El Magazín Cultural
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Pequeño glosario de antintelectualismo: “Clase trabajadora” y “Coaching”

Más expresiones de nuestra forma de hablar para el debate propuesto por el Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia. Séptima entrega.

William Díaz Villarreal* Fernando Urueta** Juan Diego Medina*** / Especial para El Espectador
24 de julio de 2020 - 04:16 p. m.
"El trabajo asalariado está desapareciendo de la faz de la tierra: hoy todos son obligados a actuar como gerentes de sí mismos, a ser emprendedores, freelancers, subcontratistas o trabajadores independientes", dicen los investigadores de la Universidad Nacional.
"El trabajo asalariado está desapareciendo de la faz de la tierra: hoy todos son obligados a actuar como gerentes de sí mismos, a ser emprendedores, freelancers, subcontratistas o trabajadores independientes", dicen los investigadores de la Universidad Nacional.
Foto: Archivo

Los términos del Pequeño glosario que hemos comentado hasta ahora tienen la ventaja de estar a caballo, por así decirlo, entre la academia y el debate público: aunque se refieren a cuestiones académicas o a debates dentro de la universidad, cualquier lector puede identificarlas, aunque matizadas, en la discusión política actual. A partir de hoy, eliminaremos el adjetivo de nuestro proyecto. Se llamará Pequeño glosario de antintelectualismo, a secas, para darle más espacio al antiintelectualismo en el debate público, sea éste de carácter académico o no. Las dos entradas de esta entrega, dedicadas a la expresión “Clase trabajadora” y a la práctica del Coaching, apuntan en esa dirección.

Clase trabajadora

Ya no se dice “proletariado”, se dice “clase trabajadora”. El reemplazo del término técnico por el eufemismo tiene varias explicaciones. La más evidente es ideológica: la palabra “proletariado” fue usada por Marx y los marxistas, y todo lo que huela hoy a Marx tiene el desagradable tufo de la ideología. La segunda tiene como fin la difuminación del trasfondo histórico del término. En la Antigua Roma, los proletarii eran los más pobres y numerosos, los que carecían de propiedades y sólo podían aportar a sus hijos, su prole, para engrosar las filas del ejército. De modo similar, en la teoría económica el proletariado designa a todos aquellos cuya única fuente de subsistencia es su fuerza de trabajo, que ponen en venta al mejor postor; también son los más numerosos, también los más pobres, los que no tienen otra cosa diferente de su cuerpo para enfrentar la competencia en el mercado. “Clase trabajadora”, en cambio, es una expresión más vaporosa: designa una identidad, y por lo tanto sugiere una opción, algo fortuito, que puede incluso ser afirmado, como una pertenencia, sin hacer explícita una situación objetiva de injusticia.

La tercera razón es política y tiene que ver con que la palabra “burguesía” también ha desaparecido del vocabulario intelectual. Hoy se habla en cambio de “la clase alta”, “los más ricos”, “los multimillonarios” o “el uno por ciento”: todos estos eufemismos apenas denotan la cantidad de riqueza o la pertenencia a un círculo social exclusivo. La palabra burguesía designaba no sólo una posición concreta dentro de las relaciones de poder social (en el ocaso de la Edad Media, los burgueses eran los habitantes de los burgos y por lo tanto no estaban sometidos al poder de los señores feudales), sino también un conjunto de actividades específicas en el marco de las relaciones capitalistas (prestamistas, comerciantes y artesanos libres). Los nuevos eufemismos borran de un plumazo la historia del capitalismo que se acumulaba en los términos antiguos, y junto a ella, la capacidad de comprensión histórica de los fenómenos que les dieron origen y que los confrontan con el presente. Si el sistema capitalista se basa en la disputa de todos por la acumulación del capital, es apenas obvio que el proletariado y la burguesía sean clases antagónicas: al fin y al cabo, ambas quieren lo mismo, la riqueza que se puede extraer del trabajo asalariado. La lucha de clases no es, como pretende la derecha, un fenómeno fortuito, alimentado por el odio de ciertos sectores sociales en contra de otros, sino un elemento estructural de la forma en que el capitalismo ha constituido nuestras relaciones sociales. “Proletariado” y “burguesía” ponen en primer plano la naturaleza antagónica del capitalismo que las expresiones “clase trabajadora” y “los más ricos” maquillan con tanta eficacia.

