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Cervantes en el laboratorio de creación literaria

Un experto alemán en el “Quijote” cuenta su experiencia didáctica en un curso en la Universidad Central en Bogotá.

Gernot Kamecke *
19 de junio de 2016 - 02:00 a. m.
Según el profesor Gernot Kamecke, tema recurrente fueron  “los recursos mitológicos y las fuentes historiográficas”. / Cortesía
Según el profesor Gernot Kamecke, tema recurrente fueron “los recursos mitológicos y las fuentes historiográficas”. / Cortesía

En el primer bimestre de 2016 recibí una invitación de la prestigiosa Universidad Central de Bogotá, expresada amablemente por los maestros Roberto Burgos Cantor y Adriana Rodríguez Peña, para dictar unas clases de creación literaria basadas en la lectura de Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes. La acepté con alegría después de unas consideraciones con Alejandra Jaramillo Morales, directora del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia, donde también enseña creación literaria, que me convenció de la evidencia artística, científica y didáctica de tal proyecto en el contexto académico colombiano.

En las universidades alemanas, la creación literaria no se enseña. Los pocos profesores de literatura que son escritores, escriben bajo seudónimos. Al lado de la teoría y las grandes ideas de cómo y por qué un texto literario se ha escrito, la práctica misma de la escritura parece no tener importancia científica. El acto de escribir literatura es considerado una sabiduría privada, resultado tal vez de una convicción romántica, todavía vigente en Alemania y en Francia, de que el escritor literario es una persona genial y que la genialidad no necesita enseñanza técnica. Dictando este curso en Bogotá entendí que poseemos un vicio raro en los departamentos de filología románica en Berlín o París: el de pensar un texto literario principalmente como hecho histórico, un objeto analizable cuando el acto de escritura ya ha pasado. El presente —y más aún el futuro— de la creación literaria o bien pertenece a una idea mitológica, una suerte de tabú, o bien se integra al discurso de la crisis que padece la vieja Europa. Se dice que de todos modos ya no se escribe buena literatura, o que, si es el caso, lo sabremos en unos decenios, cuando el acto presente se habrá convertido en hecho histórico. Con respecto a este punto —de confiar menos en el valor de un canon que en la fuerza de un acto presente— los colegas latinoamericanos nos adelantaron ya de lejos.

Conocí Colombia como un país literario en auge y movido por grandes expectativas. Los jóvenes que se lanzan a la literatura —de prosa, de poesía y de teatro— son numerosos, no sólo en las universidades especializadas en formar los escritores futuros. Se atarean para liberar espacios conceptuales y crear campos de práctica literaria afuera de la sombra recaudadora y un poco asfixiante que dejó en la literatura colombiana el gran Gabriel García Márquez. Llama la atención cómo, en los últimos años, la escritura literaria ganó un capital simbólico importante en Bogotá, Medellín, Cali, Cartagena, Barranquilla y otros centros culturales de Colombia.

Me encontré también con que existe una multitud de instituciones que mueven los actos y los hechos literarios: las ferias, las competencias, los premios, las becas, las redes sociales y hasta el trabajo memorial para la superación de la reciente historia violenta se traslada por el “medio de la literatura”. En este contexto, las universidades, y en particular la Universidad Central, forman parte de un momento literario vigoroso, que en los departamentos filológicos de Europa tal vez llamaremos en algunos años la “literatura colombiana contemporánea”.

Encontré en clase una docena de estudiantes, motivados y orientados ya hacia una posible carrera literaria, esperada impacientemente. Estos chicos y chicas demostraron ser representantes modélicos de la nueva juventud intelectual, nacida poco antes del siglo XXI, que aprendió a saber ya todo en teoría, estando conectada con el mundo a través de los medios múltiples del internet. Al mismo tiempo, todos tenían ideas muy claras sobre el motivo de por qué escribir literatura, la mayoría estando comprometida en causas sociales y políticas contemporáneas de Colombia. Me dijeron que tenían que escoger un “laboratorio” —así se llamaba el tipo de clase— y que escogieron el del Quijote porque sonaba raro o porque era el único con enfoque en la prosa. De verdad, sabían muy poco sobre la época de Cervantes. Algunos habían leído el texto en la escuela, pero tenían recuerdos de algo viejo y poco comprensible, sin utilidad aparente para sus propios proyectos de escritura.

