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Cántelvi (Cuentos de sábado en la tarde)

Después de una madrugada de fríos sudores, desperté con un cadáver en mi cama. De un color azul pálido, decrépito, imperturbable. Ciertamente no me asusté, el muerto no me era desconocido del todo. Lo miré y me froté los ojos, a lo mejor no había terminado de despertar. Me paré, estiré el cuerpo y miré de nuevo, pero ahí seguía. Creí que podría ser una pesadilla, pero era tan real como yo.

Juan Sebastián Padilla Suárez
06 de marzo de 2021 - 06:00 p. m.
La recurrencia del tiempo simula una repetición de todas mis obligaciones: despertar, desayunar mirando la hora, salir, correr para no llegar tarde, sentarme en la oficina, saludar, ordenar papeles, maldecir, sonreír, volver a maldecir; durar sentado nueve horas, salvo las contadas veces que puedo pararme; apagar la luz, cerrar la oficina, llegar a la casa a dormir. Así por días, por años.
La recurrencia del tiempo simula una repetición de todas mis obligaciones: despertar, desayunar mirando la hora, salir, correr para no llegar tarde, sentarme en la oficina, saludar, ordenar papeles, maldecir, sonreír, volver a maldecir; durar sentado nueve horas, salvo las contadas veces que puedo pararme; apagar la luz, cerrar la oficina, llegar a la casa a dormir. Así por días, por años.
Foto: Pixabay

El muerto estaba allí. No podía quedarme más tiempo mirándolo, tenía que estar en la oficina a las siete de la mañana. Cinco minutos de retraso bastaban para ser despedido y reemplazado por el portero de la compañía. Me paré de la cama, corrí las cortinas y abrí las ventanas. Me bañé. Luego me senté a desayunar mientras miraba el reloj, indiferente y severo. Desde el comedor, volteando un poco la cabeza, alcanzaba a ver el muerto. Ahí seguía, tranquilo. Terminé y cerré las ventanas. Me paré al lado de la cama, lo miré, lo miré más de cerca y pensé qué hacer. ¿Dar aviso a la policía? No. Llamarla implicaba esperar, y no tenía tiempo. Además, sería una situación inquisidora: cómo sucedió, a qué hora, qué relación tenía con la víctima (sospecharían un asesinato, claro), acompáñenos. No podía perder mi trabajo. Se me ocurrió llamar a la empresa y decir que estaba enfermo, o que había tenido un problema en la casa, un tubo roto, por ejemplo, o que mientras sacaba la basura las llaves se quedaron adentro, o un retraso del transporte. No me convencí por ninguna. Todas esas situaciones, aunque cotidianas, no justificarían un retraso. Las llegadas tarde por “cuestiones ajenas” sólo están reservadas para los altos cargos, o para los amigos de mi jefe. Quince para la siete. Debía irme rápido. Dejar el muerto o llevármelo. ¿A dónde? Sin tocarlo, lo tapé con una sábana. Salí.

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Llegué a la oficina. Dos minutos para la siete. Me senté en el escritorio y la agitación del día empezó. La recurrencia del tiempo simula una repetición de todas mis obligaciones: despertar, desayunar mirando la hora, salir, correr para no llegar tarde, sentarme en la oficina, saludar, ordenar papeles, maldecir, sonreír, volver a maldecir; durar sentado nueve horas, salvo las contadas veces que puedo pararme; apagar la luz, cerrar la oficina, llegar a la casa a dormir. Así por días, por años. El día de trabajo terminó. Había olvidado al muerto, sin embargo, caminando a casa lo recordé y enseguida retomé la preocupación de la mañana. Habrá que indagar al menos su nombre, pensé. ¿Qué pasó anoche antes de dormirme? No hubo nada extraordinario. Limpié la casa, preparé el almuerzo de hoy y me acosté. Pronto quedé dormido. Y no recuerdo haber soñado.

Mientras caminaba, sentía que todos me miraban como si supiesen algo, como si en la frente llevara marcado el hierro de la culpa. Llegué, y el muerto seguía en la cama. No sé por qué guardaba la vaga esperanza de no encontrarlo; esperaba que tal vez se marchara; pensé que de la misma inexplicable manera que apareció iba a desaparecer. Le quité la sábana. Aunque igual de pálido, la carne estaba un poco seca, pero no olía mal. Lo moví. Revisé sus bolsillos sin encontrar pistas. Cogí sus manos, algo frías y entrañables, pero no daban ningún indicio. Las manos delatan el oficio, decía mi padre. Las del muerto parecían las de un empleado de oficina, limpias y frágiles. No había manera de saber su nombre, entonces me pareció importante saber de qué murió.

