El Magazín Cultural

Chaikovski o la armonía de un burócrata

El compositor ruso transitó desde una clase apenas favorecida hasta la nobleza gracias a su música y es uno de los invitados permanentes dentro del repertorio del festival Rusia Romántica.

Juan David Torres Duarte / Ilustración: Lina Paola Gil
13 de abril de 2017 - 03:00 a. m.
Chaikovski o la armonía de un burócrata

Piotr Chaikovski pudo convertirse en un burócrata anhelante como Gregorio Samsa. Un burócrata gris, en una ciudad gris y básica, rodeado de papeles grises y básicos e infértiles. A sus 15 años, su profesor de música, Rudolph Kündinger, le había desaconsejado perseguir una carrera musical, puesto que un joven como él, dotado de orígenes sin nobleza y sin títulos, podría llegar a lo sumo a fungir como maestro de academia o instrumentalista de banda teatral, pero nunca tendría la ocasión de rozar las alturas inusuales de una composición maestra, sublime y delicada, que sin duda estaban reservadas, como determinaba la costumbre, para las almas exquisitas de los nobles. Kündinger sabía cuánto talento tenía el joven Chaikovski, cuya madre había muerto apenas hacía un año y cuyo bálsamo era la música, pero era irremediable: jamás sería un compositor. No es justo que un hombre talentoso sea maltratado. Forzado por una existencia precaria, Chaikovski se vio entonces resignado a estudiar en el Colegio Imperial de Jurisprudencia y conseguir un puesto en el Ministerio de Justicia.

Fue servidor civil por tres años. A la hora de su muerte, 34 años después, la biografía de Chaikovski contaría aquel terceto temporal como una memoria menor. Por entonces, sin embargo, fue una forma de existencia paralela y pública a su educación musical, que se había criado en las lecciones incipientes y rústicas que le dieron sus padres —para quienes la música era un auxilio de diversión en caso de verse obligados a trabajar en un pueblo apartado y frío de la Rusia imperial— y se reafirmaba ahora en los conciertos públicos de la Sociedad Musical Rusa. Aprendió contrapunto y armonía, y para cuando el conservatorio de San Petersburgo fue fundado, en 1862, Chaikovski, un joven de apenas 22 años, ya tenía claro que su destino sería la música. Dejó para siempre la carrera de servidor público con el recuerdo antiguo de las tardes en que en el colegio tocaba el armonio para entretener a sus amigos. “Nos divertíamos —recordaría después Vladimir Gérard, uno de sus amigos de niñez, sobre aquellas tardes—. Pero no estábamos imbuidos en ninguna clase de esperanza por su futura gloria”.

“Arrepentirse del pasado, anhelar el futuro y nunca estar satisfecho con el presente: eso es mi vida”, escribió Chaikovski en una carta. Su paso por el conservatorio le permitió cierto profesionalismo: a finales de la década de 1860 componía óperas que en últimas lo disgustaron, pero que le otorgaron cierto reconocimiento. Chaikovski fue proclive a la depresión y sufrió una tendencia formal hacia la tristeza cuyo origen podría trazarse hasta el afecto que le vedó su madre, su soledad en los primeros años de colegio, la ingratitud de su clase. Mucho después, también se originaría en la aceptación de su homosexualidad y la desgracia de su matrimonio fracasado. A principios de 1870, cuando estaba en Moscú y componía con constancia, le escribió a uno de sus amigos: “Hay un asunto que me atribula: no existe nadie en Moscú con quien pueda tener una relación hogareña, íntima, familiar. Pienso con frecuencia en cuán feliz sería si tú o alguien como tú viviera aquí. Tengo un gran anhelo por el sonido de las voces de los niños y por compartir todos los intereses de un hogar: dicho de otro modo, por una vida familiar”.

Su fama, sin embargo, era creciente. Diez años después sería autor de trabajos como 1812, Eugene Onegin, Romeo y Julieta, Cascanueces y La bella durmiente. Para entonces ya había superado su relación con el Grupo de los Cinco —un conjunto de compositores que buscaban y esculpían la identidad propia de la música clásica rusa— y las críticas recias sobre su música, que determinaban que era sobre todo una suma de la tradición occidental y no un fundamento que exaltara el alma nacional. Tal vez para cuando compuso 1812 las dudas estaban saldadas: su comienzo tranquilo, al modo en que se adentran las tropas en el terreno para no ser descubiertas, se desperdiga hasta la exacerbación en su victoria final, celebrada con una orquestación general, ruidosa, expansiva y rotunda como el rugido bárbaro de un cañón mayúsculo, la armonía de la defensa rusa ante Napoleón. Chaikovski pudo haber sentido, al componer aquella obertura que “es muy probable que carezca de mérito artístico”, que igualaba en altura a sus antepasados militares.

El joven que se había resignado al destino de un oficinista público era al final de su vida un maestro consagrado. Giras en Europa y Estados Unidos, caminatas ambulantes por la Rusia rural, un doctorado en música de la Universidad de Cambridge, el honor de la Academia de Bellas Artes de Francia: todo aquello le había conferido un aura imperial y convulsa como su mirada pedregosa.

Su mérito había eludido la mala fortuna de haber nacido en una clase sin altura social, y sin embargo Chaikovski debió de advertir cierta ironía cuando el zar Alejandro III le confirió la Orden de San Vladimir y un título de nobleza que convertía su apellido, por mandato de la cabeza imperial y de allí hasta el término de la monarquía, en una herencia honrosa y digna de ser multiplicada. Luego vino una pensión vitalicia y el título nunca oficial de principal compositor cortesano. La muerte tardó poco: el cólera, al parecer, fue el origen de su desdicha.

Por Juan David Torres Duarte / Ilustración: Lina Paola Gil

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