El Magazín Cultural

Billie Holiday: El ángel de Harlem

En abril 7 de 2020, Billie Holiday habría cumplido 105 años. La recordamos hoy con un artículo acerca de Lady Sings the Blues, el libro que dejó escrito para contar su vida, editado en español por el Grupo Planeta, por medio de su sello MaxiTusquets.

Santiago Díaz Benavides - @santiescritor
07 de abril de 2020 - 11:27 p. m.
Billie Holiday nació en Filadelfia, Pensilvania, el 7 de abril de 1915. / Archivo particular
Billie Holiday nació en Filadelfia, Pensilvania, el 7 de abril de 1915. / Archivo particular

 

Eleonora Fagan Gough nació en Filadelfia en 1915. Hija de Clarence Holiday, descendiente de inmigrantes irlandeses, y de Sadie Fagan, fue criada en un barrio pobre de Baltimore. Su madre tenía apenas 13 años cuando la dio a luz. Su padre rondaba los 15. Él tocaba el bajo en la orquesta de Fletcher Henderson (famoso por haber sido uno de los impulsores de la denominada big band en la época dorada del Swing) y no tenía mucho contacto con su familia. Esto hizo que la pequeña Eleonora creciera únicamente a la sombra de su madre, y esto es ya decir mucho, pues la mayoría del tiempo Sadie debía trabajar como criada en alguna casa y la niña tenía que quedarse sola. Lo único bueno que logró sacarle a su padre en aquellos años fue el gusto por la música que, tiempo después, sería clave para el desarrollo de su carrera como cantante.

Cuando tenía 10 años, la pequeña fue enviada a una escuela católica, más parecida a un convento que a otra cosa, luego de haber sido víctima de violación por parte de un hombre en estado de ebriedad. Si bien la niña se había visto obligada a trabajar como prostituta en una casa de mujeres asistida por Alice Dean, que se encontraba en la esquina de la misma calle en la que vivía, con el ánimo de ayudar a su madre en la manutención del hogar, esto no tenía que haber sido una razón para que un hombre se aprovechara de ella como lo hizo. “Aunque fueras una prostituta, no te gustaría que te violaran. Una puta puede echarse mil quinientos polvos por día, pero no le gusta que nadie la viole. Es lo peor que puede ocurrirle a una mujer. Y a mí me estaba ocurriendo a los diez años”. Lo cierto es que la niña comenzó a frecuentar el sitio, y el oficio, más por la música que por una necesidad económica en concreto. “En esos tiempos, una victrola era algo importante y en las cercanías no había ningún salón que la tuviera, excepto el de Alice. Pasé horas maravillosas allí, escuchando a Pops [Louis Armstrong] y a Bessie. Recuerdo la grabación de Pops de West End Blues y cómo me ponía. Fue la primera vez que escuché a alguien cantar sin palabras (…) A veces, el disco me ponía tan triste que me deshacía en un mar de lágrimas. Otras veces, el mismo condenado disco me hacía tan feliz que olvidaba cuánto dinero, duramente gastado, me estaba costando la sesión en la sala de estar (…) a mamá no le gustaba que su hija perdiera el tiempo en la casa de putas de la esquina (…) cuando descubrió que usaba el dinero en el alquiler del salón de Alice para escuchar jazz en la victrola, también estuvo a punto de darle un ataque”.

