El Magazín Cultural
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Cecilia Fonseca de Ibáñez, una voz inolvidable

Han pasado 14 años desde la muerte de la primera mujer locutora del país, Cecilia Fonseca de Ibáñez.

Ana María Montaña Ibáñez, Especial para El Espectador
05 de diciembre de 2015 - 01:04 a. m.

Mi abuela materna fue una de las primeras locutoras de radio del país. Hoy en pleno siglo XXI no es una novedad que una mujer trabaje, eso todos lo sabemos, pero hace poco más de sesenta años, las mujeres se dedicaban a sus hijos, a su maridos y a su casa, ¡horror!, diría ella. Ella no fue esa mujer, sus lugares de “ocio” eran lugares como El Automático, un café en el centro que reunía a muchos intelectuales de mitad del siglo XX en Bogotá, claro, eran hombres…
 
Esta historia se trata de ella, de su vida, de su herencia, de su profesión, que es también la mía; de este país; de mi familia, y de ella como centro. Es un homenaje a mi familia y a las mujeres que hicieron y hacen parte de ella, a su legado. Es mi recuerdo de sus años y de las conversaciones que tuvimos.
 
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En Bogotá, los colegios duran hasta diciembre, ahí empiezan las vacaciones; como todos los niños, yo esperaba ansiosamente a que llegara la navidad; por la tradición de los regalos, pero también porque era la fiesta, la familia; era mi abuela. Esta era una de las pocas fiestas tradicionales religiosas que se celebraban en mi casa, eran unos días importantes, aunque no tenía nada que ver con una convicción religiosa, al menos eso decía ella, pues de manera paradójica, se declaraba atea “gracias a Dios”. Para ella, lo importante era reunir a toda su familia, era una tradición que los nietos armáramos el pesebre de barro, comprado en Ráquira, un pueblito boyacense que a ella le encantaba. Todos nos reuníamos a inventarlo, para que se viera como un pesebre “de verdad”.
 
Éramos muchos, cuatro hijos, mis tres tíos y mi mamá; diez nietos. Hoy hay casi una decena de bisnietos, que vinieron después de su muerte. Para ella, el motor era su familia, era la razón, y sus nietos, sus motivos.
 
Alejo, mi hermano mellizo y yo, pasábamos muchos días de nuestras vacaciones en su apartamento de tres pisos, tapizado de obras de arte colombiano y en medio de la biblioteca de más de dos mil títulos de la literatura universal, latinoamericana y colombiana, historia, poesía, arte, política, periodismo, etc. que se regaba por todas partes, mesas de noche, mesas de centro, repisas, bibliotecas. La lectura y las  conversaciones políticas eran comunes y cotidianas para nosotros, muchas no nos interesaban a esa edad, pero estaban en el aire. Fue gracias a esas vacaciones y a ella,
que conocí el mundo de la radio y del periodismo cultural. La Radiodifusora Nacional de Colombia fue durante muchos años de mi infancia un lugar familiar, pero además, fue su lugar. Era ella, era la radio, la música clásica, la literatura, la cultura. En ese momento no podía saberlo, pero hoy, tres décadas después sé que esas vacaciones serían determinantes para mi historia, mis gustos, mis convicciones, mis principios, mi profesión y que ella sería y sigue siendo determinante para mi vida. 
 
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A las 5 de la mañana me despertaba el veloz cliqueo de la máquina de escribir Remington, yo dormía cerca del estudio, y aunque estaba de vacaciones y era temprano para despertarse, ese sonido me daba tranquilidad, me gustaba sentirla cerca, me gustaba pensar que eso que salía de ahí era importante, a pesar de que no tenía muy claro por qué. Luego lo supe. Cuando terminaba de escribir los libretos, salíamos a “la radio”, así le decía ella a la Radiodifusora Nacional, que quedaba en Inravisión. En ese entonces, igual que hoy, la radio funcionaba en un gran edificio de la calle 26, en el CAN, lugar donde se centralizaron muchos de los edificios institucionales y administrativos de la ciudad.
 
Lo que más me gustaba era el olor de la oficina en la que ella se sentaba frente a su máquina de escribir, olía a café recién hecho. Mientras ella preparaba sus programas, escogía la música y marcaba los libretos, mi hermano y yo nos dedicábamos a chupar cubitos de azúcar y a correr por la rampa de la entrada, que hoy son unas escaleras modernas, es un lugar distinto.
 
