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Cecilia Porras: precursora de la modernidad artística

El 20 de octubre la artista cumpliría 100 años de nacida. Para conmemorar su contribución a la plástica nacional publicamos este ensayo, en tanto que el Museo Nacional inauguró el pasado 15 de octubre la exposición 100x8 que incluye, además de Porras, a siete destacados artistas de su generación.

Eduardo Márceles Daconte *
18 de octubre de 2020 - 02:00 a. m.
Desde una perspectiva de género, Cecilia Porras integró la pequeña nómina de mujeres artistas que rompió con los modelos académicos decimonónicos y fue pionera del arte abstracto en el Caribe colombiano. / Nereo López
 “Ángel volando en la noche” (1957), de Cecilia Porras.
Desde una perspectiva de género, Cecilia Porras integró la pequeña nómina de mujeres artistas que rompió con los modelos académicos decimonónicos y fue pionera del arte abstracto en el Caribe colombiano. / Nereo López “Ángel volando en la noche” (1957), de Cecilia Porras.
Foto: Nereo López

Cecilia Porras nació en el seno de una familia culta en el tradicional barrio Manga, de Cartagena de Indias, el 20 de octubre de 1920. Desde pequeña demostró una acendrada vocación por el arte, que se traducía en pinturas y dibujos infantiles. A una temprana edad se dedicó a pintar escenas religiosas con buena factura técnica, copiadas de reconocidos artistas, tal como lo testimonian sus óleos La Inmaculada Concepción y Rebeca y Eliézer, ambos originales del pintor español Bartolomé Murillo. En su copia de la pintura Cristo con Judas, de autor anónimo, también demuestra un perceptivo manejo del claroscuro. Si bien eran obras que pintaba para satisfacer la convicción católica de su padre, el historiador y editor de revistas Gabriel Porras Troconis, más tarde enderezó sus preferencias hacia la pintura de escenas narrativas de carácter histórico y tamaño mural, también por encargo de su padre, tales como Firma del acta de independencia absoluta de Cartagena, donde su nombre aparece como uno de los firmantes de dicha acta, o en su pintura Personajes históricos de Cartagena en tres escenas sucesivas: la Conquista, la Colonia y la República; con personajes, vestuarios y símbolos representativos de cada época. En esta pintura se incluye ella misma vestida de blanco con los brazos en alto, representada como una patriota a punto de ser fusilada por un soldado realista. La escena recuerda el personaje central de Los fusilamientos de mayo, de Francisco de Goya, aunque sin el dramatismo político que quiso proyectar el artista español.

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Más tarde, ya con la idea de hacerse artista visual, pinta Campanario y Chozas, dos pequeñas pinturas de realismo urbano con características similares, en las que reproduce, con luminoso colorido, la arquitectura popular de bahareque y techos de paja, escasa vegetación y calles destapadas, bajo el inclemente sol y su benévola sombra. A partir de entonces nunca abandonaría el paisaje urbano como tema de sus obras, especialmente la histórica ciudad de Cartagena, a la que dedicó, desde perspectivas diferentes, sus mejores colores y texturas.

Estas primeras obras pertenecen todavía a su etapa autodidacta, en las cuales se revela una sólida vocación artística, pero con las limitaciones de una pintora en proceso de adquirir las herramientas esenciales de su profesión, que lograría conquistar cuando decidió matricularse en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional, en Bogotá, entre 1948 y 1949. Entonces perfecciona su destreza en la pintura, con los maestros Alejandro Obregón y Enrique Grau, dos jóvenes artistas que en aquel momento se perfilaban ya como grandes pioneros del modernismo artístico en Colombia.

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Una de las razones que la habían motivado a proseguir sus estudios en Bogotá fue sin duda el estímulo que recibió en 1945, cuando ganó una valiosa mención de honor en el Primer Salón de Artistas Costeños en Barranquilla por un magnífico autorretrato, donde un rostro juvenil e iluminado mira de soslayo a un interlocutor invisible. Una vez regresa a Cartagena, Porras da un giro a su pintura, que ella reconoce cuando comenta: “Mi paleta se hizo más clara y luminosa”. También escribe sus reflexiones sobre su decisión de dedicarse a la plástica como misión de vida: “Mi vocación por la pintura no es cosa improvisada ni obedece a ninguna casualidad o capricho, sino que es parte importante de mí misma y está unida a los primeros recuerdos de mi infancia.”

