El Magazín Cultural
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La insólita historia de una inesperada entrevista

Crónica de un recorrido por por Kerala, provincia del sur de India, y de un insólito encuentro con un periodista y un director de cine hindú.

Eduardo Márceles Daconte
22 de junio de 2020 - 01:30 a. m.
Traditional Houseboat on Kerala Backwaters
Traditional Houseboat on Kerala Backwaters
Foto: Getty Images - graphixel

Bajé del barco motorizado que me trajo a Cochín, una ciudad semiacuática del estado de Kerala (India), y de inmediato me dirigí al restaurante que mencionó Iqbal, un profesor de matemáticas de la Universidad de Madrás, a quien conocí durante el trayecto desde Trivandrum. Eran las 2 de la tarde cuando el mesero sirvió la sopa de verduras y la bandeja vegetariana sin olvidar los chapatis de harina de trigo integral. Comí con apetito y pedí otro vaso de agua para mitigar el ardor que produce en la garganta el curry sureño. El mesero llegó sonriente y al poner el vaso sobre la mesa murmuró: “Aquel señor que está allí”, señaló a un hombre de edad indefinida, que me saludó con un gesto de mano desde una mesa vecina, “es periodista y quiere saber si accedería usted a una entrevista”.

Quedé realmente sorprendido, pues era la primera vez que a alguien se le ocurría hacerme una entrevista durante mi viaje por el subcontinente asiático. No tenía idea de qué pretendía saber de mí aquel periodista, pero he leído tanto de estos reportajes de viajeros que cuentan sus anécdotas en diarios y revistas que dije: “Sí, por supuesto”, más por curiosidad que por convicción. No había duda, su innato sentido de periodista descubrió en mí al viajero poseído del incurable complejo de Melquíades.

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El supuesto periodista de la mesa vecina asintió con la cabeza sin dejar de mirarme mientras el mesero le comunicaba mi respuesta. Sonrió, tomó un sorbo de agua y se encaminó hacia mí. “Good afternoon”, dijo. Lo saludé con la misma expresión y pidió permiso para sentarse. Accedí y se presentó como Ram, director de una revista de cine y actividades artísticas de la ciudad. “Usted parece americano”, comentó Ram por romper el hielo inicial en vista de mi silencio. “Sí”, contesté, “soy americano, de América del Sur”. Pero aquel hombre, como siempre sucede en países remotos, me confundió con estadounidense y me preguntó si era de la tierra donde hacía sus prácticas racistas el Ku Klux Klan.

Después de enmendar su error, Ram me comentó sobre su revista. Era una publicación mensual con una amplia distribución dentro del territorio provincial. Además de crítica de cine, se publicaban entrevistas con personajes del mundo artístico y reseñas de las actividades culturales más importantes de la región. De esto conversábamos cuando de pronto Ram enmudeció, miró el techo en señal de concentración mental y sin esperar mi pregunta se dirigió a mí con una mirada intensa: “¿Quiere usted visitar los estudios de cine de mi querido amigo Murti?”.

La sugerencia de Ram encontró una respuesta inmediata y después de cancelar la cuenta y pedir que me guardaran el equipaje, nos pusimos en marcha hacia los estudios de cine. Cochín es el centro mundial de las especias, es la ciudad que buscaba Colón cuando, por casualidad, llegó a la isla de San Salvador en el océano Atlántico. Por sus calles se respira el olor de la pimienta, el comino, la mostaza y la canela. El condimento más popular del país, el curry, es una combinación de diversas especias que proporcionadas en mayor o menor cantidad dan sabores que fluctúan del picante más intenso al suave y casi dulzón. La ciudad está circundada de canales y casi cualquier movilización hacia el interior se efectúa por barco motorizado o canoa de remo. En el muelle, hormigueante y bullicioso, abordamos el barco de servicio público que en ese momento zarpaba.

Zigzagueando, hechizado por la magia de una tierra misteriosa y exótica, nos fuimos abriendo paso a través de la selva donde algún temerario campesino ha desenmarañado un claro en la espesura. Ram me señaló las ruinas de una antigua fortaleza devorada ya por la maleza y me explicó que aquella región había sido el centro de una civilización extensa y rica. En el recorrido por la nación indostánica encontré villorrios polvorientos y ciudades encantadas, cada cual narrando una historia diferente, capitales o centros importantes de remotas civilizaciones perdidas para siempre en los laberintos del tiempo.

Los monumentos religiosos abundan a cada paso. En el lugar más inhóspito se alza un santuario de áspera roca volcánica, al cruzar un bosque nos encontramos con una ermita amurallada y en la cima de una empinada colina, una mezquita musulmana resiste solitaria el ímpetu de un viento ululante que recorre sus gastados aposentos. Quizás el mausoleo más conocido es el Taj Mahal, pero los rajás del Imperio mogul construyeron también fortalezas rojas y palacios de ámbar, y los reyes indostanos levantaron templos eróticos y pirámides escalonadas con figuras multicolores de venerados dioses.

