El Magazín Cultural

Claudia López: "Espero que esta energía que me posee no se acabe nunca"

Presentamos una entrevista en la que Claudia López, alcaldesa de Bogotá, habla en detalle sobre su infancia, adolescencia y la forma en la que mil adversidades le impidieron que estudiara medicina, hecho por el que terminó en la política.

Isabel López Giraldo
29 de octubre de 2019 - 09:27 p. m.
Claudia López, ante las distintas adversidades para estudiar medicina, estudió Finanzas y relaciones internacionales en la Universidad Externado, lo que la condujo a comenzar su carrera política.  / Gustavo Torrijos
Claudia López, ante las distintas adversidades para estudiar medicina, estudió Finanzas y relaciones internacionales en la Universidad Externado, lo que la condujo a comenzar su carrera política. / Gustavo Torrijos

Soy la hija mayor de una maestra, María del Carmen, y de un comerciante de Cucaita Boyacá, Reyes López.

Abuelos y padres

Mi abuelo paterno, que comparte nombre con mi papá, fue un trabajador muy recio, verraco, de carácter. De él heredé los ojos claros, pues los suyos eran muy azules, él fue un hombre muy guapo.

Mi abuela Lola era lo más amoroso, lo más divino. Dolores y sus hermanas, mis tías abuelas Emma, Imita, y Elvira, nacieron en Boyacá y tienen unas historias increíbles. Mi tía Elvira como mi tía Emma fueron madres solteras, lo que en la época era un escándalo mayúsculo, infinito, por lo que tuvieron que sobrevivir cociendo y vendiendo ropa de pueblo en pueblo. Por su parte, mi abuela Lola se divorció, lo que debió ser otro escándalo enorme, sobre todo porque luego se fue a vivir con Ezequiel, un señor encantador al que alcancé a conocer.

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Mis abuelos tuvieron muchos hijos. Recuerdo a Miguel, Rodrigo, Lalo, Héctor, Henry, Yolanda (que es la luz de mis ojos), Gladys y Reyes López, mi papá. Pero prácticamente fue Ezequiel quien los crio en Bogotá porque se instalaron a vivir aquí. Luego nacieron Jorge y Rafico, que eran mi adoración, mayores a mí apenas cinco o siete años. Con ellos pasé mi infancia y muy especialmente con mis primos Freddy, Nidia, John (hijos de mi tío Miguel), pues somos de la misma edad. Otros de mis primos son de Tunja, pero también hay una especie de clúster en Puente Aranda, barrio Galán, donde muchos de ellos han estado toda su vida para constituirse en el epicentro de la familia paterna.

Recuerdo mucho a mi bisabuela materna, Jovita, que enviudó muy joven. Ellos eran de Vianí y Bituima, pueblos cafeteros de Cundinamarca. Para visitarlos debíamos coger flota, pasar por la sierra, subir la montaña, bajar a Guayabal de Síquima. Del intenso frío y después de un pesado y largo viaje, llegábamos a disfrutar de un clima templado muy agradable. 

Jovita era consentidora, muy hermosa. Ella vivía en una casa cerca de la plaza del pueblo donde tenían una tienda y a mí me encantaba comprarle golosinas. Agustín Hernández, otro hermano de mi abuela, era el patriarca de la familia, el que administraba las fincas, pues eran una familia de campesinos cafeteros. Y Ulises, el menor de todos, era el administrador de la tienda y además tenía gallera, lo que para la gente del pueblo resultaba todo un espectáculo.

Subíamos la montaña hasta llegar a una zona conocida como El volcán, donde quedaba la finca más grande (esta la administraba Humberto, otro tío abuelo). Era una dicha pasar las vacaciones allá cabalgando o en mula, recogiendo café, aguacates, plátanos, guayabas, naranjas, cortando leña y ordeñando vacas. Siempre fui muy chiquitica, una pulga, pero muy traviesa: me trepaba a los árboles de aguacate y a las palmeras. Lo hacía con mucha facilidad.