Una de sus primeras pinturas de la ciudad colonial es La ermita del cabrero (ca. 1943), ejecutada en pequeño formato y en la que se adivinan ya los elementos recurrentes que regirán su trabajo. Es un fragmento de la emblemática muralla y la pequeña iglesia del sector, reflejadas en la Ciénaga de la Virgen, bajo la atmósfera iluminada del Caribe. Pero su mayor concreción artística, después de su paso por la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, la encontramos en una pintura de asociación onírica que recuerda la definición de surrealismo de André Breton: “El encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”, solo que en Porras es un pájaro enjaulado, una máquina de coser sobre una mesa y un gato gris en el piso con un fondo monocromático de matices rojos y diseño geométrico. Es esta una de las obras que inaugura su transición de la figuración costumbrista a una concepción más en sintonía con el arte moderno. Su pintura, en general, elude la anécdota para evocar en su lugar imágenes poéticas con cierta carga de misterio.

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A diferencia de su primer autorretrato de representación mimética (mención de honor en Barranquilla), La blusa roja (ca. 1952) es un autorretrato con evidentes signos de la transformación estética que imprimía ya a su pintura. En esta obra aparece Cecilia Porras en primer plano, representada en una gama de colores tierra sobre un fondo de planos geométricos que proyectan la personalidad más libre y descomplicada de la artista con cabello desordenado, profundo escote y los ojos ciegos, dos huecos negros, como queriendo olvidar o rechazar el estado de inseguridad de un país en crisis.

No olvidemos que entre los años 40 y 50, Colombia vivió la hegemonía conservadora que, en alianza con la Iglesia católica, fue instrumental en el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, con el consecuente estallido del Bogotazo, una cruenta erupción social de funestas consecuencias, que influyó en la decadencia cultural del país e incrementó la brutal violencia política, que ha desangrado a la nación desde mediados del siglo XX hasta el presente. Es en este contexto donde Cecilia Porras se rebela contra el establecimiento y decide actuar de acuerdo con sus convicciones para escándalo de una ciudad que, como Cartagena, era conventual y mojigata, indiferente a las innovadoras tendencias del arte moderno, escenario que la impulsa a comentar que subsistía en “un medio estrecho y hostil”.

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Por tal motivo, desde su participación en el Salón de Artistas Costeños, nunca dejó de frecuentar Barranquilla, atraída por una comunidad de escritores, artistas visuales, periodistas y personajes excéntricos con quienes se identificaba y llegarían a ser sus íntimos amigos en una tertulia permanente en varios lugares de la ciudad. No hay duda de que su contacto con el histórico Grupo de Barranquilla en el bar La Cueva, donde se ejercía una dinámica creativa con ideas novedosas, influyó de manera decisiva en su producción artística.

De hecho, 1954 fue un año muy fructífero para Porras en Barranquilla. En primer lugar, ilustró la portada y los cuentos de Todos estábamos a la espera de su amigo, de Álvaro Cepeda Samudio, con magistrales dibujos que recrean la atmósfera y el contenido de sus historias. Un año más tarde hizo la portada para La hojarasca (1955), la primera novela de Gabriel García Márquez, donde su trazo fino e inteligente dibuja a un niño de ojos tristes sentado en un taburete con un fondo de planos geométricos en negro y amarillo.

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Sus dibujos también aparecieron en los periódicos La Calle, de Alfonso López Michelsen, y El Observador, orientado por Jorge Child, su futuro marido. Ese mismo año exhibió por primera vez una muestra individual de sus pinturas en la galería de arte El Callejón, de Bogotá (1955), la cual suscita el reconocimiento de la crítica especializada y es ubicada en el grupo de vanguardia artística en Colombia. Después de ver esta exposición, el ilustre poeta Jorge Gaitán Durán comentó que ella era “la más grande revelación de la pintura colombiana”.

