El Magazín Cultural

Britten, Santa Cecilia, y una oda a la confusión

Reseña sobre la presentación de la Sociedad Coral Santa Cecilia ofrecida en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango en el marco de Temporada Nacional de Conciertos del Banco de la República.

Luis Fernando Valencia*
24 de diciembre de 2017 - 07:18 p. m.
La Sociedad Coral Santa Cecilia, bajo la dirección de Barbara De Martiis, tuvo el acompañamiento del organista Keyner Ramírez y la aparición de algunos miembros del coro de voces blancas Schola Cantorum.  / Gabriel Rojas © Banco de la República
La Sociedad Coral Santa Cecilia, bajo la dirección de Barbara De Martiis, tuvo el acompañamiento del organista Keyner Ramírez y la aparición de algunos miembros del coro de voces blancas Schola Cantorum. / Gabriel Rojas © Banco de la República

En ocasiones, el ejercicio de hacer la reseña de un concierto parece transcurrir sin mayores contratiempos. Las sensaciones durante el concierto son de una claridad tal, que el recuerdo posterior ―traído conscientemente a la memoria a través de la imaginación en reversa, o a través, por ejemplo, de una rápida ‘ojeada’ a los apuntes respectivos― se cristaliza rápidamente en palabras que traducen, sin aparente esfuerzo, apartes de una experiencia que parece no brindar espacio a la duda. “Ocurrió así”, sin más, como el título de algún reportaje pseudo-investigativo de televisión. Otras veces, sin embargo, la experiencia de un concierto se torna peculiarmente contradictoria y fragmentada; más parecida, quizás, al desordenado pastiche que ―sin mediar la razón orientadora de nuestro intelecto― conforman los estímulos externos percibidos por los sentidos.

Allí, en esa confusión, emerge de repente, con claridad cristalina, la complejidad fenomenológica de nuestra existencia en todo su esplendor. El reportero musical advierte con algo de terror su propia inestabilidad cognitiva y emocional. Advierte, es decir, el rol prominente que la plasticidad de su condición existencial flotante tiene en la reconstrucción de los hechos. No se trata tan sólo de la tradicional aceptación de subjetividad que habita los ejercicios hermenéuticos. Es más catastrófico, o a lo mejor más trivial. Es el reconocimiento de que todo recuento es una ficción, derivada de la neurosis cerebral organizativa. “¿Que cómo estuvo el concierto?”. No se sabe, pero así lo recuerdo, organizadito.

Me vienen a la mente estas reflexiones, a propósito de la tarea de escribir la reseña del concierto ofrecido por la Sociedad Coral Santa Cecilia, en la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. En esta ocasión, experiencias, recuerdos, y apuntes parecieron alinearse de manera particular. Uncanny, como dicen los gringos. En un esfuerzo por traducir parcialmente el alemán y muy Freudiano término Unheimlich, que quiere decir algo como extrañamente familiar, o familiar, pero enrarecido. Como es familiar, o mejor dicho esperable y quizás hasta obvio, que una experiencia y sus recuerdos ―en ocasiones simbólicamente condensados en trazos escritos― se alineen. No porque coincidan, sino porque buscamos hacerlos coincidir. Pero es que mis apuntes de ese día parecieron fluir, a propósito de Freud, del mismísimo inconsciente. Si bien mi caligrafía siempre ha sido un desastre, mis notas de ese día reflejaban un particular desorden. O a lo mejor más bien un orden surreal, huella visible de una experiencia fragmentada, cambiante, inconstante, irracional. Mis notas revelaban confusión, probablemente alimentada por mi estado emocional de aquella noche; por las expectativas de ir a escuchar a esta justificadamente afamada agrupación coral; quizás por el cansancio; por la calma o la ansiedad; por los sueños; por la posición de los astros. ¡Qué se yo!

Leo mis apuntes. Buscan afanadamente atrapar algo de la esquiva experiencia. Parecen sufrir en el intento. Frente a la aparente estabilidad estética y estilística de un programa de concierto que ofrecía solo obras del repertorio coral sacro del compositor inglés Benjamin Britten, y cuyo eje central era la pieza Hymn to St. Cecilia, mis apuntes expresaban, en cambio, notables contrastes. Advertían, en principio, la admirable osadía de abordar el repertorio que generosamente nos ofrecían esa noche la versión camerística del coro Santa Cecilia, bajo la dirección de Barbara De Martiis, el acompañamiento del organista Keyner Ramírez, y la aparición eventual y muy afortunada de algunos miembros del coro de voces blancas Schola Cantorum, también dirigido por De Martiis.

A propósito del programa, advertían mis notas sobre la dificultad y el reto, no solo puramente musical, sino sobretodo escénico y experiencial, que suponía el repertorio escogido. Leía en mis apuntes sobre la rareza de la configuración escénica, con una mayoría del coro apilada sobre las gradas, y un apéndice desordenado de voces femeninas invadiendo el espacio del órgano, a un costado del escenario. Leía sobre la satisfacción que producían las partes homorrítmicas, ora en dolce piano, ora en magnánimo forte. Cómo me producían desconcierto, en cambio, ciertos fugatos, que por momentos parecían descuidar el texto y ligeramente el fraseo.

Me preguntaba sobre los solistas escogidos, cuyas intervenciones no terminaban de transmitir solidez y naturalidad. También sobre el protocolo, por momentos excesivo; sobre la falta de interacción con el público; sobre el hermoso color logrado en varios apartes, destacándose en particular el de Rejoice in the Lamb. Notaba, con algo de vergüenza, el dibujo de un cursi corazón, que reaccionaba a la aparición de las voces blancas en Deus in audiutorium meum. Me parecía molestar la mezcla acústica que generaban los colores estridentes del órgano, indicados juiciosamente por Britten. Admiraba los unísonos. Y me preguntaba, en alguna distracción momentánea, qué estarían pensando dos mujeres que, a mi lado, y en francés, parecían admirar la sala mientras levantaban la mirada. ¿Cuáles habrían sido sus apuntes, cómo sus reseñas?

Me disculpará el lector la osadía de esta especie de meta-reseña. Ante la epifanía del desorden simbólico de mis apuntes, me urgió la necesidad de comentar sobre la naturaleza, a menudo frenética y desordenada, de la experiencia de un concierto. Una experiencia que desafía, desde lo drástico, aquel idealismo de los análisis estructuralistas de la música; los que, en su versión más extrema, entienden la interpretación musical como un culto a las formas sonoras. En este caso, la sofisticada narrativa del noble programa contrastó con la agreste geografía conceptual y emocional representada burdamente en una pequeña libreta de apuntes.

* PhD en Musicología, Profesor Pontificia Universidad Javeriana.

 

Por Luis Fernando Valencia*

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