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Después de unos años en aquella institución católica, habiendo salido bien librada, incluso, de una matrona lesbiana que quería aprovecharse de ella también, fue enviada a vivir con su prima Ida y su marido. Allí, en una pequeña casa ubicada al norte de Baltimore, vivían, además, los abuelos y sus primos Henry y Elsie. La pequeña no veía la hora de que todo acabara y en cuanto Ida falleció no dudó en ir a buscar a su madre en Nueva York. Una vez allí, puesto que Sadie no podía costear el cuidado de ambas en la ciudad, se vio en la necesidad de pedirle a alguien que cuidara a su hija y le ofreciera trabajo al mismo tiempo. “La vivienda que me encontró era nada menos que una lujosa casa en la Calle 141 de Harlem. Un lugar donde se pagaban alquileres altos. Mamá consiguió hospedarme en una habitación de un hermoso apartamento, cuya dueña era la señora Florence Williams. No en vano yo había vaciado palanganas, echado jabón Lifebuoy y lavado toallas en casa de Alice Dean, en Baltimore. Comprendí lo que se cocinaba allí, pero mamá no. Pagó mi renta por adelantado y con la cara más seria del mundo pidió a la elegantemente vestida Florence Williams que cuidara a su hija. Florence regentaba, naturalmente, uno de los burdeles más importantes de Harlem”. La jovencita, una vez más, tuvo que acudir a la prostitución para mantenerse a sí misma. Mientras hiciera lo que le dijeran, todo andaba bien, pero ella no era precisamente una persona dispuesta a mantener la boca cerrada, y mucho menos en momentos en los que consideraba que la estaban pisoteando. “No es extraño que temiera al sexo. Y no es extraño que hiciera lo que hice cuando se presentó un negro que respondía al nombre de Big Blue Rainier. Iba con Bub Hewlett, que en aquella época controlaba Harlem. Ahora los dos están muertos, pero en aquel entonces eran peces gordos. Fui a parar a la cárcel por mi negativa a acostarme con Blue. Traté de decirle que no era nada personal pero que nunca más me acostaría con un negro, sencillamente”. 

Tras haber pasado un tiempo considerable en burdeles, cárceles de menores y hospitales, completamente cansada de los abusos, la joven decidió que era momento de buscarse la vida haciendo algo distinto. Siempre había querido ser bailarina y, realmente, disfrutaba el sonido de la música. Intentó probarse en un modesto club nocturno, pero no le vieron nada de talento. Le pidieron que cantara, entonces. Y lo hizo. Entre 1930 y 1932, adoptando el nombre de Billie Holiday, la joven artista se hizo de una reputación envidiable en distintos bares y clubes. Si bien se presentaba de manera informal, pronto atraería la atención de las productoras. Fue así como en 1932 John Hammond la descubrió y le ofreció la posibilidad de grabar su primer disco (Your Mother’s Son-In-Law) junto a Benny Goodman.

Las primeras grabaciones de Billie Holiday aparecerían bajo el sello Columbia, luego con Brunswick, entre 1933 y 1935. Durante esos años, la artista tocaría y mantendría buenas relaciones con varios de los grandes nombres del jazz (Louis Armstrong, Duke Ellington, Count Basie, Charlie Parker, Hazel Scott, Judy Garland, Lester Young y Artie Shaw) y, poco a poco, iría haciéndose un lugar en el medio. Sus presentaciones en el teatro Apollo, el Café Society y los números clubes de Manhattan, le permitirían lograr sus primeros éxitos. Si bien no era una de las voces más aclamadas del momento, no había duda de que la suya era una voz distinta. “Siempre pensé que ese era el mejor cumplido que podían hacerme. Antes de que nadie pudiera compararme con otros cantantes, comparaban a otros conmigo”.

Hacia 1940, el nombre de Billie Holiday era ya reconocido en distintas partes de Estados Unidos y sus admiradores se extendían, incluso, a varias ciudades de Europa y Asia. Grandes canciones surgirían por esos días y gozaría de una popularidad envidiable para cualquier mujer afro. Llegó a ser algo así como una Sex Symbol de su época. Muchos no saben, por ejemplo, que fue novia de Orson Welles al mismo tiempo que este trabajaba en su obra maestra: Ciudadano Kane. La fama arrasaría con todo en la vida de Holiday, pero también los problemas. Si bien había tenido contacto con las drogas desde los 12 años, no fue sino hasta finales de los años 30 cuando la artista comenzaría a hacerse adicta a la heroína. Esta sería la razón de muchas de sus caídas a lo largo de los años venideros. Lo que habría podido ser una carrera más que exitosa, terminó por convertirse lentamente en un agujero negro. Su vida personal fue siempre muy turbulenta y la suya era una ingenuidad sin límites. Frecuentemente, terminaba rodeada de las personas equivocadas. “Los problemas son algo que he aprendido a oler. Y los olí con toda certeza aquella noche de mayo de 1947 cuando terminamos la actuación en el Earle Theater de Filadelfia. Hacía casi un año que había salido curada del sanatorio privado neoyorquino… y desde entonces me seguían los pasos desde Nueva York hasta Hollywood, ida y vuelta (…) Si van a detenerte, siempre tratan de esperar a que hayan terminado las presentaciones. Si arrestan a alguien en mitad de la semana, a los propietarios de los clubs y teatros puede darles un patatús: se quejan de que eso da mala fama a su local y cosas por el estilo. Los policías suelen ser muy considerados con sus sentimientos. Pero en cuanto termina la actuación, estás en la calle y se acabaron las contemplaciones”.