Pero los eufemismos actuales son también el reflejo de otro fenómeno, más inquietante aún. La naturaleza antagónica del capitalismo ya no se expresa bajo la forma tradicional del enfrentamiento entre proletariado y burguesía, pues ambas clases han venido siendo borradas de la realidad social. Hoy en día, cuando el capital tiende cada vez más hacia los mercados de especulación financiera, las privatizaciones o la economía del conocimiento, la riqueza ha dejado de ser extraída de la explotación del trabajo asalariado, y tampoco se puede asociar inmediatamente, como antes, con una clase social más o menos clara de propietarios del capital. Por eso, ya no se puede hablar de burguesía en sentido estricto, sino de un capital anónimo pero omnipresente que actúa como el principio común que determina la vida de todos los individuos, sin distinción alguna de la cantidad de riqueza que posean (o que no posean). Los sujetos ya no se definen por su carácter de propietarios o trabajadores, y los más pobres ni siquiera pueden aspirar a ser como mercancías que se ofrecen al mejor postor en el mercado de trabajo, porque el trabajo asalariado está desapareciendo de la faz de la tierra: hoy todos son obligados a actuar como gerentes de sí mismos, a ser emprendedores, freelancers, subcontratistas o trabajadores independientes. El trabajo asalariado se ha vuelto descartable y se encuentra al borde de la extinción, al borde de ser suplantado, sin dejar rastro, por las innumerables formas del rebusque.

Desde este punto de vista, la expresión “clase trabajadora” no es solo una forma más suave o decorosa de referirse a un proletariado que ya no existe: es, en verdad, una mentira que podría calificarse como soberana. En primer lugar, por su enorme tamaño: es gigantesca la brecha que separa a la “clase trabajadora” de la realidad contemporánea, en la que el trabajador asalariado, como alguien que cuenta con algunas certezas económicas, sociales y temporales, ya no es más que un ejemplar aislado, por no decir un fósil, de una especie de otra era geológica; no es casual, de hecho, que los cada vez más escasos trabajadores asalariados que sobreviven hoy sean vistos por la mayoría como privilegiados que gozan de una suerte inmerecida. En segundo lugar, es una mentira soberana por su autoridad imaginaria: la expresión “clase trabajadora” tiene el curioso poder de invocar, como si todavía existiera y con el aura que la rodeó en otra época, a esa especie desaparecida, con todo lo que esto implica: una identificación gremial, unos lazos de solidaridad, unos intereses comunes.

En el siglo pasado, cuando el movimiento obrero usaba expresiones como “clase trabajadora” o “clase operaria”, se refería al proletariado en su enfrentamiento con la burguesía; señalaba, en otras palabras, una relación económica desigual, materializada en el contrato de trabajo, y la identificación alrededor de un conjunto de intereses comunes. En los usos eufemísticos posteriores, en boca por ejemplo de conservadores o liberales antimarxistas, “clase trabajadora” tendió a difuminar ese enfrentamiento, pero aun así conservó alguna referencia a él, por difusa o negativa que fuese. Sin embargo, ahora que el capital ya no corre en cacería de más y más trabajadores a los cuales explotar, sino que huye en polvorosa de ellos y deja a la mayoría a su suerte, el término ya no parece servir para dulcificar la lucha de los trabajadores contra la explotación capitalista. Parece, más bien, servir para ocultar su lucha contra la falta de explotación capitalista, situación que no ha demostrado ser más benigna, sino más cruenta, aun cuando venga maquillada con tanta eficacia por expresiones como coaching o emprendimiento, con las que la academia y los intelectuales, cuya tarea fundamental debería ser la reflexión, han acabado por reconciliarse sin la menor resistencia.

Coaching

Fernando Pérez Bou, psicólogo y coach educativo, señala que el coaching es “el arte de aprender a aprender y no de enseñar”. Al ser un proceso de perpetuo aprendizaje, un viaje inacabado y al parecer inacabable, se adapta a las necesidades de cualquiera, desde un deportista amateur hasta un gerente multimillonario. Y no es una práctica compleja: “en el coaching acogemos el no saber para avanzar más hacia él, haciendo posible que surja la sabiduría”, dice Julio Olalla en El ritual del coaching, un libro de aforismos iniciáticos para el futuro coach. El objetivo de la práctica, agrega Olalla, “es recobrar el alma, no es entender. El entendimiento aparecerá en un tiempo”. La verdad es que, para ser un viaje hacia la sabiduría, el coaching requiere muy poco esfuerzo intelectual: “sucede más en la experiencia de ser aceptado, respetado y tomado en cuenta, que en la inteligencia de lo que se dice”. La sabiduría que exige el coaching tiene muy poco que ver con la reflexión, y mucho más, en cambio, con su forma superficial. Basta un uso obsesivo de máximas y paradojas, los signos naturales de la sabiduría oriental (que hoy parece la mejor cotizada). El coaching “es un romance con las preguntas”, dice Olalla, pero “cada vez que caes en la tentación de dar respuestas, te alejas del camino”. O también: “el coaching es una paradoja”: “mientras más tratas de hacerlo menos sucede”. Perlas sapienciales que, a la larga, se sostienen sobre un antintelectualismo sin rubor y sin conciencia.