Recuerdo que Alejo y yo entrábamos con ella a los estudios de la radio. Sabíamos que debíamos permanecer callados, mientras ella hacía los programas culturales, era sagrado. Recuerdo la escena como un ritual: abríamos la puerta pesada, y ahí detrás del vidrío de la consola, estaba el control. Él nos miraba, la miraba a ella detrás del vidrio, los dos sonreían… y entrábamos; saludaba, le entregaba al control los discos que había seleccionado en la discoteca; el control casi siempre era Roque Julio Saavedra, uno de los técnicos con los que más trabajaba, así lo recuerdo. Él los probaba y recibía el libreto con el subrayado control; los hacía girar en el tornamesa, pero sólo cuando ella le indicaba. Él, que era uno de los técnicos con los que a ella le gustaba trabajar, seguía al pie de la letra sus instrucciones. Nos sentábamos, nos mirábamos mucho en silencio total, mientras ella, se perfumaba, respiraba profundo y despacio, se pintaba los labios y empezaba a leer. Vocalizaba y pronunciaba perfectamente. A ese ritual asistí muchas veces.
 
 
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El fin, el principio, el amor, la radio, la vida…
 
El fin…
Finalizando 2001, murió mi abuela materna, Cecilia Fonseca de Ibáñez. Una de las voces más hermosas de la radio colombiana (así la recuerdan muchos de quienes la escucharon). El día en que los mexicanos celebran la fiesta de todos los muertos y los colombianos hablamos de todos los santos, el 1 de noviembre. El médico pronosticó muerte natural, se murió como una Santa, nos dijo mucha gente que la conoció. Murió en su cama, no despertó de un sueño profundo, al igual que su padre y al parecer, igual que muchos de los miembros de la familia.
 
El día anterior a su muerte, hizo lo que más le gustaba: grabar en la radio. Este trabajo que había hecho desde su juventud, permitió que su voz llegara a muchos colombianos, que todavía hoy recuerdan la presentación de la Radiodifusora Nacional de Colombia, con su voz. Ese jueves 31 de octubre de 2001, fue su último día y fue particularmente especial.
En la fonoteca pidió que le pusieran la versión de Negrita del disco de Garzón y Collazos, que tanto le gustaba, mientras conversaba largo con cada uno de sus compañeros y amigos de trabajo, fue una despedida. Pero nadie lo sabía. Hay personas que dicen que cuando se acerca la muerte uno lo sabe, yo creo que ella lo supo, la noche anterior nos llamó a todos, no era inusual su llamada, pero sí el tono. Hablamos largo, despacio, con calma, nada raro, no recuerdo exactamente lo qué dijo, sólo tengo la sensación de sentirla distinta, de sentir su nostalgia, su cansancio, se estaba despidiendo.
Eso solo lo supe después.
 
 
El principio…
Cecilia Valeria Fonseca, como la bautizaron Ana Tulia Martínez de Fonseca y el Coronel Luis Felipe Fonseca y Fonseca, nació el 19 de octubre de 1923, en una casa situada en el centro histórico de Bogotá: La Candelaria. Fue la primera hija mujer de cuatro, dos hombres y dos mujeres. Mi abuela era una mujer bella y elegante; nació con un rasgo físico que para mí fue mágico y que admiré siempre, un ojo verde aceituna y otro café; tenía la boca grande y un pelo castaño claro que se arreglaba con “marrones”, para que no se le alborotara. A mí me encantaba cuando se le alborotaba.
 
Cuando hablábamos de Bogotá, decía que en su infancia y juventud, la ciudad era pequeña,
manejable, más amable, pero más fría y que siempre había neblina, que por eso los señores andaban de sombrero y abrigo de paño y la señoras de falda larga, claro que era la moda europea que por el clima paramuno, en pleno trópico, podíamos copiar sin problema.
 
El amor… 
 
Pero como toda ciudad moderna, Bogotá cambió y creció. Vivir en el centro ya no era lo mejor, así que mi bisabuela decidió cambiar de casa. Entonces compraron una casa esquinera en la calle 45 con la carrera 16, donde mi abuela creció junto con sus tres hermanos: Inés, Luis Felipe y Álvaro.
 
De Álvaro siempre hablaba, y se ponía nostálgica, él era su “mejor amigo”. Me hubiera encantado conocerlo, pero murió muy joven de una afección cardíaca, un mal familiar. Sus otros dos hermanos eran también cercanos, a ellos los veíamos algunas veces al año. Inés era “Inés “mi hermana” y Luis Felipe, “Lucho mi hermano”.
 
En ese momento no existían muchas opciones de estudio para las mujeres, eran internados, conventos o colegios como el de Las señoritas Casas, donde estudiaban las niñas de clase media alta de la capital. Ahí estudió mi abuela. Me acuerdo de eso, porque en algún momento trató de que yo estudiara ahí, a lo que mi mamá, (hippie y de izquierda) se negó rotundamente, porque era un colegio muy tradicional y conservador, pero además era sólo para niñas y yo quería estar en el mismo colegio de mis hermanos, por fortuna, fue solo una idea.
 
