El Magazín Cultural

Clarice Lispector: Las máscaras de sí misma

En el Sexto Concurso Literario “El Brasil de los Sueños”, el Instituto de Cultura Brasil Colombia propone escribir un cuento que empiece con un párrafo de la escritora.

Juan Gustavo Cobo Borda
10 de diciembre de 2018 - 05:22 p. m.
Clarice Lispector, quien además de escribir, era traductora.  / Cortesía
Clarice Lispector, quien además de escribir, era traductora. / Cortesía

La primera imagen de Clarice Lispector (1925-1977) contada por ella misma es tan reveladora y a la vez elocuente de la forma como asume el mundo que vale la pena sopesarla con cuidado: “Mi madre ya estaba enferma y, por una superstición muy difundida, se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada: con amor y esperanza. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esa carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y yo hubiera desertado. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y haberlos traicionado en la gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono. Querría que simplemente se hubiera cumplido un milagro: nacer y curar a mi madre. Entonces, sí; yo habría pertenecido a mi padre y a mi madre. Yo no podía confiar a nadie esta especie de soledad de no pertencer porque, como desertora, tenía el secreto de la fuga que por vergüenza no podía ser conocido”.

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De origen judío, nacida en Ucrania, de pocos meses llega a Brasil, luego de un viaje en barco desde Hamburgo. Ha dejado atrás un país que arde, en la revolución bolchevique, en la reacción anticomunista de los rusos blancos, en los progroms y exterminio de los judíos. Se sentirá así extranjera en la tierra, muy acorde con la tradición hebraica del éxodo permanente.

La infección que padeció su madre de seguro le afectó el sistema nervioso y la parte motora, provocándole una parálisis progresiva y la invalidez. Pobre, muy pobre, hija de inmigrantes, verá morir a su madre en 1930 y a su padre en 1940. Encontrará, eso sí, en el libro y la lectura, en el estudio y en la atención a esas muchas voces interiores que la acompañan, un mundo propio, original y sorprendente. Donde la plana banalidad de los hechos cotidianos se rompe en una sorpresiva eternidad, hecha de refulgente energía.

Ella quería lo perdurable. Historias que nunca se acaben, chicles que duren y nunca pierdan su sabor. Carnavales, como los de Recife, donde vivieron un tiempo, donde la existencia familiar de vendedor de puerta en puerta, ofreciendo telas, zapatos, perfumes, agujas y cintas, se transfigure en la metamorfosis del disfraz y la música, de la otra personalidad. Por ello Clarice se definirá, muchas veces, como una mezcla de osadía y timidez, de tenacidad y desamparo. De lucha consigo misma, para convertirse en abogado, sin saber bien por qué, salvo, quizás, un remoto afán de mejorar la vida en las cárceles, y de comprender, según sus propias palabras, cómo se convirtió en “una muchacha alta, pensativa, rebelde, todo mezclado con bastante salvajismo y mucha timidez” que la llevaría ya desde el periodismo adolescente a suprimir los hechos y privilegiar las sensaciones. A establecer recortes fragmentarios de lo real, lo cual será muy visible desde sus primeros textos, hechos de instantáneas, de transiciones repentinas, del ojo observador que registra la ciudad y quienes la habitan, la calle y sus pequeños dramas, la rutinaria vida de todos los días, expuesta y sacudida de pronto.

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Cortada de modo abrupto, como en dos de sus novelas, por el imprevisto auto que destroza a sus heroínas, llámese Macabea en La hora de la estrella (1977), llámese Virginia en La araña, su segunda novela, de 1946.

Casada en 1943 con un compañero de la Universidad, que entra a la carrera diplomática, se separará en 1959, teniendo dos hijos. Vivirá en Nápoles, en Berna, en Suiza, seis años en Estados Unidos, incómoda con esa vida tan fingida de protocolo y cocteles insípidos, pero a la vez sumergiéndose en su soledad, en capas más profundas de su mente y sus recuerdos, en diálogos con perros caseros y animales del zoológico, en aprendizajes inusitados con las muchachas de servicio, una de las cuales será la detonante de una de sus más estremecedoras novelas, La pasión según G.H.  (1964).