Por este motivo sentí la necesidad de insistir en la explicación del contexto histórico del Quijote, desarrollando la idea de que el texto representa el origen conceptual de la novela moderna en Europa y América. La vida movida y aventurera de Cervantes —el soldado en Lepanto, el cautivo en Argel, el recaudador en Andalucía— les fascinó, en cierta medida, pero la filosofía de su prosa, influyente en el sistema discursivo del Siglo de Oro español, no menos fascinante y riquísimo en ideas éticas, teológicas y científicas, no parecían interesarles, salvo si un asunto particular pareció comparable de alguna manera a la época actual. Los estudiantes defendieron su postura pragmática, utilitarista, con honestidad.

Quisieron ser recompensados por la tarea laboriosa de leer detalladamente las viejas salidas de don Quijote y Sancho Panza. Así pactamos para poder entrar en las cuestiones técnicas de una carroza cuyo nombre sigue designando curiosamente la novela más emblemática de la lengua española, y tal vez la más conocida del mundo. Trabajamos las instancias narrativas, la focalización de los actantes, la función de los cuentos intercalados, la construcción antagónica de los protagonistas, el estilo de los lenguajes utilizados y, como tema recurrente, la dialéctica extraordinaria que crea el texto de Cervantes entre los recursos mitológicos y las fuentes historiográficas.

Aprendiendo en cada curso, como el “maestro ignorante” de Jacques Rancière, sobre el contenido de la disciplina desde los mismos discípulos, la necesidad de adaptar con la situación académica poco habitual generó finalmente una idea didáctica que podría justificar la experiencia con efecto retroactivo. De hecho, la exigencia pragmática de los estudiantes —de querer aprender sólo lo que sirva para la práctica— condujo a un énfasis en las cuestiones trascendentales y transhistóricas de la obra de Cervantes. En este punto pueden cruzarse los intereses de la filología y la creación literaria. ¿Qué es lo que queda del Quijote para un lector de hoy? ¿En qué consiste la verdad artística de la obra? ¿Cómo comprender su valor universal en cuanto acontecimiento y referencia para generaciones de novelistas y teóricos de la novela, hasta hoy?

Estas preguntas acompañaron los ejercicios prácticos, que hicieron los estudiantes al final de cada clase, de transferir los asuntos históricos, áureos, en preocupaciones del tiempo presente. Los resultados fueron fascinantes. La tarea de convertir el Quijote en un objeto o un protagonista de un cuento, a la manera del Pierre Menard de Borges, nos llevó a pequeños universos literarios de gran variedad, presentando situaciones personales intensas, hogares violentos, vidas en la cárcel, escenas de suicidio, redes de violencia policíaca o sesiones en gabinetes sicoanalistas. La tarea de crear el marco de una ficción histórica, jugando con la mitología caballeresca, nos condujo a lugares imaginarios inspirados por el mito de la Atlántida, el triángulo de las Bermudas, los campos etruscos o un estado virtual antes de la “programación informática” de las vidas humanas. Aquí se presentaron amores entre dioses, ceremonias indígenas, peleas de animales o angustias humanas en situaciones políticas complicadas, desde la dictadura argentina y la violencia colombiana hasta los atentados del 11 de septiembre de 2001.

La fantasía, la imaginación y la voluntad de escribir son los elementos que nadie puede enseñar. Estaban allí, vigorosamente, a partir de un impulso de base. Faltaba todavía un poco la canalización de estas fuerzas. Ahí, seguramente, el modelo de Cervantes sirvió en el sentido técnico, para organizar constelaciones narrativas, crear situaciones de tensión, repartir el discurso directo en conformidad con el carácter de los protagonistas, afinar el lenguaje de las descripciones, manejar el reparto de las informaciones entre los protagonistas y el lector, etc. Al mismo tiempo —lo descubrí con la práctica—, esta manera particular de trabajar el texto puede repercutir también en la “ciencia” cervantista. Los esbozos de cuentos y novelas que escribieron los estudiantes en su laboratorio contestaron en efecto a unas preguntas fundamentales —sobre la significación de la técnica, el estado de la justicia, la fuerza de la imaginación, la desviación de la locura, la sexualidad de hombres y mujeres— que siguen haciéndose al Quijote desde una perspectiva contemporánea.

Es probable que la creación literaria, en cuanto disciplina, por mucho tiempo no tuviere derecho de entrar en la ciudad académica europea. En cuanto didáctica, no obstante, tal vez ya ha llegado de manera clandestina. La perspectiva práctica puede recuperarse por la teoría en la medida en que focaliza un aspecto trascendental de Cervantes. Pues al lado de la compatibilidad aparente de su libro con la cultura universal, desde el cómic franco-belga hasta el cine japonés, es también —como Rabelais, Quevedo, Torres, Faulkner, Proust, Joyce, Broch— un escritor para escritores.

* Filósofo y literato alemán.

Por Gernot Kamecke *

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