Ella sí se formó bajo ese esquema de una educación tradicional, donde les enseñaban a ser señoritas de buena familia a tejer, bordar, cocinar, ser buenas esposas, leer en latín, algo de humanidades, historia, geografía; en fin, lo que se necesitaba para tener una buena conversación, pero sobre todo para parecer una mujer culta y ser una buena ama de casa, cosa que ella nunca fue. Lo del bordado, la cocina y la costura nunca se le dio, no pegaba un botón y aunque cocinaba rico, no le gustaba; pero las humanidades la apasionaron siempre; decía que nunca entendió porque debía aprender a ser “mujer” bordando. Disfrutaba las lecciones de literatura clásica, que le dictaba José Joaquín Casas, de quien se acordaba con mucho respeto.
 
Era rebelde, eso decía siempre, era una mujer diferente a las de su tiempo; aunque tradicional de alguna manera. Recuerdo que para ella era importante que las mujeres tuviéramos alguna formación en glamour y etiqueta. Alguna vez, cuando yo era una adolescente, trató de decirme, en broma, pero en serio, que me iba a matricular en clases de glamour, para que aprendiera a comportarme como una señorita elegante.
 
En esa casa pasa su vida de soltera, adolescente y universitaria, hasta que el amor le da vuelta. Se enamora de Jaime Ibáñez quien hace “toda serie de maromas” (como ella decía) para enamorarla.
 
Mi abuelo no era lo que se esperaba en su casa. ¡Era poeta! Lo que para ella fue la materialización del romanticismo y del amor, no necesitaba más, sólo poesía, era perfecto, además era un hombre atractivo, moreno, alto, inteligente y encantador.
 
La ambientación de este amor fue la poesía de Pablo Neruda, García Lorca, Luis Cernuda, Antonio Machado, y toda la generación de poetas españoles del 27, otro amor que yo heredé. Me acuerdo siempre de ella recitando pedazos de poemas de alguno de ellos, lo hacía de memoria y con toda la intención y entonación, o incluso usaba partes como frases de cajón, que sacaba en cualquier momento para decirnos cosas.
 
En 1939, cuando no era tan común como ahora que las mujeres fueran bachilleres y mucho menos que fueran a la universidad, ella decidió que quería estudiar y entonces se matriculó en la Universidad Nacional. Comenzó a estudiar arquitectura, pero luego cambió de idea… obvio! y prefirió ser filósofa. Finalmente, no terminó ninguna de las dos por dedicarse a lo que sería su vida de ahí en adelante, el periodismo cultural.
 
En los pasillos y cafeterías de la recientemente construida Ciudad Universitaria logra compartir en un mundo completamente masculino, el mundo intelectual, el de las ideas políticas, del arte y la cultura. Y es ahí donde conoce al poeta (mi abuelo).
 
La “ciudad blanca”, como se llamaba a la Universidad, fue testigo del noviazgo de mis abuelos. 
 
Caminaban cogidos de la mano, bailaban, leían, recitaban, discutían y bebían; se construyeron el uno al lado del otro, crecieron juntos, ella tenía 19 años y él 24. Ella con todo el ímpetu de la juventud, él con las ganas de cambiar el mundo, propias de esa generación y de esa edad.
 
En la Universidad se hacían tertulias, se pensaba un nuevo país, se comentaban los acontecimientos políticos del mundo, se leía poesía y filosofía. Personajes como Fernando Plata Uricoechea, Álvaro Castaño Castillo, Antonio García, León De Greiff, Gerardo Molina, Jorge Zalamea, Fernando Charry Lara, Diego Montaña Cuellar (mi abuelo paterno) y Gerardo Molina eran sus amigos y compañeros de conversaciones y de trabajo político.
 
La radio…
Esto se puso cada vez más serio 
 
Cuando le pregunté cómo llegó a la radio, me contó que fue por suerte, yo creo que hubo  algo más que eso.
A finales de la década del 30, mientras estaba en la universidad, Juan Lozano y Lozano, le preguntó si quería escribir para mujeres en La Razón, una página universitaria, ella muerta del susto dijo que sí. Escribía Comentarios femeninos una columna dedicada a contar, bajo una mirada femenina, lo que ocurría en la Universidad, este fue su primer paso hacía la Radiodifusora Nacional, porque gracias a que escribía bien y leía mucho, pero además a su inteligencia, se hizo amiga de los intelectuales amigos de mi abuelo y que andaban en la universidad intentando cambiar el mundo.
 
Fernando Plata Uricoechea era uno de estos amigos de mis abuelos, en ese entonces, él era un estudiante de derecho que estaba por terminar su carrera y que fue nombrado director de la Radiodifusora en 1943.
 