También en 1954 participó en la producción de la película La langosta azul, la primera película experimental de la cinematografía nacional, para la que diseñó el vestuario y contribuyó con su actuación en el papel de La Hembra, aunque nunca se revela su identidad. El protagonista del cortometraje en blanco y negro de 29 minutos es el fotógrafo Nereo López. La película está basada en un guion colectivo de Álvaro Cepeda Samudio, Enrique Grau y el español Luis Vicens, según reza en los créditos iniciales. Es posible detectar en La langosta azul reminiscencias del neorrealismo italiano de la segunda posguerra, del que se diferencia, entre otras cosas, por su singular dosis de humor y desparpajo caribeños.

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Entre las décadas de los años 50 y 60, Porras ejecutó sus pinturas más memorables. A dos años de La blusa roja, pintó Cecilia y los pájaros (ca. 1954), uno de sus más icónicos autorretratos, donde se proyecta con el pelo corto y un categórico brazo izquierdo levantado en señal de saludo o despedida, escoltada por una maría mulata, pájaro emblemático de Cartagena, frente a una torre y dos garzas que vuelan con el mar de fondo. Sin embargo, son los paisajes de su ciudad natal los que suscitan su mayor interés. Ángel volando en la noche (1957) es una composición en planos azules de una figura alada que vuela sigilosa sobre un árbol de intrincadas formas y matices, en tanto que en Paisaje (1958) construye, en una perspectiva geométrica de evocación cubista, un conjunto de figuras desiguales de diversos colores para significar el orden arquitectónico de la ciudad. Del mismo año es Rehilete, quizás una de sus imágenes más poéticas y lúdicas, en la que un niño se entretiene con un molinillo cuyas aspas de colores giran con el viento. Pero es su pintura La torre blanca (ca. 1960) la que mejor recrea a Cartagena como una sucesión ascendente de rectángulos bajo una cúpula roja, donde el protagonismo cromático forja, como en algunas de sus pinturas, la idea de paisaje, reconocido por el círculo anaranjado de un sol omnipresente.

Aunque nunca se reconoció como feminista, fue sin duda una de las primeras mujeres en asumirse en igualdad de condiciones con los hombres. Desde una perspectiva de género, Porras integra la pequeña nómina de mujeres artistas que rompe con los modelos académicos decimonónicos, es pionera del arte abstracto en el Caribe colombiano y de precoces prácticas performáticas en el país. Aunque era tímida y silenciosa, exteriorizaba en ocasiones una personalidad histriónica que demolía esquemas convencionales y le permitía burlarse de la sociedad gazmoña de su época.

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Según recuerda el periodista Germán Vargas Cantillo, su amigo, ella perdía todas sus inhibiciones cuando se disfrazaba, una de sus pasiones favoritas, y para tal efecto inventaba atuendos que guardaba en un baúl de su casa. En una fotografía de Nereo López en La Cueva la vemos disfrazada con una máscara de caimán, también usó el disfraz de pantera y de árbol, cuyas ramas destrozaron la rocola de un burdel, situación que causó conmoción y por la cual fue a parar a la cárcel. También sirvió de modelo para una serie de fotografías tomadas en la playa por Enrique Grau, en las cuales se representa con gestos teatrales, cubierta de rastrojos marinos o en poses de danza experimental retozando con velos.

Su acción personal más famosa, sin embargo, fue su entrada triunfal a un Banquete del Millón en Bogotá a finales de los años 60, disfrazada como la condesa Sabatini de Nápoles, para desentumecer el formalismo de una ceremonia caritativa que solo ofrece una taza de caldo y un trozo de pan servidos por reinas de belleza. Entró vestida de negro, con un traje largo y un espeso velo que protegía su anonimato, ostentando una pitillera en una mano engarzada de anillos. Toda ella proyectaba un halo de misterio que produjo desazón y nerviosismo entre los asistentes, incluyendo al presidente de la república. A la salida, fue abordada por una horda de paparazis que la interrogaban sin lograr respuestas sobre su identidad y procedencia. Se trató de una imaginativa performance, décadas antes de que se popularizara tal modalidad artística.

Cecilia Porras murió de un infarto a sus 51 años, el 19 de diciembre de 1971, diez días después del deceso de su madre, Manuelita Porras, en la terraza interior de su casa de Manga, en Cartagena de Indias.

*Escritor, curador y periodista cultural.

Por Eduardo Márceles Daconte *

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