El Magazín Cultural

Cómo contar una historia sin historia

Enrique Patiño, autor de “Cuando Clara desapareció”, narra la intensa búsqueda detrás de su más reciente novela y cómo construyó el emotivo relato sobre la desaparición de su hermana.

Enrique Patiño
16 de abril de 2017 - 02:00 a. m.
Durante tres años, Enrique Patiño escribió  decenas, cientos de veces la historia que dio origen a  “Cuando Clara desapareció”. / Cortesía
Durante tres años, Enrique Patiño escribió decenas, cientos de veces la historia que dio origen a “Cuando Clara desapareció”. / Cortesía

Cuando Clara desapareció en 19 de abril de 1991 a las 6 de la tarde frente al llamado Edificio de Los Bancos en Santa Marta, subida a empellones a un vehículo de vidrios polarizados por un par de matones contratados, yo ni siquiera pensaba en ser escritor o en consagrarme a las letras como reportero de oficio.

Veintiséis años después algo me queda claro: su caso fue una más de las razones –además del desamparo de los ciudadanos de a pie, de la injusticia por doquier o del olvido al que nos sentimos sometidos todos– que me impulsaron a sobreponerme a los sueños tranquilos de la infancia y a definir en cambio un futuro en el que la literatura me serviría para contar las historias de país que había que narrar para sanar heridas que de otra manera supurarían dolor por generaciones. O hacía algo o me moría de pena moral por no haberlo intentado.

Hace al menos cinco años asumí por fin el reto de contar la historia definitiva de la vida de mi familia: la desaparición de mi hermana Clara Patiño Orozco, de 30 años entonces, en la época en que la mafia y la política estaban tan hermanadas en Colombia que era imposible que una se moviera independientemente de la otra. Poco ha cambiado desde esos días. Sólo que en aquellos años era más evidente.

Lo curioso es que ese inicio del libro que ahora es una realidad se dio justo cuando arranqué a escribir mi primera novela, La sed, que narra un futuro cercano en el cual el agua deja de correr y la humanidad se enfrenta a una realidad de sequía y migraciones masivas. En los entretiempos que me dejaba ese relato fui construyendo una narración paralela sobre lo que quizá había ocurrido con mi hermana. No escribí ni una sola palabra entonces ni en los siguientes dos años, pero sí fui tejiendo su historia en mi cabeza. La armé desde el periodismo. Luego la reconvertí en novela. Más adelante la hice un reportaje de largo aliento. Cuando sentí que tenía la historia más o menos definida, me arriesgué a escribirla.

Más o menos es más menos que más. No fue una tarea fácil avanzar en ese relato: después de veinte años de buscarla en todos los rostros de todas las personas en cualquier ciudad de Colombia y hasta del mundo a los que viajé, de indagar por ella en internet y en archivos físicos, de rastrear su nombre en registros de víctimas o de desaparecidos, de creer en posibilidades como el tráfico de personas, de órganos, mulas del narcotráfico o cárceles del extranjero, hallé sólo el vacío como respuesta.

En el momento en que dejé de buscar desesperadamente en todos lados, entendí que lo que tenía que hacer era seguir la única pista que tenía: una mujer que vendía dulces en una chaza y recogía sus golosinas a esa hora del cierre de actividades la había visto salir de su oficina y había relatado que un hombre al que mi hermana conocía la había engañado y luego forzado a entrar a un vehículo.

La idea del reportaje de gran aliento volvió a mí, iluso. Me di a la tarea de escudriñar en registros oficiales y de obtener la investigación oficial para atar cabos con las herramientas de mi oficio periodístico. Pero no había archivos. No había tampoco una investigación en ningún lado. No había registros. Ni siquiera el abogado de mi familia durante el proceso por la desaparición de Clara fue capaz de aportar nada, salvo las denuncias básicas por el caso. Las pruebas habían desaparecido. La negligencia y la burocracia me estrellaron su ineptitud en mi propia cara.

Durante tres años reescribí decenas, cientos de veces su historia. Me sentí perdido, aunque la verdad vale mejor decir: desesperado. Reconstruí a partir de fragmentos de conversaciones con familiares y conocidos la vida de mi hermana y me alivió encontrar en ella un ser humano antes que una mártir. Luego indagué sobre la época en que le tocó vivir y hallé tanta corrupción en la sociedad samaria y por extensión en el Caribe, que fui entendiendo las razones de lo que le había sucedido. Un método absolutamente deductivo me fue permitiendo encajar piezas, cerrar el círculo en torno a lo que había pasado en aquellos años.