Plata Uricoechea decidió llamar a sus amigos de universidad para trabajar con ellos, lo que significó que la radio tuviera como colaboradores a hombres y mujeres que iban a ser los intelectuales y pensadores liberales del país de la segunda mitad del siglo XX. Entre ellos estaban el poeta León de Greiff, Otto de Greiff, Álvaro Mutis, Jorge Zalamea y Bernardo Romero Lozano, hombre fundamental en el desarrollo de la radio, y la televisión, y mi abuela; se necesitaba una voz femenina que le contara cosas interesantes a las mujeres, y así empezó.
 
Así comenzó su vida laboral, pero también su condición de mujer independiente y autónoma. Fue difícil. Ella me contaba que había sido muy irresponsable, porque no sabía nada de nada cuando empezó. Lo decía con gracia, porque igual, aprendió y lo hizo tan bien, que todavía es recordada.
 
Decía que aprender a leer frente a los micrófonos es un encuentro con lo íntimo, con la voz, y eso lo hace miedoso. Pero además, los niveles de exigencia de la radio en ese entonces eran altísimos, recuerdo haberla visto muchas veces entrenando frente al espejo con un lápiz en la boca, recitando para aprender a vocalizar perfectamente. Siempre que eso pasaba y yo estaba cerca, me invitaba a acompañarla haciendo lo mismo; para mí era un juego, para ella, la vida. Me decía que el secreto era la vocalización.
 
Tenía una bella voz, dulce, tranquila, fuerte y decidida. Además de su voz, que ha sido inolvidable para muchos, ya en ese entonces sabía de cultura nacional, música clásica, ballet, literatura, poesía; se había convertido en una lectora incansable y en una amante de la cultura y las artes. Se fue entonces definiendo además de su personalidad, su idea de lo que significaba ser mujer en el siglo XX. Pues para ella las mujeres debían ser autónomas y libres, y eso solo era posible gracias al conocimiento.
 
Ese año, hace varios pactos determinantes y definitivos para el resto de su vida. Entra a la radio y decide casarse con mi abuelo. Ya llevaban un tiempo de novios, así que decidió escoger a quién sería el papá de sus hijos y compañero (no podía se de otra forma). El matrimonio se hace “con todas las de la ley”; a pesar de que mi bisabuelo quería que se casara con un Urdaneta amigo de la familia, que a ella no le interesaba, porque era militar, nada que ver. Así lo decía en broma cada vez que hablaba de su matrimonio, no le caían bien los militares, a pesar de que su papá lo era.
 
El 6 de noviembre de 1944, un año después, nace mi madre, la única hija mujer de mi abuela, María Amparo del Carmen, “palitos” le decía ella. Mi madre fue el amor profundo y consentido de mi abuelo y amiga y compañera de mi abuela, yo sabía que la primera llamada de la mañana y la última de la noche era siempre la de ella; así, ella sabía detalladamente lo que pasaba en mi casa. 
 
“Palitos” nació en una casa en chapinero, un barrio tradicional de la ciudad, donde vivían mis abuelos, en ese momento. Vivían muy cerca de la tía María, una mujer dulce y amigable, que fue otra mujer fundamental para la vida de mi abuela, hablaba mucho de ella, le guardaba cariño y respeto, tanto que cuando yo nací pidió que me bautizaran con los nombres de su madre Ana y de la tía María, así que a ellas debo mi nombre.
 
Su pronta maternidad no limitó el trabajo en la radio, con lo que demostró, en una época en que eso no era lo común, que se puede ser mamá, hacer una vida profesional y tener una vida bohemia; porque la parranda no faltó en la casa de mis abuelos. Con esto fue contra la corriente, su trabajo exigía una agitada vida social, implicaba salir de noche (sola o acompañada, no importaba) y estar rodeada de hombres todo el día, además de desempeñar labores que estaban destinadas, hasta ese entonces, a ellos. A pesar de lo que se dijera, ella hizo su carrera intelectual de una forma independiente. Leía, por ejemplo a Merleau-Ponty, Simone de Beauvoir y Sartre y sus ideas e intuiciones feministas, se fueron dibujando de forma más clara, sustentadas por la literatura y por lo que pasaba en otros países con este movimiento que cogía fuerza. Un día, cuando yo era una adolescente me dijo que las mujeres siempre, siempre debíamos ser independientes económicamente, y que eso lo daba la inteligencia, la dignidad y el trabajo, que podía perder cualquier cosa, menos eso. Ese imperativo me acompaña desde entonces y ha determinado mi relación con el mundo.
 
Ella no era la única mujer que hacía radio en ese momento, mencionaba a Helenita  Mallarino, quien fue su amiga y maestra, a Gloria Valencia de Castaño, María Antonia Cruz, y Maruja Méndez.
 
