A Oona
La guerra era horrible; la lucha sin cuartel y la destrucción imperaban en Europa. En los campos de entrenamiento enseñaban a los reclutas cómo atacar a la bayoneta y, aullando, abalanzarse y hundirla en el vientre del enemigo. Y si la hoja se enganchaba en la ingle, a disparar en el vientre para desasirla. El histerismo colectivo era descomedido. A los que se escabullían de su quinta los sentenciaban a cinco años, y todos los hombres tenían que llevar su tarjeta militar de identidad. El ir vestido de paisano daba vergüenza, pues casi todos los jóvenes iban de uniforme, y cuando no lo llevaban se les podía pedir la documentación. Las mujeres les regalaban una pluma blanca.
Algunos periódicos me censuraron por no ir a la guerra. Otros salieron en mi defensa, afirmando que mis películas eran más necesarias que los servicios que pudiera prestar como soldado.
El ejército americano, flamante y fresco cuando llegó a Francia, quería entrar inmediatamente en acción, y en contra de los razonables consejos de los ingleses y de los franceses que llevaban tres años de sangrientos combates, se lanzaron a la batalla con valor y audacia, pero a costa de cientos de miles de bajas. Durante varias semanas las noticias fueron deprimentes; se publicaban largas listas de los americanos muertos y heridos. Luego hubo un período de calma, y durante unos meses los americanos, como el resto de los aliados, permanecieron en las trincheras en medio del barro y la sangre.
Por fin los aliados empezaron a ponerse en movimiento. En el mapa, nuestras banderitas avanzaban. A diario las multitudes contemplaban aquellas banderitas con ansiedad. Luego, las tropas lograron abrirse paso, aunque a costa de un tremendo sacrificio. Aparecieron entonces grandes titulares: ¡El káiser huye a Holanda! Y más tarde, toda la primera plana con sólo estas palabras: ¡Se h firmado el armisticio! Yo estaba en mi habitación del Athletic Club cuando llegó la noticia. En las calles empezó a oírse un delirante alboroto: las bocinas de los coches, las sirenas de las fábricas y las trompetas empezaron a sonar y siguieron sonando durante todo el día y toda la noche. ¡El mundo se volvió loco de alegría, cantando, bailando, abrazándose, besándose y amándose! ¡Por fin llegaba la paz!
El vivir sin guerra era como salir de repente de la cárcel. Habíamos estado tan sometidos a una dura disciplina, que durante varios meses tuvimos todavía miedo de salir sin nuestras tarjetas militares de identidad. Sin embargo, los aliados habían ganado, fuera cual fuese lo que esto significara. Pero no estaban seguros de haber ganado la paz. Sólo había una cosa cierta: que la civilización, tal como nosotros la habíamos conocido, no sería ya la misma: una era había desaparecido. Y también había desaparecido el llamado decoro básico, aunque el decoro no ha sido nunca excesivo en ninguna era.
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Edición: Andrés Cousclo Venet
Historia de mi vida. La Habana. Editorial de Arte y Literatura. 1974. Págs. 316-317.