El Magazín Cultural
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Ciro Guerra, en blanco y negro

El director de “El abrazo de la serpiente” nació en Río de Oro (César) y desde niño se sintió atraído por el cine. Retrato de un revolucionario.

Fernando Araújo Vélez
28 de febrero de 2016 - 04:09 a. m.

Un lápiz y un papel, eso era todo lo que necesitaba Ciro Guerra de niño para ser feliz, y ser feliz era evadirse de la realidad, olvidar el día a día, el mundo, las obligaciones. Ser feliz era crear, y él creaba, inventaba, imaginaba. Con un lápiz y en un papel dibujaba muñequitos en sus cuadernos, mientras sus compañeros de clase jugaban a la pelota o a darse trompadas y creerse Kid Pambelé. Dibujaba y creaba su propio mundo, mientras los profesores explicaban cosas que no entendía ni le importaban. Dibujaba secuencias y personajes, y de una u otra forma algunos de esos personajes eran él. En sus dibujos todo lo podía. Incluso olvidar que se llamaba Ciro Guerra, que era humano y vivía en un planeta llamado Tierra. En sus dibujos, Valledupar y Bucaramanga, las tierras de su niñez, podían ser mar, selva, desierto o luna, y él, un héroe. Los dibujos eran su vida, y fueron esa pequeña razón la que lo llevó a tomar la decisión de hacer películas.

Después llegaron los años de ir al cine, de perderse una hora y media entre las historias y los diálogos del doctor Emmett Brown y Marty McFly en Volver al futuro y creer que sí, que era posible viajar al futuro y volver al pasado y romper con la realidad, “trascender la brutalidad”, como diría muchos años más tarde. Llegaron los años de Indiana Jones, de la búsqueda del medallón que tenía el secreto de la vida, los de El niño y el papa y los de otras películas. “Yo era un niño inquieto, muy curioso. Un terremoto. Recuerdo que leía mucho. Las novelas de Julio Verne, El Cristo de espaldas, y veía las novelas de la época que protagonizaba Carlos Muñoz”. Ya en la adolescencia se reunió con varios amigos que también dibujaban y jugaban con sus videocámaras a hacer cine. “Mis dibujos eran películas. Luego, con algunos amigos nos reuníamos para hacer películas en el colegio, etc. Los cómics que leíamos, por ejemplo, fueron un gran entrenamiento”.

Su primera película, que fue un video, relataba la toma de su colegio por parte de unos estudiantes que secuestraban a los profesores y reventaban a quien se opusiera. Eran los primeros años 90. Colombia, entonces, sólo hablaba y sabía y respiraba violencia. Los periódicos y noticieros estaban salpicados de sangre y muerte. Las calles eran de sangre y de muerte, y los niños y los adolescentes se fueron acostumbrando a que esa, y sólo esa, era la realidad. Las noticias de tiros y asesinatos, de masacres y tomas, permearon a Guerra, como permearon a todos los colombianos. Él se refugió en el cine. Veía cine, respiraba cine, hablaba de cine y pensaba en términos de cine. El cine era su día a día, como lo seguiría siendo antes y después de sus películas, La sombra del caminante, Los viajes del viento y El abrazo de la serpiente. El cine lo sacó de Valledupar y lo llevó a la Universidad Nacional en Bogotá.

En la Nacional se aferró más y más a las películas y los documentales. Hablaba de Werner Herzog y de Fellini, de Truffaut y de Hitchcock, y allí conoció a Cristina Gallego y se enamoró de ella, y tomados de la mano se lanzaron a hacer cine. Luego llegaron el convivir, el conversar y los hijos, Emiliano y Jerónimo. “La única vez que lo he visto salirse de su paciencia fue el año pasado, en el entierro del papá de Cristina, don Horacio Gallego Ospina”, recuerda Mónica María Castrillón, una de las primas de Cristina Gallego. “En un momento, su hijo Jerónimo se fue a caminar por el cementerio y él lo llamó una, dos, tres veces, pero el niño no respondía. Entonces pegó un grito para que volviera. Nos aterró más que Ciro se descompusiera, que el grito en sí”. Los hijos, diría hace poco en una de las múltiples entrevistas que ha tenido que responder, “te enseñan a ser paciente y tolerante”.

Hoy, la paciencia y la tolerancia, la profundidad de sus respuestas, “Creo en el hombre después del viaje al Amazonas. La vida no puede resolverse en una frase”, lo atraviesan de arriba abajo. Se le reflejan en los ojos, que oscilan entre la quietud y la perspicacia, entre la duda y el análisis, que miran como si vieran más allá de la mirada del otro, y que suelen ver lo que ese otro no ve; en las manos, que intenta ocultar para que nadie se contagie de sus esporádicas tensiones, y en los gestos de su cara, una cara de palo para decir, por ejemplo, que la vida “le ha dado la oportunidad de vivirla”.

faraujo@elespectador.com

Por Fernando Araújo Vélez

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