Cuando tuve la idea de escribir sobre ella y su vida, le pregunté qué recordaba de eso primeros años, me contó que la programación de la radio fue cambiando y que la idea principal de Radio Nacional era democratizar la cultura. Entonces se crearon los radioteatros, que eran adaptaciones de obras de la literatura clásica al teatro y transmitidos por radio. Junto a sus maestros Otto de Greiff y Bernardo Romero Lozano trabajó en varias adaptaciones, pero siempre mencionaba El Prometeo Encadenado de Esquilo, que fue, para ella, uno de los logros más maravillosos de la historia del radio teatro.
 
 
Los cafés… 
 
El Automático, el lugar de los intelectuales, su lugar 
 
Entonces, algunos de los espacios de encuentro eran los cafés, allí se construyeron los movimientos artísticos, literarios, políticos y de la cultura del país del siglo XX. Ella estuvo ahí. Y eternizó sus recuerdos de juventud en unas fotos que guardó en una caja en su armario; no estaban con las otras en el álbum familiar… Uno de esos días de mis vacaciones, cuando yo ya no era una niña, decidió mostrármelas. Ella sonreía en todas y su sonrisa era admirada por los hombres que la acompañaban, que eran muchos; era una sonrisa grande, amable, honesta, feliz. El escenario era El Café Automático, ella me lo dijo con mucha naturalidad, ése fue su lugar; por ahí pasaron sus amigos el poeta León de Greiff, el abogado y humanista Gerardo Molina, el economista Antonio García, el escritor Jorge Zalamea, el abogado Álvaro Castaño Castillo, Fernando Arbeláez, Eduardo y Alberto Zalamea, Omar Rayo, Jorge Elías Triana, y mis abuelos paternos, Carlota Cuellar y Diego Montaña, mujeres como la pintora Lucy Tejada o su hermano Hernando Tejada, Enrique Grau, Marco Ospina y Alejandro Obregón y otros.
 
Cuando me mostraba las fotos y me contaba quién era cada uno, se acordaba de que ahí, de alguna manera, se construyó mi vida y la de mis hermanos. Ahí se hicieron amigas mis dos abuelas, sin saber que mi madre y mi padre sellarían esa amistad para toda la vida, enamorándose.
 
Recordaba además esa etapa de su vida con alegría, nunca se arrepintió de todo lo que vivió. Era apasionada, romántica, alegre, conversadora, rumbera; le gustaba bailar porro, y adoraba el bolero. 
 
Esta actitud y visión sobre la vida fue una de las grandes herencias que nos dejó a las mujeres de la familia, su perspectiva del amor libre, pero comprometido; su pensamiento y mirada sobre la maternidad y lo femenino, la mujer como igual, libre de ataduras,  independiente, incluso en la sexualidad y como parte importante del cambio y la transformación del mundo; sobre la amistad y la lealtad, como lo más preciado en las relaciones; sobre la solidaridad y la necesidad del mundo de serlo; sobre la religión, como dominio y la espiritualidad, como posibilidad; sobre la ignorancia y el peligro de encontrarla cotidianamente; sobre la cultura como expresiones sublimes de lo humano, y sobre la política y su presencia en todo acto de una persona consciente.
 
Estas reuniones, que la formaron a ella también, no eran solamente un espacio lúdico, acá se construyeron y pensaron muchas cosas, para ella fue el espacio de su construcción política, era de izquierda y atea; decía creer en una energía universal y poderosa no en un cristo crucificado y resucitado.
 
El Bogotazo, el fin de la calma. Salida de Radio Nacional 
 
El Bogotazo
 
Mi abuela era una liberal de izquierda, su contacto con pensamientos políticos de vanguardia la acercaron a las reivindicaciones propuestas por Jorge Eliecer Gaitán. Creo que no hay familia bogotana que no tenga un relato del día en que mataron a Gaitán.
 
Gaitán fue candidato liberal a la presidencia de la república en los últimos años de la década del cuarenta, sus discursos llenaban las plazas y su voz embrujaba; era, para muchos, la posibilidad de cambiar el rumbo del país, las esperanzas estaban todas puestas en su candidatura y los pronósticos veían en él al más posible ganador; las clases populares se identificada plenamente con él, pues era la primera vez en el siglo XX que un candidato a la presidencia no venía de la élite. El nueve de abril de 1948, lo asesinan, al medio día y en pleno centro de Bogotá. Como se sabe, este fue un hecho definitivo que cambió la historia de Colombia. Para mi abuela y fue para ella y su círculo de amigos, un echo gravísimo para la incipiente democracia del país. Era un tema del que en mi casa se hablaba mucho, casi siempre se ponía muy seria y triste, decía que seguramente nuestra historia como país sería muy distinta, yo era muy niña, pero de tanto escuchar eso, empecé a sentir empatía por este personaje que nunca conocí.
 