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Tras salir de prisión, Holiday comprendió que las cosas no volverían a ser como antes. Se le había negado la posibilidad de cantar en sitios donde se vendieran bebidas alcohólicas, es decir, cualquier club en la ciudad de Nueva York. Sin mucho que hacer y ni un centavo en el bolsillo, decidió que no podía quedarse con los brazos cruzados y continuó grabando algunos temas para los sellos Decca y Verve. Fue así como la vida decidió sonreírle una vez más y logró recorrer Europa, con gran éxito, entre 1954 y 1956, año en el que publica sus memorias bajo el título de Lady Sings the Blues, junto a William F. Dufty. Un año después se llevaría a cabo la que sería su última gran aparición, en el especial de televisión The Sound of Jazz, producido por la CBS. Allí, junto a Ben Webster, Lester Young, Vic Dickenson, Gerry Mulligan y Coleman Hawkins, deleitarían al público asistente con la que sería una de las interpretaciones más relevantes en la historia del jazz.

En 1958 apareció Lady in Satin, su último disco, y una vez más, Billie Holiday, casada por esos días con Louis Mckay (su segundo esposo) sería arrestada por posesión de narcóticos. En mayo de 1959 sería internada en un hospital a causa de un dolor en el hígado. Días después se confirmaría que presentaba, además, arritmia cardiaca. El 17 de julio, en medio del arresto domiciliario que cumplía, Holiday falleció por una cirrosis hepática. Tenía 44 años. Fue enterrada en el cementerio Saint Raymond, en el Bronx de Nueva York.

Leyendo sus memorias, cuya adaptación cinematográfica deja, en mi concepto, mucho de lado y no impacta de la misma forma que el libro, asistiendo a su versión de los hechos, escuchándola hablar acerca de sus sueños y logros, así como de las malas decisiones que tomó a lo largo de su vida, uno puede hacerse una idea más precisa de la manera en que esta mujer salida de la nada terminó por convertirse en una de las artistas más importantes de la historia del jazz moderno. Sus interpretaciones cambiaron el rumbo del género, sin duda. Nunca cantó algo que no sintiera en realidad y allí estuvo la clave de su talento. Dueña de una tenacidad admirable, pero víctima de la ingenuidad excesiva, Holiday logró cultivar un estilo intenso, dramático, repleto del lirismo más puro. A bordo de este libro solo puedo pensar en una cosa: Dios bendiga a la niña del jazz. Dios bendiga a la mujer que decidió internarse un día en un prostíbulo para escuchar música y hacerla suya. ¿Qué habría pasado si nunca hubiese tomado aquella decisión? Seguramente, se habría librado de mucho, pero es seguro, también, que jamás habríamos dado nosotros con su tremendo legado.

En este año 2020, Billie Holiday habría llegado a la edad de 105 años. ¿Qué canción habría escrito para contarlo? ¿Cómo lo habría festejado? Es imposible no recordarla y evitar escuchar sus grandes temas. Mi favorito de siempre es Gloomy Sunday. Ojalá que el tiempo que nos queda nos baste para seguir explorando su obra, entendiendo las dimensiones de sus letras y la relevancia de su voz en una época poco dispuesta a escuchar. Ojalá que, y lo ansío realmente, al ángel de Harlem, como la llamó la banda U2 en una canción que escribieron en su honor hacia 1988, le queden muchos siglos por delante para saberse, aún ausente, más presente que nunca.

Por Santiago Díaz Benavides - @santiescritor

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