“Si quienes han participado en el espacio ritual del coaching tratan de explicar su experiencia a quienes no han estado en ese espacio”, lo que dicen “no resulta entendible”. Esto también es paradójico y en un sentido doble. En el primero, que es el más evidente, su presentación como un saber arcano, reservado para los iniciados, vacuna al coaching contra toda crítica: quien se atreva a criticarlo no lo entiende. Y en el segundo sentido, menos evidente, se asocia con tantas otras palabras de hoy, como excelencia o emprendimiento, que se inscriben en un ecumenismo engañoso: todos podemos aspirar a su realización en nuestra vida, pero sólo unos pocos pueden acceder a sus favores.

El coaching, como tantas otras prácticas de apaciguamiento, es una sopa de pollo para el alma en los tiempos que corren. Según Olalla, nació “con el posmodernismo, como una respuesta a las turbulencias del alma, provocadas por la caída de la objetividad como principio constitutivo de nuestro sentido común”. Pero detrás de esta descripción laberíntica y pomposa del presente se esconde una realidad mucho más concreta que la “caída de la objetividad”: la desaparición del empleo formal, el vaciamiento del contenido de la cultura y la destrucción de las instituciones políticas. Estas condiciones de vida, cargadas de riesgos y desconfianzas, han hecho que los consultorios se colmen de pacientes diagnosticados con depresión y ansiedad. Oportuno y salvífico, el coaching aparece no sólo como un paliativo, sino también como un método de adaptación al mundo de hoy: le enseña al nuevo emprendedor a ser competitivo, eficiente, austero, resiliente y emocionalmente inteligente. Y para lograrlo, el coach recurre a palabras querendonas, como “alma”, “ritual” o “arte”; pero también a expresiones febriles y envalentonadas, como las que el coach Henry Rodríguez les dirige a las empresas y los “emprendimientos” afectados por la pandemia: “O te adaptas o te mueres”, “Emprender o morir”, “Te innovas o te inmolas”, “Unos van a crecer; otros a desaparecer”.

Originalmente, el coaching era una práctica reservada para el espacio empresarial; resulta llamativo que se incorpore con tanta rapidez a la vida académica. Entró a la universidad como una actividad extracurricular ofrecida por las escuelas de negocios; hoy prolifera bajo la forma de diplomados, especializaciones y maestrías, y se ofrece como servicio a la comunidad académica bajo la forma de minicursos de mindfullness e inteligencia emocional. “Los programas de coaching son una de las iniciativas de apoyo estudiantil de más rápido crecimiento de la última década, y múltiples estudios de investigación muestran la efectividad de dichos programas”, dice por ejemplo una nota en Inside Higher Education. “Una de las razones por las que prosperan es que están centrados en el alumno más que en la universidad: se puede dirigir a cada alumno a varios departamentos especializados para ayudarle con sus necesidades específicas y guiarlo hacia los mejores recursos”. También prepara a los docentes para la competitividad académica, para mantenerse equilibrados, aun bajo la presión de los ránquines, los factores de impacto y la producción de patentes. El coaching parece resolver así la vieja tensión en la universidad entre la formación para la reflexión autónoma y la formación para el empleo y la producción. Pero, por supuesto, esta solución es falsa, y lo que evidencia su auge en la universidad es que, en realidad, la segunda ha absorbido a la primera.

* Profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia (wdiazv@unal.edu.co).

** Estudiante del doctorado en Teoría e Historia Literaria de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp), Brasil (fernandourueta@gmail.com).

*** Estudiante del Pregrado en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia (judmedinacr@unal.edu.co).

* Aquí puede leer la sexta entrega de esta serie.

Por William Díaz Villarreal* Fernando Urueta** Juan Diego Medina*** / Especial para El Espectador

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