Afirmaba que ese día, la radio jugó un papel protagónico. La historia cuenta que desde la radio se incitó al desorden y a tomarse las calles. La sede de Radio Nacional quedaba en la carrera 17 con calle 26, muy cerca de donde asesinaron a Gaitán y de donde estaban sucediendo los incendios y los saqueos de los bogotanos indignados. Cuando se supo la noticia, todo el movimiento de intelectuales y políticos liberales llegó a la radio. El poeta Jorge Gaitán Durán y el escritor Jorge Zalamea querían denunciar la complicidad del gobierno conservador con el asesinato e incitar a los liberales a que se apoderarán del poder en las regiones, se autodenominaban: “movimiento liberal revolucionario”. Estaban también Gerardo Molina, liberal Gaitanista y mi abuelo paterno, Diego Montaña Cuellar. Mi abuela, en cambio no fue a la radio en la tarde, había ido a almorzar a la casa, como todos los días, y cuando se enteró de lo que estaba pasando, prefirió quedarse con los niños, ya habían nacido mis tres tíos con un año de diferencia entre ellos; Rodrigo, Santiago y Fernando.
 
Estaba aterrada, contaba que durante esos días pasaban camiones y volquetas con miles de cuerpos de personas que eran llevadas al cementerio central para que fueran identificados por sus familiares.
 
Mientras los intelectuales permanecían en la radio, usando los micrófonos, llegó el ejército para tomar control de lo que se decía, y, aunque Zalamea afirmaba desde los micrófonos de la radio que el ejército estaba con el movimiento revolucionario, son obligados a salir; se fueron entonando el himno nacional; mi abuela se acordaba de eso y decía que eran un montón de patriotas locos.
 
Los efectos de este día serían graves, el centro histórico de Bogotá es incendiado, se declara toque de queda y la frustración se toma las regiones. Empieza la violencia entre liberales y conservadores, declarada así, en todo el país. Un año después, todos los intelectuales liberales que hacían parte de Radio Nacional son despedidos, por el entonces director conservador Rafael Maya, mi abuela entre ellos. Fue un momento muy difícil, porque ella se había acostumbrado a su independencia económica, pero sobre todo a trabajar. Por fortuna no pasa mucho tiempo.
 
Nuevo Mundo, HJCK, la entrada a la radio comercial
Al ser despedida de Radio Nacional, ingresó a las Emisoras Nuevo Mundo de Radio Caracol, donde ocupó el cargo de directora de programas culturales, además era locutora, libretista, actriz, programadora; hacía de todo. Hacer radio comercial era muy diferente a como se hacía en Radio Nacional, fue un cambio difícil, pues la experiencia en radio cultural le había enseñado a pensar en contenidos para la democratización de la cultura. En cambio, en la radio comercial la preocupación central era la pauta, eso determinaba la programación; lo que siguió pasando y empeoró con los años, y que la hacía decir con preocupación y tristeza que la nueva radio era carente de poesía.
 
Sin embargo, allí desarrolló programas con cierto enfoque pedagógico y cultural, por ejemplo, fue colaboradora de la radio revista Monitor. Llegó a Nuevo Mundo porque Álvaro Mutis fue nombrado director artístico y la buscó, allí estuvo hasta el 15 de noviembre de 1958, cuando vuelve a Radio Nacional a hacer programas culturales con la intención y la convicción de entregar conocimiento a todos los públicos, la radio pública seguía teniendo ese carácter que era parte de su ideología profesional.
 
La HJCK y La tv
En 1950, Álvaro Castaño Castillo y Eduardo Calderón decidieron fundar una emisora privada y comercial, que tuviera un carácter intelectual y cultural. Nació entonces la emisora HJCK-El Mundo en Bogotá, que fue llamada también, “La emisora de los intelectuales”, su lema era: “La emisora de la inmensa minoría”. El 15 de septiembre de 1950, fue inaugurada y a ésta se vinculó Hernán Mejía Vélez como socio y productor, él que había sido una voz muy importante en la Radiodifusora Nacional de Colombia, asumió la programación musical. La HJCK copió la estética de la radio pública y la aplicó a una emisora comercial, lo que le dio un carácter que la hizo sobresalir por mucho tiempo. Álvaro Castaño Castillo era viejo amigo de mi abuela, la había conocido en la Universidad Nacional y como estaba buscando personas que tuvieran una buena formación humanística, la llamó a colaborar con algunos libretos y locuciones y con la selección de las obras de música clásica que transmitía la emisora. Su amistad con Álvaro duró hasta el día de la muerte de mi abuela, cuando hizo un programa de homenaje, que recordaba un programa hecho por ella en 1974 a raíz de la muerte de Duke Ellington.
 