Sagitaria, su visión poética del mundo se sostiene a partir de esas pulsiones instintivas donde el deseo, ya desde la infancia, tira sus anzuelos en pos de ese lenguaje balbuceante, incapaz de aprehender la totalidad de lo real. Por ello la lectura, en Machado de Assis, en Monteiro Lobato, en Dostoievski, en Capitanes de arena de Jorge Amado y Lucio Cardoso, quizás uno de sus grandes amores no consumados, debido a la elección homosexual que él había asumido, le permiten ir perfilando su instrumento expresivo, que tendrá dos referencias claves: El lobo estepario de Herman Hesse y los Diarios y Cuentos, de Katherine Mansfield.

Todo ello dándose por canales no lógicos ni racionales sino instintivos y sensoriales. El placer de la lectura como un goce que debe demorarse para no agotarlo en el afán impaciente de un primer deslumbramiento. Sólo que El lobo estepario la enfermará y le producirá fiebre. “Hice de la lengua portuguesa mi vida interior y mi pensamiento más íntimo, la usé para palabras de amor”, confesará. También revelará otra verdad de su arte al decir: “Elegir la propia máscara es el primer gesto humano y solitario”.

Lo permitido y lo prohibido, la forma y el vacío; y aquella narrativa morosa construida a partir de “un lema salvaje”, como lo llama su biógrafa Nadia Batella: “O yo lo destruyo o él me destruirá”, al referirse a la relación de pareja. Esto ya desde los 9 años de una niña de colegio, “alegre y monstruosa”, a la vez, que fascinada por el profesor despliega su papel, pues tenía “la tarea de salvarlo por la seducción”. Así muchos de sus personajes, que sospechamos autobiográficos pero que ella prefiere considerar criaturas de ficción. Por ello sus novelas son líricas e introspectivas, hechas de anotaciones inmediatas, que tratan de mantener la frescura de la impresión, y que parecen rehuir las incesantes correcciones. Un aire espontáneo y vivo como se dijo de su primera novela, de 1943, Cerca del corazón salvaje en ese obstinado sondeo del propio yo, de una exploración de la complejidad del alma, del abismo sin piedad donde debemos hundirnos con la autora que es tantas veces personaje. Porque ella sabe trabajar con la pureza del odio.

Apatía y sobresalto, fascinación y disgusto, su vida oscilará entre un hijo con esquizofrenia y el teatro de representaciones que urde con su escritura. Terminará siendo máscara de sí misma, circundada por los múltiples mitos que comienzan a envolverla en su leyenda. Solitaria o bruja. Por ello poetas como Manuel Bandeira o Carlos Drummond de Andrade la reconocen de su estirpe y el gran narrador Joao Guimaraes Rosa sabrá de memoria largos fragmentos de sus libros.

Pero la realidad acecha y su mano adormecida con un cigarrillo desatará un voraz incendio en su lecho que afectará sensiblemente su instrumento de escritura. Quedará así en medio de sus heroínas, que en sus diez novelas tienen tanto del kitsch popular como de aquella dimensión mítica que llega hasta la prehistoria en África y las primeras ciudades como Bagdad y Damasco donde nació la escritura.

Traductora de Poe, Verne, Walter Scott y Agatha Christie sobrevivirá económicamente y se hará popularmente conocida al escribir para revistas de amplia circulación de carácter femenino y diarios de gran tiraje. Hará también libros para niños pero en sus cuentos y novelas sólo terminará por ser fiel al misterio. Al hacerse como ser, es decir, como mujer escritora. Tal como lo expresó Carlos Drummond de Andrade en un poema, “Visión de Clarice”.

Clarice vino de un misterio, partió hacia otro.

Nunca supimos la esencia de su misterio.

O el misterio no era esencial.

Esencial era Clarice viajando en él.

Por Juan Gustavo Cobo Borda

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