Mi mamá tiene cinco hermanos menores: Arturo, Consuelo, Armando y Edgar, que fue como mi hermano. Y en la finca nos reuníamos todos: los tíos que parecían hermanos y los primos. Siempre estuve rodeada de niños con los que hacía fogatas y bajaba al río. Fue una época donde todo era felicidad.

Vianí y Bituima son pueblos vecinos pero rivales: uno liberal y el otro conservador, y cuentan una historia de brutal violencia, pero de todas formas mis abuelos se unieron en matrimonio.

Mi abuela Concha (Concepción era su nombre), tenía una familia muy unida. Sus hermanos fueron José Domingo, Mercedes, Tránsito y ella era la menor. Crecieron en el barrio Olaya en la localidad Rafael Uribe. Con los seis hijos de Tránsito y los cinco de mi abuela, se hacían unas reuniones maravillosas cada fin de semana: celebrábamos los cumpleaños y primeras comuniones. Era todo un plan.

José Domingo tenía una finca en Viotá que también visitábamos siempre que íbamos a El Volcán. Cómo olvidar que las habitaciones estaban atiborradas de colchonetas, unas sobre las otras, para dormir de a cincuenta personas por cuarto. Con los años, en la finca hubo una piscina rodeada de árboles de mandarinas y mangos rojos deliciosos. Esto era el paraíso. Mi mamá me madaba en vacaciones, pero ella no iba porque tenía que trabajar.

Infancia

Siendo niña viví una tragedia que marcó mi vida y la cambió para siempre. Yo tenía una hermanita un año menor que yo que murió en un accidente cuando tenía tres años y medio. Jugábamos en el inquilinato en el que vivíamos mientras esperábamos a mi papá que se estaba demorando para recogernos. Recuerdo que estábamos divinas, perfectamente arregladas para la salida.

Esta era una casa por niveles, estaba en construcción, acababan de echar una plancha en el cuarto piso y quedó una claraboya abierta sobre la que pusieron una teja de plástico. Jugábamos en la terraza y nos pareció muy simpático saltar a ver quién la pasaba. Martica no lo logró: cayó en un platón enorme de aluminio con cualquier cantidad de ropa remojándose, pero en la caída se golpeó la cabeza con el filo de una alberca y el trauma cráneo encefálico terminó matándola.

Esto fue realmente trágico, terrible para todos. Enloquecida, mi mamá bajó corriendo a recoger a la niña que estaba consciente, que no había derramado una gota de sangre y que no tenía ni un solo huesito partido en apariencia. Mi abuela Lola vivía cruzando la calle (en una finca con marranera, lo recuerdo bien). Llegó de inmediato y en esa misma medida lo hicieron los tíos, primos y vecinos. Todos gritaban que llamaran a una ambulancia, que se demoró mucho en llegar, por lo que no hicieron otra cosa que consolar a mi mamá.

Recuerdo cómo estaban vestidos todos ese día, recuerdo con tanto detalle que podría describir incluso el color del cielo. Todo el mundo estaba muy alterado, enloquecido, pero yo permanecí conectada a mi hermanita a través de la mirada: ella no me hablaba, solo nos mirábamos mientras yo le tomaba la mano. Dejé de escuchar, para mí todo quedó en silencio hasta que llegó la ambulancia y se la llevó para siempre.  

Quedé congelada en ese momento. Hay por lo menos dos años de los que no tengo memoria porque viví una especie de autismo, quedé inmersa en mí y desconectada del mundo.

Nos mudamos de casa quizás huyéndole a esa amargura infinita. Llegamos a vivir por un tiempo donde mi tío Miguel, según cuenta mi mamá porque yo no tengo recuerdos: el dolor me encerró en mí, además quedé sola porque ahí supe que mi hermanita era mi todo, era mi mundo, pues ella estaba en mi día a día. Pasé de médico en médico, de fiebre en fiebre, de gripa en gripa, de enfermedad en enfermedad y nada me aliviaba. Yo estaba emocionalmente destruida y mi mamá tuvo que vivir su duelo sola pues para ese momento ya estaba separada.