Pero una desaparición no sólo deja un dolor insalvable y más preguntas que respuestas, sino que abre vacíos en la historia de cualquier ser humano y en la de su familia.

Arranquen a cualquiera de sus personajes protagónicos de un libro que aman o de una película que han visto y verán cómo se descuaja el relato y todo se hunde en la bruma. Así me sucedía con mi hermana: tenía elementos para narrar su historia luego de tanto indagar, pero mi personaje principal no podía ser sólo un vacío, como lo era en realidad.

Porque hay cosas que la narrativa no perdona, y una de ellas es suspender la historia en un lugar indeterminado del relato. De hecho, tampoco permitimos que suceda eso en nuestra realidad: seguimos buscando a los nuestros años después de que nos abandonan, hablándoles, poniéndoles flores o cerrando ataúdes porque necesitamos que sus historias se cierren.

Y escribir sobre Clara me exigía que el personaje tuviera una voz. ¿Por qué? Porque necesitaba que ella, mi hermana, fuera el símbolo de muchos, de los sesenta mil desaparecidos oficialmente que dejaron de tener voz de un día para el otro, aunque mi cifra más personal y seguramente certera habla de 250 mil personas desaparecidas en Colombia, ya que la mayoría no denuncia o, si lo hace, no tiene la paciencia ni las vísceras para tragarse más de diez años a la espera de que su familiar sea declarado como tal. Necesitaba que Clara fuera una ausencia como todos ellos, pero que no pasara a ser un espectro en un segundo plano, tan propio de este país que sigue sin prestarle atención a un tema que en países como Argentina o Chile ha movilizado a su sociedad. Clara debía ser lo que fue: un ser de carne y amores, de odios y vitalidad, capaz de atreverse a romper las normas, como en realidad lo había hecho, de errar y de decidir saltar al vacío. Clara necesitaba copar el relato tanto como su ausencia. Ella, presente, y ella, ausente, debían estar por igual.

Por fortuna, recordé lo que en una conferencia con los escritores Pablo Montoya y Nahum Montt habíamos planteado un par de años atrás: como narradores nos estábamos cansando de contar la realidad tal cual era y de vernos devastados una otra vez ante la contundencia de la derrota, y estábamos desaprovechando las herramientas de la ficción para contar lo que hubiéramos querido que fuera.

Eso, la ficción, era la chispa que podía permear el relato y cerrar por fin mi lucha con la historia de Clara. No para tergiversar los hechos, porque todo lo suyo era dolorosamente real, sino para cerrar esas pequeñas brechas de su vida que ya no tenía cómo rastrear. Era, en pocas palabras, el hilo que tejía la historia.

Entonces volví a borrar todo. Y escribí de nuevo cada párrafo, por enésima vez en tres años de intentos fallidos. Esta vez con la certeza de que la conocía ya tanto de escudriñar minuciosamente en su vida, que era como si ella me dictara cada palabra. Escribí con rabia, con furia, con ira, con lágrimas en los ojos, con dolor del más puro y del que quema y te deja en el piso agotado, derrotado, vapuleado. Escribí con las entrañas y aun así con poesía, con precisión periodística y al mismo tiempo con las herramientas narrativas que me permitieran mantener la tensión en el relato porque finalmente eso ha sido la vida de mi hermana y la de mi familia y la mía durante todos estos años: una tensión permanente que no nos dejaba en paz al no saber si volvería o no, si se la habían llevado para siempre o sólo por un lapso.

Pero Clara no ha vuelto.

Quien desaparece o secuestra a alguien ignora el peso de sus acciones en el tiempo: aún hoy, veintiséis años después, sus victimarios deben recordarla, lo sé. Ahora mi labor es que ellos jamás olviden cuánto pesa arrebatarle a una familia a uno de los suyos. Hacer que les remuerda la conciencia tanto como a mí y mi familia nos pesa Clara en el recuerdo. Como pesan los 250 mil desaparecidos de este país. Por todos ellos he escrito esta historia. Para que la infamia de arrebatar la vida deje de ser un juego y por fin se deje de olvidar a los olvidados.

 

Por Enrique Patiño

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