El Magazín Cultural

Bobo no (Cuentos de sábado en la tarde)

Javier solo sabía escribir su nombre, al revés siempre: la jota en forma de ele y así el resto. Todo hacia atrás, como si mirara el mundo a través de un espejo.

Luis Mallarino
25 de abril de 2020 - 07:22 p. m.
Cortesía
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Cuando no teníamos ganas de correr, Olga buscaba un lápiz y Javier hacía lo único que sabía hacer con un lápiz. Los demás mirábamos, éramos niños; tan niños que aún no entendíamos por qué Javier tenía cuerpo de papá si corría como uno de nosotros y hablaba como un bebé. Se le entendían tres o cuatro palabras. Pronunciaba muchísimas más, una amplia gama en un idioma lejano. 

Yo pensaba por aquellos días que quizá en otro planeta existía un barrio donde hablaban el mismo idioma de Javier y escribían al revés. Pensaba también que yo había nacido para cantar y que Javier había nacido para pintar las letras de las ambulancias. 

Javier vivía a dos casas de la mía y tenía por costumbre no lavarse los dientes ni las manos. Usaba pantalones desteñidos, zapatos rotos y camisas llenas de cloro y tristeza. Era como un niño grande y pobre. Todos éramos pobres, realmente, pero a él se le notaba más, quizá por su tamaño. Un pantalón desteñido de Javier equivalía a diez pantalones de nosotros. 

Si está interesado en leer otro relato de esta serie, ingrese aca: Héroe (Cuentos de sábado en la tarde)

A primera vista parecía un señor, pero no jugaba dominó ni hablaba de política o de fútbol. Tampoco era bien recibido entre los grandulones que invadían la calle como bueyes. No tenía esposa, Javier. Tenía en cambio un teléfono de plástico, una radio oxidada y un carrito con tres llantas. Y solo jugaba con nosotros, con los más pequeños de la calle. 

Era la calle 19. Allí me enamoré en vano más de diez veces; corrí detrás de mil balones desinflados; besé a la mayoría de mis vecinas; caí de bruces y de espalda, de dientes, de nariz, de codo; me torcí el brazo en un par de ocasiones; caí con todo y bicicleta (adiós, rodilla); casi se me encienden las pestañas por mezclar saliva y fuego. Tuve un enemigo peligroso; fui testigo de la vez que Loly Luz se fue a los golpes con la Cintia. Yo vivía cantando encima de los árboles como un verdadero pajarraco enorme. 

Cuando Javier estaba cerca y me escuchaba cantar, bailaba y reía con sus dientes horrendos (los dientes más feos que yo había visto). A veces se animaba a tararear la última sílaba de cada verso y cerraba los ojos como si entendiera.

Cuando sí teníamos ganas de correr, le gritábamos «loco». Éramos muchos. Él entonces nos perseguía infatigable en son de juego y nosotros corríamos despavoridos como si de eso dependiera la vida. Si alguien le gritaba «bobo» se molestaba y no corría. Se apresuraba a responder en su idioma, «obo no, espete», y se acababa el juego. Una sola vez me atrapó. 

Me levantó por los aires, me abrazó y me obligó a pedir disculpas («tú no eres nada loco, Javier»). Solo entonces pude poner los pies en tierra. Un poco tarde, porque ese abrazo —el abrazo de un loco— se me quedó en el cuerpo de por vida. 

Si desea leer otro texto de esta serie, ingrese acá: Roto y sin remedio (Cuentos de sábado en la tarde)

***

Cuando jugábamos a las escondidas me gustaba esconderme con Olga, así podía sentir su piel cerquita, su respiración, sus ojos negros. El jardín de la casa roja era el escondite perfecto. Allí cabíamos todos los niños de la calle.

La casa roja quedaba en una esquina. Tenía un pequeño muro de concreto fácil de saltar y, por dentro, toda clase de arbustos, flores y árboles; desde inocentes agapantos hasta bastos almendros y mangos. Estar dentro del jardín aseguraba la libertad, la paz y la belleza. Quien buscaba no se atrevía a entrar porque de cualquier arbusto podía salir alguien gritando «libertad; libertad para todos». Quien buscaba estaba obligado a descifrar entre las sombras quién era quién y a describir con certeza el árbol que escondía al supuesto atrapado: «un dos tres por Vanessa, detrás de las flores amarillas». Y Vanessa feliz sobre el almendro.

Olga vivía justo al lado de mi casa. Era flaca como un trapero. Sus cabellos parecían espantados y era buena jugando a los karatecas. Una vez me sacó sangre, pero no fue su culpa. La hebilla de sus sandalias me hirió una pierna.

Cuando nos escondíamos no parecía tan ruda como cuando hacía de karateca. Se le ponían los ojos grandotes del susto. No quería que la atraparan de primera. Nadie quería que lo atraparan de primero porque si nadie daba libertad, tocaba buscar. Y buscar a veinte niños de la calle 19 en aquel entonces era una tarea absurda, imposible y triste; los únicos felices eran los escondidos. 

El día que a Javier le tocó buscar, el juego se volvió un carnaval de risas y sustos. Javier debía contar hasta cien, como todos, pero en su idioma no sabíamos si el cien estaba más cerca o más lejos. En el idioma de Javier todos los números parecían el mismo. El resultado: cabezas estrelladas, cuerpos arrastrados, piernas cojas, corazones a punto del infarto. 

En medio del alboroto Olga y yo quedamos demasiado cerca. Tan cerca que nuestros labios se rozaron detrás de unos abetos. 

Sin pronunciar palabra se separó asustada, tapó mi boca con su mano y me miró con sus ojos grandes. Nunca más hablamos del tema, pero ese beso —el beso de una niña asustada— se me quedó en la boca de por vida. 

***

Hoy volví a la calle 19 después de veinte años. La casa roja ahora es verde, pero no tiene más verde que el de sus paredes. Los nuevos dueños han construido una reja inquebrantable y ya no hay forma de esconderse allá dentro. 

De Olga no hay rastro. 

Se fue niña del barrio; un día desperté y ya no estaba. Supe después que se había ido embarazada a vivir con un gordo que bien podía ser su padre. La que era su casa es ahora una tienda de abarrotes abandonada.  

Me pregunto si Olga aún sentirá miedo. Si se le pondrán los ojos grandes con el susto. Si se acordará de la vez de nuestros labios… 

Javier, en cambio, está intacto (parece lo único intacto de la calle). Ahora llega y me saluda con una sonrisa cálida. 

Me gustaría decirle que no volví a cantar más nunca, que ya no río ni me enamoro. Que no corro veloz tras balones de humo, que hace rato no se me queda nada en el cuerpo de por vida. Me gustaría también decirle que escribo, que hago el intento; que verlo escribir su nombre al revés me marcó para siempre. Decirle que muchas veces quisiera esconderme en el jardín de la casa roja y no salir más nunca. Decirle… pero, por la forma en que me mira, pareciera que está al tanto de todo y que no hace falta que le diga nada.

Yo creo que él piensa que me he vuelto un poco bobo.

Por Luis Mallarino

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