Mi siguiente recuerdo de felicidad lo tengo a mis seis años cuando nos fuimos a vivir al barrio La Granja. Mi mamá es maestra y en los años cincuenta y sesenta el país tenía un déficit de profesores, por lo que se ofrecían muchos incentivos. Uno de ellos era que en las escuelas públicas se construían apartamentos muy pequeños para los profesores que, aplicando, se ganaron el derecho de habitarlos. Así fue como no tuvimos que pagar por nuestra vivienda durante muchos años, aunque éramos responsables del aseo y de su vigilancia.

Recién casados mis papás, vivieron en la escuela del barrio La Concordia, detrás de la Plaza del Centro en la Candelaria. Pero pasaron por varias: Prado Veraniego (cuando murió mi hermana) y luego mi mamá y yo nos fuimos para La Gala.

El solo trasteo para mí fue felicidad, una dicha, pues jugaba en los salones: con la tiza rayaba los tableros y el parque era para mí sola. Tuve cuarto propio y me visitaban los primos los fines de semana. Esto fue maravilloso, en especial, después de haber vivido por años en la casa del abuelo y de varios tíos. Me sentí grande, en un mundo nuevo que me pertenecía, también me sentí más amada, más consentida, más contemplada y sobreprotegida.

Colegio

Hasta tercero de primaria estudié en un colegio bilingüe, elegantísimo, que mis papás hacían un esfuerzo monumental por pagar hasta que se reventaron, entonces terminé en escuela pública. Esto fue una calamidad para mi desarrollo profesional porque yo sabía más inglés cuando tenía siete años que cuando tenía veinte, aunque lo compensé ya muy adulta.

Asistí al psiquiatra por diez años durante mi adolescencia porque pasada esa etapa de mucha introspección, me dediqué a hacer maldades. Fui necia, inquieta, curiosa, exploradora, hiperactiva y, aún hoy, mi nivel energético es brutal. Tuve una monareta que disfruté muchísimo y era la que desbarataba todo desde la licuadora para ver cómo funcionaba. Así fui dañándole todo a mi mamá.

Desde chiquita fui brillante, muy inteligente pero inquieta. Esta fue la queja eterna de maestros en el colegio porque, además, yo hacía los trabajos rápido y mientras los otros terminaban, yo ya había ido al patio, había vuelto y ya me había inventado otra vaina. Hacía de todo porque no aguantaba quedarme en el salón.

Fui una ávida lectora y mi mamá me incentivaba ese gusto comprándome dos libros por mes (desde mis seis años), y comentándolos conmigo. Así pues, que es un hábito que tengo muy arraigado. A mis diez años recibí de regalo una enciclopedia. Amo las bibliotecas, amo el conocimiento, amo estudiar, me encanta poder entrar a un sitio atiborrado de libros, ojearlos uno por uno, leer un pedacito de uno y guardarlo, coger otro y hacer lo mismo. Esto es algo que me produce cierto placer, pues mal que bien, viví en escuelitas y todas tienen libros. No tengo motricidad fina y lo único fino que hago en la vida es escribir, aunque mi letra no es especialmente bonita.

En esa época había mucho más déficit de cupos en colegios públicos entonces para entrar a bachillerato hacían una especie de Icfes en quinto de primaria y, dependiendo de cómo le fuera a uno, le asignaban la institución.

Como yo era buena estudiante obtuve un buen resultado en ese examen. Llegué al Liceo Nacional Policarpa Salavarrieta, que queda detrás del Museo Nacional en la 7ma con 28. Esto me obligaba a trasladarme en bus desde la granja en Engativá, donde vivíamos. Tenía diez años, era chiquitica y no conocía, entonces mi mamá, durante la primera semana, me llevó y me recogió enseñándome la ruta, cómo llevar la maleta, cómo usar los vales del transporte, cómo pagar, dónde bajarme, cuándo esperar, cuándo cruzar para que no me cogiera un carro, cómo usar el semáforo. Luego me mandaba con mil bendiciones.