Le quité la ropa y busqué, torpe e ingenuo, alguna señal de asesinato. Pensé en un asesinato porque difícilmente alguien entra a la casa de un desconocido, se acuesta en su cama y exhala su último suspiro. Era más factible pensar que alguien lo había matado y, para deshacerse del cuerpo, entró en mi casa y lo acostó a mi lado, posiblemente con la intención de atribuirme el crimen. No encontré golpes, perforaciones o algo que indicara una muerte violenta. ¿Y envenenamiento?, me pregunté; he leído que asesinar con veneno es de estilos muy refinados. El caso es que tampoco tenía cómo comprobarlo. Todo fue inútil, ni nombre ni causa de muerte. Nada. Cociné y me acosté. No fui capaz de sacarlo de la cama, me pareció inteligente dejarlo allí. Si alguien, por alguna extraña razón, entraba en mi casa (mis padres y mis hermanas suelen hacerlo, entran sin ningún consentimiento a todos los cuartos y husmean en todos los rincones) lo vería acostado en la cama, y entonces pensaría que estaba durmiendo. Si lo reclinaba en el sofá podía suceder que algún reflejo de un músculo lo tumbara al piso, y de verlo caído lo podía mover y darse cuenta enseguida que estaba muerto. Lo dejé allí, a mi lado. Al otro día despertamos, o desperté, y seguía muerto. Antes de irme, lo moví de medio lado y de nuevo le puse la sábana. Me despedí.

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Si resumo mi día de trabajo diciendo que llegué a la oficina, me senté en el escritorio, almorcé, me senté de nuevo, apagué la luz y cerré, no exagero. Tengo la impresión de que todos los días de trabajo son días perdidos, porque no son memorables. Nada ocurre en la oficina que valga la pena recordar en unos años. El hombre fue hecho para la acción y la aventura, y ahí estoy yo, sentado, en una postura rarísima, con los ojos a medio cerrar por el sueño, moviendo las manos por simple inercia y asintiendo con la cabeza a todo lo que me dicen, como un mono de circo que drogan para entrenar. Descerebrado. Los monos son demasiado hábiles, no hablan a propósito, si lo hicieran los pondrían a trabajar. Salí y caminé hasta la casa. No sé por qué al abrir la puerta esperaba que alguien me recibiera. No fue así. Entré a la habitación, el muerto estaba en la cama, tal y como lo había dejado. Sólo los muertos obedecen. Lo desarropé. La pestilencia ya era inevitable: una mosca le rumiaba un ojo. Bueno, al menos sólo hay una mosca, pensé, dos serían preocupante.

No podía quedarse más tiempo en mi cama. ¿Cómo decírselo? Nadie tiene la culpa de ir a parar muerto en la cama de otro. Seguía sin resolver cómo deshacerme de él. Deshacer es una palabra brusca, más bien qué haría con él. La basura era un destino deplorable y poco respetuoso; además, tendría que cortarlo en trozos para meterlo en bolsas pequeñas que no llamaran la atención, y para eso no tengo estómago. Pensé llamar a un amigo, abogado, pero sospeché que me recomendaría, según su “criterio profesional”, comentar el asunto con la policía, cosa que yo no aceptaría, porque nadie creería que un muerto amaneció a mi lado y, peor aún, que seguía durmiendo con él. Me juzgarían por llevar un muerto encima.

Resignado, preferí esperar al otro día a ver qué pasaba. Amaneció y nada pasó, estaba ahí. Al principio, dormir con él fue un tanto incómodo, no por el espacio de la cama, sino por saber que a mí lado estaba un tipo, muerto. En ocasiones me giraba y mis rodillas sentían su espalda fría, y le tocaba el hombro, como excusándome. Hubo noches en que me despertaba y las ventanas estaban abiertas, entonces lo cobijaba para que no sintiera el viento helado. Cada vez estaba más seco y la ropa que tenía puesta, ya andrajosa, le daba mal aspecto. Me conmovía verlo así, aunque nada podía hacer. Empecé a cortarle las uñas y a quitarle de la almohada el pelo que se le iba cayendo. Las jornadas del trabajo empezaron a hacerse eternas. La ansiedad por llegar a casa y saludarlo demoraba el tiempo en la oficina y entraba en desespero. Ya no caminaba, tomaba el autobús para llegar rápido. También le puse un nombre. Cuando amanecía de buen humor —yo, por supuesto— le decía: “Levántese, Cántelvi, se nos hace tarde”; me reía y bromeaba diciéndole: “Qué afortunado, Cántelvi, usted no va a la oficina. Amanecer y correr al trabajo dejó de ser tedioso. Mi actitud, decían los compañeros, y hasta mi jefe, había cambiado notablemente.

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Así sucedían mis días, entre la oficina y él. Me apuraba por llegar a casa y contarle todos los detalles de la jornada. “Usted es un tipo con mucha suerte, Cántelvi”, le decía, “porque no tiene que aguantarse las conversaciones en los almuerzos; no tiene que escuchar las quejas de las esposas insatisfechas y los consejos de cómo tratar a sus maridos; tampoco tener que opinar sobre situaciones repugnantes; y mucho menos sufrir un jefe que sugiere amar el trabajo como a sí mismo”. Su silencio, como respuesta, me bastaba.

Después de otra noche de fríos sudores, desperté y el muerto ya no estaba. Un terror indecible me hundió el pecho. Sacudí su sábana y las cobijas. Salté de la cama y lo busqué por toda la casa; salí a la calle y lo llamé a gritos. Cántelvi se había ido. Seis y media. Se hacía tarde, pero no quería ir al trabajo, prefería no hacerlo. Al día siguiente me presenté en el despacho de mi jefe para ser notificado del despido. Recogí mis cosas del escritorio, odiado por tantos años, y me fui. Entre empujones y afanes caminé sin rumbo, no quería ir a casa, Cántelvi ya no me esperaba.

Por Juan Sebastián Padilla Suárez

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