Bajo el modelo de la Radiodifusora Nacional, el trabajo en la HJCK fue para mi abuela muy familiar y agradable. Esto lo combinó además con unos programas que hacía para una emisora
comercial, era algo así como un consultorio femenino, las mujeres le mandaban cartas contándole sus problemas familiares, que por lo general tenían que ver con los hombres. Decía que ése fue unos de sus trabajos más bonitos y más difíciles, porque tenía que ver todas las duras situaciones por las que pasaban las mujeres en ese momento, debidos principalmente a la ignorancia sobre su propia dignidad. Ella trataba de contestar esas cartas devolviéndoles la confianza en ellas mismas, explicándoles cuáles eran sus derechos y deberes. Acá afloraba su feminismo; pero era difícil, decía, porque muchas veces eran problemas que una simple carta no podía resolver. Dejo de hacerlo porque se entristecía mucho.
 
La TV, una corta aparición
En 1954 llega la televisión al país y mi abuela participó haciendo algunos programas para la Navidad y escribiendo libretos de programas familiares. Sin embargo, lo suyo era la radio y el nuevo trabajo lo hace más por supervivencia que por verdadera vocación. Por eso duró poco ahí.
 
Sin embargo, ella se acordaba de que en 1972 participó en un programa de concurso sobre diversos conocimientos y se ganó el permio mayor, 30 mil pesos que para ese momento eran un dineral, decía ella.
 
Se muere el amor, Radio Difusora Nacional, segunda vez; las radionovelas, el final
Se muere el amor… 
 
Para estos años la vida de mi abuela se vuelve difícil. Mi abuelo se enferma varias veces, lo que genera una difícil situación económica en la familia y un matrimonio que empieza a morir, como mi abuelo, que muere en 1978, año en el que yo nací. Mis tíos y mi madre, ya adultos, padres de familia, hacían cada uno su vida independiente; pero cuando nacen mis hermanos mayores y mis primos, ella se convierte en la abuela que fue hasta el día de su muerte. Creo que éramos la razón, aparte de su trabajo, para darle sentido a su vida. Siempre lo decía, su familia fue lo más importante.
 
Era el centro. Cuando muere mi abuelo, ella vuelca su vida en nosotros y en su trabajo, fue una relación difícil, apasionada y romántica en todos los sentidos, yo no lo conocí, pero siempre que hablaba de él bajaba la voz, se ponía triste y decía que era el único hombre al que había amado de verdad. Esta situación genera que en 1976 sufra su primer infarto, de tres que tuvo, yo viví con ella el segundo y el tercero y después de esto, empecé a notar su tristeza, que no era solo por mi abuelo o las dificultades de dinero. La violencia del país y la injusticia del mundo la entristecían profundamente.
 
Radio Difusora Nacional, segunda vez Sigue en la radio, que en ese momento ha cambiado, los programas no son originados en los estudios solamente, los equipos móviles de la Radiodifusora se desplazan para trasmitir anualmente el festival vallenato, el festival del Mono Núñez y los festivales de música clásica de las Semanas Santas de Popayán, ella transmitía estos eventos de la cultura nacional, yo lo recuerdo porque siempre los oíamos, para oírla a ella, por supuesto. 
 
Además de las transmisiones hace noticieros culturales y trasmite los conciertos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, que se hacían, como hasta hoy, todos los sábados en el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional de Colombia, esto lo hizo durante muchos años, yo aprendí a escuchar música clásica, porque el plan de los sábados era ir a acompañarla a la transmisión y escuchar los conciertos. Una vez se presentó El lago de los cisnes del ruso Chaikovski, interpretada por la orquesta, yo quedé tan encantada que al siguiente sábado me entregó un acetato donde por un lado estaba El lago de los cisnes y por el otro Cascanueces, fue mi disco preferido por muchos años, no sólo porque fue mi primer disco, sino porque la idea de que ella lo compró para mí me parecía maravillosa, hoy sigue siendo de mis preferidos. 
 
Pasan esos años y su trabajo empieza a centrarse exclusivamente en la Radiodifusora Nacional donde hace un programa que es una de las joyas de la historia de la radio pública, De viva voz, acá se hacían especiales de personajes que trabajaran en la cultura y las artes. Pasaron por ahí Santiago García, director del teatro La Candelaria; Eduardo Caballero Calderón, político, parlamentario y periodista; el poeta y escritor Eduardo Cote Lamus; Hernando Téllez el escritor y periodista; el abogado Pedro Gómez Valderrama; el Poeta Jorge Gaitán Duran, entre muchísimo otros protagonistas de la cultura, muchos eran viejos amigos de ella, entonces el programa se volvía una conversación erudita sobre diferentes temas.
 