Yo llegaba bien al colegio, pero no a la casa, porque por lo general me quedaba dormida en el bus y me pasaba. Pero es que al regreso ya estaba cansada, ya había jugado y molestado todo el día, así pues, que me subía al bus, ponía los libros en mis pies y me profundizaba deslizada en la silla, entonces nadie me veía y tampoco nadie me iba a avisar nada. Me bajaba en otra vereda y sin plata para llamar así que tocaba en alguna casa para que me hicieran el favor de comunicarse con mi mamá pues no solo estaba pasada de hambre, sino que tampoco tenía plata.

No me pasó nada porque mi Dios es muy grande y porque mi hermanita me cuidaba y me cuida, pero como nunca ocurrió nada y jamás me asusté porque para mí todo era un plan, cada pasada era una oportunidad de exploración. Mi mamá me enseñó cómo devolverme si me volvía a ocurrir, aunque me tomó muchas pasadas y perdidas aprender. Cuando llovía me parecía divertidísimo, saltaba los charcos y me reía, eso no era problema.

Después de un tiempo de ensayar varios buses y busetas, con mi mamá descubrimos que lo mejor en la mañana era tomar la flota que venía de Tabio por la calle 80 porque paraba en La granja, en La Caracas con Los Héroes y después en la Caracas con 26, que era donde yo me bajaba. En la tarde yo caminaba la séptima hasta la 19 donde pasaba una buseta que me dejaba a dos cuadras de la casa, así no tenía que hacer trasbordo. Mi mamá recorrió conmigo cuadra por cuadra mientras me familiarizaba y, necesariamente, tuvo que darme más plata, bien fuera para llamar o para tomar otro transporte de regreso. Recuerdo que cuando me “echaba mi septimazo” paraba siempre en La Floridita a comer tostaditas, lo que era una delicia y aún hoy sigue siéndolo.

Mis diez años fueron una edad de quiebre porque recuperé la alegría, porque estuve muy rodeada de toda la familia en especial de mis primos, porque hice nuevos amigos y, lo más grande de todo fue que llegó algo nuevo a mi vida que por un lado me hizo muy feliz, pero por el otro significó una tragedia personal que superé muy rápidamente.

Mis papás, como si se hubieran puesto de acuerdo, rehicieron sus vidas y se embarazaron al mismo tiempo, Gina Marcela (de mi papá) y Diana Carolina (de mi mamá), se llevan quince días y llegaron para acabar con mi reinado. Durante los embarazos hice la más escandalosa pataleta que jamás se conozca, llamé la atención tanto como pude, les hice a todos la vida miserable porque hice un show de celos que no tiene nombre, pero cuando nacieron reconocí ese sentimiento que solo produce un bebé y aún más cuando se trata de un hermano. Como vivía con mi mamá, fui mucho más cercana a Diana Carolina, pero a todos los quiero porque vinieron más. Son tres hermanos por el lado paterno y tres por el materno: Andrés Javier (de mi papá), Jeison Eduardo y José Luis (de mi mamá). Mi papá se separó y luego de muchos años se volvió a organizar y tuvo una hijita que hoy cuenta cinco años: Valentina.

 Esto último resulta muy curioso porque yo llevo muchos años debatiendo si ya estoy muy mayor para ser mamá, preguntándome si debería tener un hijo, pensando si sería un acto de irresponsabilidad. Manejo yo semejante conflicto cuando de la nada llega mi papá con la noticia de su nueva paternidad. O él es muy loco o yo soy muy precavida, pues le llevo 45 años a mi hermanita menor. Cada uno vive su vida como quiere, pero esto me resulta muy simpático, por decir lo menos.

La relación que tengo con mi mamá no la tengo con nadie en el mundo, y la amo como a mi papá (que ahora vive en Ibagué) y a mis hermanos, que son la luz de mis ojos, ellos fueron quienes me devolvieron la felicidad en la vida y por los que me siento infinitamente recompensada, me hicieron mejor persona, por ellos me siento mucho mejor ser humano, me enseñaron paciencia, tolerancia, a compartir, a respetar la diferencia, a ceder en lo que es posible hacerlo, a escuchar y a ser responsable porque ayudé mucho en su crianza. Todas estas virtudes las potenciaron, por lo mismo no entendería mi vida sin ellos.

