El Magazín Cultural

Carlos Cruz-Díez y Jesús Rafael Soto: Pioneros del cinetismo en América Latina

Los artistas venezolanos fueron referentes de una rama del arte que tuvo sus orígenes en el constructivismo de la Unión Soviética y que marcó una nueva tendencia en el continente americano.

Eduardo Márceles Daconte
17 de agosto de 2019 - 09:57 p. m.
“Cromoestructura”, de Carlos Cruz-Díez. Museo de Arte Moderno de Barranquilla. / Cortesía
“Cromoestructura”, de Carlos Cruz-Díez. Museo de Arte Moderno de Barranquilla. / Cortesía

La muerte del célebre artista visual Carlos Cruz-Diez (Caracas, 1923) en París el pasado 27 de julio, uno de los más destacados pioneros del arte cinético en América Latina, es el momento oportuno para recordar su obra en el contexto de esta modalidad artística que tuvo sus máximos exponentes en Venezuela desde mediados del siglo XX. En un comentario sobre el tema, la combativa escritora y crítica de arte Marta Traba definió la proliferación del arte cinético en Venezuela como una hegemonía sustentada por la clase dirigente que “comenzó por reunir las colecciones más ricas y también curiosas del continente, determinadas en muchos casos por las veleidades de la moda o por la llegada circunstancial de algún artista, concluyendo por ejercer un abierto proteccionismo para quienes apoyan la asimilación entre arte y proyecto tecnológico y les regalan así la ilusión de modernidad y desarrollo”.

En efecto, la supremacía del cinetismo o arte óptico hacía pensar que esta tendencia dominaría el panorama plástico venezolano hasta que llegaran a germinar innovadoras prácticas artísticas. Y así ha ocurrido. Si observamos la escena artística en la actualidad, a pesar de la crisis política, económica y social que ha sufrido el vecino país desde que la corriente ideológica del chavismo se tomó el poder, encontramos una explosión de alternativas visuales que se manifiestan en el abstraccionismo, la figuración y el conceptualismo en todos sus matices a través de medios más convencionales, como la pintura, la escultura o las artes gráficas.

El cinetismo se basa en la idea de que el color, la luz y el movimiento, en relaciones interdependientes, están en condiciones de crear, por sí mismos, una obra de arte. Es, sin duda, un desarrollo que traza sus orígenes al constructivismo popularizado en la Unión Soviética en los años veinte por artistas como Vladimir Tatlin o Naum Gabo, quienes —después de transitar por el cubismo— reafirmaron la postulación futurista de que solo el movimiento en el espacio, y no el volumen, era fundamental para el arte. Ya Umberto Boccioni, el más activo de los futuristas italianos, había escrito en un manifiesto de principios de siglo XX que “el dinamismo universal ha de restituirse en la pintura como una sensación dinámica... El movimiento y la luz destruyen la materialidad de los cuerpos”.

Si bien nunca fue una tendencia generalizada en América Latina, el arte cinético encontró un terreno propicio en medio del auge que alcanzó el abstraccionismo por la década del cincuenta entre artistas que, a nivel internacional, gozan de un prestigio establecido, como son los venezolanos Alejandro Otero, Jesús Rafael Soto, Carlos Cruz-Diez, el argentino Julio Le Parc, y un inusitado número de epígonos de la generación posterior que en Venezuela se inclinan por un arte constructivo que implica o sugiere movimiento de sus estructuras, tales como Juvenal Ravelo, Enrique Krohn, Rafael Martínez, Oswaldo Subero, Asdrúbal Colmenares y muchos más, en tanto que en Colombia nunca pasó de ser un experimento fugaz entre contados artistas.

El trabajo de Jesús Rafael Soto (Ciudad Bolívar, 1923-París, 2005) manifiesta dos intereses fundamentales. En primer lugar, una consideración exhaustiva del espacio que sustenta su investigación de las matemáticas, la lógica y la música, en la conformación de pinturas tridimensionales que exploran los contrastes de las figuras geométricas (cuadrados de diferentes tamaños) de colores sólidos proyectados sobre una trama de líneas verticales que ofrecen una sensación móvil de suspensión espacial.

En segundo término, las estructuras que combinan un elemento estático de fondo sobre uno dinámico, confeccionado con alambre, una caligrafía en espirales truncos o en equilibrio suspendido de un trampolín en progresión escalonada, asumiendo su calidad móvil con los desplazamientos del espectador que, de este modo, observa una infinita gama de vibraciones. También sus objetos de grandes dimensiones de cuya base emergen varillas metálicas que erizan el espacio proponiendo sensaciones modulares de una imagen que se transforma con la participación activa del observador.

Fue en 1954 que Soto, radicado en París desde 1950, decidió incursionar en el potencial que ofrecía el cinetismo después de explorar, desde diferentes ángulos, un arte de implicaciones ópticas. Su objetivo era transformar la estructura rígida de la pintura convencional en una alternativa dinámica que se modifica a sí misma en base a estímulos visuales. Es así que encontró la manera de dinamizar un espacio con la energía suficiente para nutrir la perenne inestabilidad de sus formas.

Tanto en su trabajo de formatos domésticos como en sus estructuras de espacio público en ciudades de América o Europa, consistentes en volúmenes virtuales suspendidos del techo de edificios. o en sus famosos penetrables, Soto logró que los elementos sólidos de su obra sean absorbidos por una fusión espacio-tiempo que depende de las vibraciones fortuitas del momento teniendo en cuenta la luz y los desplazamientos del observador. Su obra asimila —en especial su serie Ambivalencias— un lenguaje que se remonta al neoplasticismo propuesto por Piet Mondrian. La armonía rigurosa de sus composiciones geométricas en colores sólidos contrasta con un trasfondo de estrechas franjas verticales que se enriquecen con las sombras que emiten los cuadrados proyectados sobre la superficie.

Si en Soto encontramos una consideración del espacio como elemento fundamental de su trabajo, en Carlos Cruz-Diez hay un interés permanente por desentrañar las ilimitadas posibilidades del color. Después de intentar consolidar su carrera artística como pintor de temas folclóricos, Cruz-Diez viaja a París en 1960 y allí empieza a hacer sus investigaciones para desembocar en un arte cinético que se alimenta de un frío raciocinio intelectual incorporando una creativa interpretación de la teoría del color.

En el curso de sus reflexiones, el pintor venezolano concluyó que hasta nuestra época el color había estado siempre supeditado a las formas; entonces independizó sus valores cromáticos de cualquier anécdota a fin de profundizar en su potencial como agente autónomo del arte visual. Su obra, en consecuencia, penetra en los misterios del color mediante la utilización de franjas horizontales, verticales o diagonales que, en lúcidas combinaciones, consiguen alterar las gamas convencionales para ofrecer a un espectador que se desplaza los más insospechados matices cromáticos.

Sus múltiples hallazgos en este campo han sido clasificados por el pintor como fisicromías, transcromías, cromosaturación, cromointerferencias o cromoestructuras, de donde es fácil suponer que el protagonista de su pintura es el color. Un color mutante que también suele integrarse a la arquitectura o al paisaje urbano en una obra pública que, en mi opinión, trasciende su trabajo de caballete. En la misma línea de Soto, su pintura establece una constante relación con la luz y los desplazamientos del espectador para alcanzar su plenitud visual. Es, en resumen, una obra que explora los confines de la ilusión óptica, pero que se estanca en sus propias especulaciones estéticas.

Por Eduardo Márceles Daconte

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