 
Las radionovelas
Durante este periodo la producción de libretos y obras para radio fue muy importante y numerosa.
Escribe la radionovela TEDIO, para la emisora Nueva Granada, donde relata la vida de un  grupo de jóvenes. Ella decía que se inspiró en la vida de mis tíos y sus amigos; en Tedio definió a la juventud con la palabra tedio, parece que esa era una de las características de los jóvenes del momento, yo hoy, creo que de todos los momentos.
 
El final…
En la década de 1990, durante una grabación en la radio, vuelve a sufrir del corazón. Esta vez le hacen una operación de corazón abierto que la deja afectada físicamente, pero era fuerte y logra recuperarse. Luego de su recuperación decide retirarse de la radio, yo creo que fue una decisión difícil, así que sigue colaborando con programas como el Noticiero Cultural que se emitía en la franja del medio día de 12 a 12:30 este programa se hacía desde la década del setenta y lo hizo hasta el día antes de su muerte. En esa década, además la Radiodifusora Nacional cumplió cincuenta años y mi abuela se acercaba a los setenta. La celebración fue muy importante y tuvo muchos protagonistas, ella junto con Hernando Caro, Fernando Charry y todos aquellos personajes de “La vieja Guardia” de la Radio Nacional festejaron haberse conocido, pero sobre todo, por lo que ella decía, celebraron ser amigos y haber contribuido a la democratización de la cultura A pesar del marcapasos, seguía muy activa, no igual que antes, aunque nunca dejó de trabajar y de ser la mujer valiente, fuerte e independiente, que fue. Mientras hacía este programa en la radio, la llamaron para dictar unos cursos de cultura general y técnicas de locución a los locutores de la Radio Nacional. De esto se acuerdan muchos de sus alumnos que dicen haber aprendido muchísimo con ella, que era generosa; pero que se ofendía con la ignorancia. Puedo decir que era muy grato conversar con ella, pero también que era difícil no sentir su mirada fulminante cuando se cometía un error.
 
Durante sus últimos años de vida, la atormentaba escuchar los programas radiales que se hacían en las emisoras comerciales. Decía que eso no era radio y era radical en su apreciación, le parecía que se había perdido el respeto por la profesión y la responsabilidad frente a los oyentes. Además de no cumplir con uno de los pilares básicos con los que nació la profesión: educar. Consideró durante toda su vida profesional que los medios y el periodismo existían para educar. De estas conversaciones heredé mi profesión.
 
Años antes de decidir que quería estudiar periodismo, ya había recibido de ella una lista de lectura obligadas en la vida: Los clásicos de la literatura latinoamericana, García Márquez, Cortazar, Borges, Vargas Llosa, y por supuesto, los clásicos universales Dostoyevski, el Ulises de Joyce, pero en inglés o El Quijote, por ejemplo. Cada vez que cumplía años íbamos a la librería Lerner del centro y comprábamos un libro: Alicia en el país de las maravillas, Cien años de Soledad, La ciudad y los perros, Pérez Reverte, Saramago, Henry Miller, Ítalo Calvino, son algunos de los que más recuerdo; cuando pienso en eso vienen a mi mente muchos momentos de ocio en los que ella me hablaba por horas de lo que debía leer, me llevaba a la mansarda de su casa donde estaba buena parte de su biblioteca y buscaba, con paciencia y sabiduría lo que mejor se ajustara a mi edad, yo me devoraba todo lo que ella me daba, muchas veces no entendí lo que leí, pero eso formó mi manera de ver el mundo, lo que soy hoy.
 
En los últimos años de vida iba a grabar solo los programas específicos que estaban a su cargo. El noticiero cultural y La música más bella del mundo que se transmitía de 1:00 a 3:00 de la tarde. Esos fueron los últimos que grabó ese 31 de octubre del 2001.
 
***
 
Hace un par de años volví a la Radiodifusora Nacional, ya sin ella y sin mi hermano. La busqué, busqué su oficina, busqué los estudios y la rampa. Nada existía, nada estaba como me acordaba.
 
Pensé en la memoria, pensé en mi familia, pensé en ella. Sabía perfectamente dónde estaba su oficina, sabía cómo llegar, me acordaba del olor, del ambiente, de la luz, de la ubicación de los estudios, de las caras que veía con ella, de Roque; pero no los encontré. Sentí entonces que debía contarlo, que quería conservar la memoria, para mi hija y las mujeres de mi familia. Para la radio, pero sobre todo, para mí, para entenderme como parte de un lugar, de un espacio, de un tiempo, y finalmente como parte de ella.
 

Por Ana María Montaña Ibáñez, Especial para El Espectador

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