Soy feliz con las labores de la casa y siempre ayudé mucho con ellas, pues mi mamá tenía ya suficientes responsabilidades, se doblaba en el trabajo e incluso se quedaba horas extras. Fue mi abuela quien me enseñó a cocinar y lo hice y hago siempre con gusto, porque yo pasé mucho más tiempo con ella y con mi tía Consuelo. Gracias a ellas me volví muy organizada, aprendí a administrar una casa y una tropa donde cada minuto cuenta, donde los horarios se vuelven estrictos, donde existe la hora para despertar, para ir al baño, para arreglarse, para tender las camas, para desayunar y para salir. Yo ayudaba a bañar a mis hermanos y hasta a vestirlos, les armaba las loncheras y los despachaba, todo esto antes de irme para mi universidad que comenzaba a las once de la mañana. 

Hice los tres primeros años de bachillerato en el Policarpa y, no por falta de inteligencia sino por vaga, en primero habilité una materia, en segundo rehabilité y en tercero perdí el año: había cosas más divertidas qué hacer con mis amigos, mucho más que leer biología. Esto me causó la expulsión del colegio y así perdí el cupo que todos querían.

Y es que mi trauma se reveló de maneras distintas en la niñez y en la adolescencia. En la primera me ensimismé, en la segunda me abrí y desboqué. A esto se suma una muy mala relación con mi padrastro que entonces decidió enviarme a un internado porque no me soportaba, porque yo le volvía la vida cuadritos, a él y a mi mamá. Tuve que aceptar su decisión, porque era eso o la correccional.

Mi prima Nidia estudiaba en el Colegio Rosario, un internado de monjas en Funza Cundinamarca y por ella llegué a lo que fue, sin duda, la mejor experiencia de vida que pude tener. Yo necesitaba de alguien que me calmara, aunque al principio sentí que en mi casa se estaban deshaciendo de mí y dejé de hablarles un tiempo.

Una vez allí logré conectar con la rectora, que, entre otras cosas, se llama como mi mamá, lo que de entrada me generó gran empatía. También fue definitivo su temperamento, que la hacía una persona recia y dulce al mismo tiempo. Sor Carmen Ofelia fue una bendición en mi vida, me tuvo paciencia, me dedicó horas para darme consejo, aunque también me regañó y sancionó cualquier número de veces. Su conversación pedagógica me hizo entrar en razón: entendí que debía vivir mi vida, que mi mamá tenía vida propia, que no podía pasarme de pelea en pelea y que yo no podía cambiar a nadie. Ahí supe que yo estaba compitiendo por el amor de mi mamá.

El régimen en el internado era tan estricto como el militar. A las cuatro de la mañana ya tenía que estar bañada y con agua fría. Diez minutos antes de las seis debía estar en misa, media hora más tarde debía estar desayunando, y cinco minutos antes de las siete debía estar en el salón. Todo tenía un horario con alguien haciéndolo cumplir.

Cuidaban que la cama quedara perfectamente tendida porque si no estaba templada la hacían destender. La cómoda tenía que estar organizada, el pabellón (de 80 niñas) debía permanecer en silencio y limpio y no se podía llevar comida.

Estas exigencias extremas me dieron responsabilidad pero también autonomía en la vida pues ya no me ocupaba de nadie sino de mí. Entonces ahí volví a ser la Claudia disciplinada, ordenada, juiciosa, buena estudiante, aunque el monstruo de la indisciplina no me abandonó nunca, pero no me botaron porque sabían que no tendría quién me recibiera.

Recuerdo que hice hasta para vender porque cualquier día regalé el mercado de la semana y lo tuvieron que volver a comprar. En otra ocasión, por la curiosidad que me daba aplicar lo que me enseñaban en física, terminé haciendo un corto circuito que nos dejó sin energía. Hice muchas diabluras. 

Superado el primer año, mi mamá me invitó a volver a la casa pues consideraba que la lección ya estaba aprendida, pero fui yo quien no quiso volver. Y cómo iba a querer semejante cosa cuando no tenía que coger bus y lo mejor en esa edad era vivir con las amigas sin los papás molestando.

