lo malo se salió con la suya. Por lo menos hoy es de gallina, siempre es de espinazo. Mientras Andrés se dedica a cocinar leo el Fantasma de Canterville.

La primera vez que leí el Fantasma de Canterville tenía 10 años. Me gustó tanto que no hice la presentación en cartulina como siempre sino en una libreta de dibujo. Usé todas las hojas de la libreta y todos los colores que tenía. El resultado le gustó tanto a papá que me llevó al Parque de Café y me dijo que estaba orgulloso de mí. Pero cuando nos dejó unos meses después pensé que papá me había mentido y que el libro no le había gustado tanto como me dijo. Nunca más le volví a dibujar algo.

Cuando termino de leer el cuento, el sancocho ya está listo. Con unas cucharadas me comienzo a sentir mejor. La abuela de Andrés tiene razón: el sancocho tiene efectos curativos.

Mamá vuelve a llamar.  

—¿Por qué lloras?, le pregunto.

—Tu pa-pá se aca-ba de mo-rir, dice.

No puedo terminar el sancocho.

Por Maria Fernanda Cardona Vásquez mafecardona92@gmail.com

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