Universidad

Al terminar regresé a la casa. Recuerdo que nosotros pasamos de La Granja al Vergel, que queda por Mártires y después a Ciudad Bolívar, cuando después de ahorrar por dos décadas tuvimos nuestra primera casa propia. En la medida en que todos iban creciendo, nos repartimos los oficios porque mientras uno lavaba la ropa, el otro organizaba la casa, otro echaba viruta y el otro enceraba, luego le sacamos brillo al piso mientras alguno preparaba el almuerzo. Soy de las personas que no puede salir de la casa si no la ha organizado antes.

Quise estudiar medicina y lo intenté por muchos años. A mí me gustaba la ciencia, sobre todo por el servicio social que eso significaba y significa. Yo, como estudiante de bachillerato, iba a hacer prácticas a la Cruz Roja y al Hospital de la Hortua.

Mi única opción para estudiar medicina era La Nacional y no pasé el examen, aunque tuve un buen Icfes. Este fue un golpe al ego muy grande, nunca se me hubiera pasado por la cabeza que me pudiera ocurrir semejante cosa. Me dolió recibir la carta de la Universidad en la que me informaron que se habían presentado 4.800 personas, que contaban con 120 cupos y que yo había ocupado el puesto 150. ¡Me provocaba pegarme un tiro! ¡Hubiera sido mejor haber quedado en el 2000, sin duda alguna! Quedé aburrida y desprogramada.

Mi mamá me brindó soporte emocional como pudo y a la semana me dijo que no podía quedarme llorando, que debía activar otro plan. Fue así como comencé biología en la Universidad Distrital donde pasé sin problema. Estuve dos años, pero seguía con mi idea inicial, así que me presenté en dos ocasiones más a La Nacional sin ningún éxito. Claramente eso no es terquedad, es perseverancia.

Le resté toda la importancia a la plata porque de algún lado debía resultar, así que me arriesgué y me presenté a la Universidad del Rosario, pasé el examen, pero perdí la entrevista. Quedé con el crédito del ICETEX en una mano y sin el cupo en la otra.

Agoté todos los recursos para estudiar medicina y cuando fui a devolver el crédito me hablaron de una beca completa para estudiar en Polonia. Llené cincuenta mil papeles, presenté exámenes y cumplí todos los requisitos para llegar a la universidad de Varsovia. Estaba a quince días de lograr mi sueño y con el tiquete en mano.

Mi mamá se sentía súper angustiada, llorando preguntaba a dónde iba, eso dónde quedaba, cuándo volvía. En el noticiero de la noche presentaron la caída del Muro de Berlín y del gobierno comunista, por lo tanto, a partir de ese momento desapareció la beca y a mí se me cayó el planeta encima.

 

No podía creer que este fuera el destino, era una señal más grande que la vida misma, era claro que no me convenía, que mi camino no estaba ahí. Mi mamá me decía que era impensable que ante la primera adversidad me rindiera, pero es que ya era como la quinta. Yo no quería estudiar otra cosa, derecho no era opción por nada del mundo porque no sería capaz de defender a un culpable, por ejemplo. Yo pediría que quemaran al violador de una niña. Es que no tengo el temperamento para eso, un juez tiene que ser una persona mucho más ponderada. Tampoco me gustaban las ingenierías.  Siempre me he inclinado más hacia las ciencias sociales.

Mis papás han sido ciudadanos muy responsables, siempre han votado, son de los que denuncian, vigilan, participan, no son ajenos a los debates, han estado muy involucrados y comprometidos con los temas públicos. Mi mamá fue sindicalista y siempre, desde que tengo uso de razón, me llevaba a las marchas de Fecode, y mi papá fue Galanista, al punto de que creo que no lloraría mi muerte como lloró la de Galán o la de Rodrigo Lara Bonilla que ocurrió el mismo día que nació mi hermano Andrés Javier (30 abril 1984).

Recuerdo que iba en la buseta y dos cuadras más delante de haber pasado por el frente del DAS y subiendo a Paloquemao, sonó el estruendo de la bomba que tumbó ese edificio y nos salvamos de morir en esa circunstancia.

Estando en la Distrital hice parte del movimiento estudiantil por La Constituyente y participé de la Séptima Papeleta. Pedíamos gobernabilidad, seguridad, justicia, participación ciudadana. Considerábamos que los viejos de la política no hacían ni dejaban hacer, no nos brindaban ningún futuro, menos cuando los bandidos nos estaban matando y el país solo tenía unos partidos desprestigiados.

Trabajé dos años con la seguridad de que, con la nueva Constitución, podríamos cambiar a Colombia, que se haría el pacto por la paz y que nos abriría las puertas a los derechos y mecanismos de participación, y que además podríamos fundar partidos distintos a los tradicionales.

Otra cosa muy importante para mí fue que los amigos de la vida que hice en ese momento hoy son como hermanos. Alejandra Barrios, amiga de ese combo, me habló de su experiencia en El Externado con una carrera nueva, Finanzas y Relaciones Internacionales, que era de estudios liberales, relacionada con ciencias sociales pues involucraba historia, ciencia política, economía y finanzas. Pensó que me podría gustar y me animó a que me presentara. Lo primero que hice fue volver al ICETEX (yo parecía ya un activo de esa institución).

Pasé el examen y la entrevista a la que me presenté después de un acto público de los movilizados del M-19 con Carlos Pizarro y Antonio Navarro, cuando acababan de firmar el acuerdo con el Gobierno. Y a mis diecinueve años me parecía que el hecho de que ellos dejaran las armas era lo más maravilloso que pudiera pasarle al país. 

Llegué pues con una banderita en el saco, lo que justificó la palidez en el rostro y la cara desencajada de los que me iban a entrevistar. Pensé: ¡Pero si aún no he abierto la boca! No entendía qué estaba pasando hasta que revisé la solapa de mi chaqueta, me quité la bandera, la puse sobre la mesa y me regañé en silencio, porque cómo podía ser tan idiota, cuánto había buscado esa oportunidad para desperdiciarla de esa manera pues, claramente, cualquier cosa que dijera iba a molestar.

A la primera pregunta que formularon me excusé, expliqué que no era por desafiarlos sino que amaba la idea de un país en paz después de cinco décadas de conflicto (y yo con dieciocho años), por lo mismo celebraba el hecho del desarme. Les conté que venía del evento porque desde siempre he pensado que esa es la senda, que hay que sacar las armas de la política pues de otra forma mi voz nunca va a valer y así se los expresé. También les dije que yo sentía su dolor, que lo compartía, pues acababan de sufrir la pérdida de sus colegas magistrados en el atentado al Palacio de Justicia por ese mismo grupo armado.

Me contestaron que efectivamente su dolor era muy profundo, pero que estaban de acuerdo que esa era la razón para estudiar relaciones internacionales, para sacar las armas, la violencia del conflicto y de la política. Cuánta gratitud siento por el decano de ese momento, Roberto Hinestrosa y por Maribel de Tovar; ellos cambiaron el rumbo de vida.

Cuando me entregaron el recibo de la matrícula, supe que no podía hacer nada distinto que estudiar y destacarme, pues valía más que todo el patrimonio de familia, más que los ahorros de varias generaciones enteras en la casa. Decidí que debía trabajar y así lo hice pues yo tenía una responsabilidad muy grande conmigo y con mi familia.

Con los ritmos que me impuse no hice amigos, además por un tema generacional pues yo era mayor que todos mis compañeros: cuando yo ya tenía veinte años ellos apenas acababan de terminar el colegio.

Estudié con unos gomelos divinos que salían de rumba a sitios que vine a conocer años más tarde: yo no tenía cómo pagarlos ni tiempo para dedicarle a la diversión. Entre nosotros había un divorcio enorme, diferencias sociales muy grandes: mientras todos vivían en el norte o en el centro, yo corría para salir y llegaba de última a clases porque vivía a varias horas de distancia de la universidad. Además, debí resultarles muy guerrillera por mi lenguaje, por mis ideas muy de izquierda cuando ellos todos eran unos burgueses. Pero se convirtieron luego en mis amigos. Cómo no recordar a Fabio, a Óscar, a Cata Botero, a Ana María y a Aleja que han sido como hermanas para mí.

Cata es hija de Margarita Marino de Botero, ambientalista, fundadora del Inderena. Alguna vez estudiando en su casa se nos hizo tarde y comenzó un coctel con invitados de la ONU que venían al país por un proyecto de vivienda popular en Ciudad Bolívar. Todos los señores elegantísimos, muy gringos y europeos, hablando en medio de mapas (que son la pasión de mi vida) y yo, un bicho raro que se metió a mostrarles con detalle cada rincón, con sus fortalezas y bemoles. Les pregunté qué querían hacer, dónde lo querían hacer y cómo lo querían hacer, les ubiqué los lugares de alto riesgo, el por qué no podían construir en determinada zona, les señalé una quebrada que impedía trazar la vía y el lote en el que había unas areneras. El caso es que salí con empleo de esa reunión pues fui contratada con pago en dólares, el mejor ingreso que jamás me hubiera podido imaginar en la vida pues en pocos meses me gané lo que me hubiera tomado años en mi anterior trabajo, además, hice muy buenos contactos. Dediqué mis vacaciones, pero bien lo valieron porque al semestre siguiente estudié sin trabajar.

Desde ese año hacemos con mis amigos una cena de Navidad, porque son familia para mí. Con ellos conocí lugares aburridísimos y muy distintos a los que yo frecuentaba (Goce Pagano en la 22 con 5 con un par de cervezas que a ellos debía parecerles un chuzo, si es que alguna vez lo visitaron). Tuve que aprender a disfrutar su música en inglés, un plan que me parecía súper aburrido, pero como me quería acercar entonces no tenía opción.

Mi siguiente trabajo bien pago fue con Enrique Peñalosa (padre), profesor de la Universidad y fundador del Centro de Investigaciones de El Externado. Tenía una ventaja enorme: al quedar en la misma universidad no me obligaba a salir corriendo para estar a tiempo.

Refliexiones

Si bien recuperé la alegría, tiendo a ser una persona muy ensimismada y reflexiva. Puedo, perfectamente, pasar muchos años en silencio y sola, es algo que disfruto profundamente y me hace falta, sobre todo en esta vida tan agitada que, si bien disfruto, también me agobia. Soy alguien que se puede desconectar muy fácil y es algo que he aprendido a manejar, pero que también me ha traído problemas interpersonales con mi pareja, por ejemplo. Puedo estar en medio de una cena y si me aburro, saco un libro y me pongo a leer. También me puedo quedar mirando a través de una ventana por horas.

He sido súper arriesgada, los nervios no fueron una secuela de esta situación, ni la inseguridad, gracias a mi mamá que trabajó en mí la autoestima de una manera impresionante. Para ella yo soy la mujer maravilla. Siempre repetía una y otra vez: “No nos va a pasar nada. No hay dificultad que tengamos que no vayamos a poder superar”. Era su empeño el que yo no me quedara con una noción trágica de la vida, sino optimista y alegre, y es que mi mamá siempre ha sido muy amorosa, dedicada y alegre pese a su inmenso dolor.

Siempre vuelvo a esa mirada profunda y extensa. Sé que cuento con un angelito, sé que mi hermanita está conmigo y he sentido su presencia protegiéndome. Es una fuerza muy profunda, es mi refugio. Es curioso que ese momento trágico me transmita paz y nada me brinda más sosiego que mi mundo mental. Lo que debo evitar es evadir al resto, desconectarme, aislarme.

La sensación de estar perdiendo el tiempo me puede enloquecer, siempre tengo seiscientas cosas importantes qué hacer, por lo mismo diez minutos son la eternidad.

Me quedan muchos árboles por subir, muchos lugares por visitar, muchos libros por leer, porque espero que esta energía que me posee no se acabe nunca. 

Por Isabel López Giraldo

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