Por fin divisamos sobre la margen derecha del canal un gigantesco elefante de utilería e imaginé que allí era nuestro destino. Sentí que desembarcaba en un mundo de ilusiones en la mitad de la maraña. “Aquí están provisionalmente los estudios”, explicó Ram. “Filman una película en la selva”. Todo era realmente extraño. Dos payasos practicaban malabarismo con bolas cubiertas de estrellas y botellas de madera dorada; un grupo de hombres vestidos de cowboys se encorvaban sobre un juego de naipes y el personal técnico en overoles azules caminaba de manera desprevenida con herramientas y reflectores en las manos.

Entonces recordé que todo había comenzado con la solicitud de una entrevista y miré a Ram cuando empezó a decirme: “Antes de entrar quiero pedirle un favor”. Lo miré extrañado antes de responder “por supuesto”, y abrí los ojos a la espera de sus palabras, pero Ram me empujó suavemente a una mesita aislada y en tono confidencial comenzó a explicar su plan: “Mire”, su voz un poco gangosa, “yo quisiera que cuando conozca a Murti le diga que usted es un periodista americano que viene a entrevistarlo y además que vino porque se enteró de su trabajo cinematográfico a través de mi revista, la cual es muy conocida en su tierra”.

No salí de mi asombro hasta cuando Ram insistió: “Bueno, este es un favor muy especial, porque usted sabe que así gana prestigio mi revista y obtengo más publicidad”. Intenté imaginar una revista sobre cine hindú en malayalam, un idioma escrito con signos que recuerdan jeroglíficos, de venta en alguna librería de Bogotá. De modo que de entrevistado pasé de repente a entrevistador sin haber siquiera pasado por la entrevista. “Pero yo no tengo nada preparado para una cosa semejante”, se me ocurrió decir para intentar una salida de tal situación. “No importa, invente cualquier cosa, estoy seguro de que usted podrá hacerlo”.

Tal vez fue mi silencio lo que Ram interpretó como una aceptación tácita a su propuesta, ya que, sin darme cuenta, me encontré caminando en dirección a una barraca de madera gris. “Diga a Murti, por favor, que Ram está aquí con un periodista americano que desea entrevistarlo”, explicó Ram a la secretaria enjoyada de sari vistoso. No sé por qué sonreí, nos miramos en silencio y en ese instante comencé a elaborar en mi mente un hipotético cuestionario. En verdad sabía muy poco de la cinematografía hindú. Estaba enterado, sin embargo, de que la India es el mayor productor de películas en el mundo. Cada año salen de sus estudios en Bombay, Delhi, Madrás o Calcuta kilómetros y kilómetros de celuloide filmado en su propio idioma provincial. Las películas son todas de un colorido chillón y de una temática ecléctica. Es casi siempre el melodrama de un amor imposible narrado, a veces con humor, innumerables canciones al estilo musical de Hollywood, encuentros de rivales que en ocasiones echan mano del karate, y son, con pocas excepciones, historias de una clase social prominente (de casta superior) que contrasta con la miseria de los espectadores. Es un mundo de oropel y fantasía que hipnotiza durante tres o cuatro horas a una audiencia hambrienta que intenta así olvidar su angustiosa vida cotidiana.

Lo primero que sentí cuando entré a la oficina de Murti fue el sonsonete de un aire acondicionado que suplicaba ser reemplazado. El productor de los estudios más famosos de Kerala se escondía detrás de un colosal escritorio, vestía guayabera blanca, su pelo entrecano y su cara redonda y oscura sugerían una edad entre 45 y 50 años vividos sin privaciones. Después de una sumaria presentación, Murti fijó en mí sus ojos penetrantes y sentí que de mis axilas se desprendían espesos goterones de sudor. Exprimí la boca en busca de saliva y me aventuré a lanzar la primera pregunta:

—Dígame, señor Murti, ¿cuántas películas se producen en sus estudios cada año?

—Alrededor de 50.

—Es decir, ¿casi una por semana?

—Sí

—¿Usted qué piensa de Satyajit Ray, el director de cine bengalí?

—Pienso que es demasiado sofisticado para el público común. Nosotros solo nos proponemos entretener a la gente. No nos interesa hacerla pensar.

Después de algunas preguntas insubstanciales y respuestas que escribí en una agenda, Murti sugirió que visitáramos el estudio donde su hermano Raxi filmaba una escena caótica en la que una actriz lloraba y un actor gesticulaba de manera incongruente mientras que un hombre barbado de turbante rojo con una pluma de pavo real parecía leer el futuro en una bola de cristal. No quise, después de presenciar aquella escena, insistir en mi papel de entrevistador y solo saludé a Raxi cuando gritó: “¡Corten!”. Insistí en salir de allí y mientras esperábamos la barca motorizada para regresar, el actor gesticulante se acercó a nosotros y nos ofreció un cigarrillo.

“¿De modo que usted es periodista?”, preguntó el actor.

Imaginé que ya todo el personal cinematográfico había identificado al extranjero que, en compañía de Ram, exhibía un cuadernillo improvisado y tomaba notas. No es glamoroso el trabajo de un actor hindú. Tiene un horario de 9 a 5 y gana un salario similar a un burócrata de segunda categoría. “No han mejorado las cosas con el triunfo del Partido Socialista en las últimas elecciones”, afirmó con semblante entristecido. Era cierto. Por todas partes, en Cochín y durante el trayecto desde Trivandrum, había advertido las banderas rojas con la hoz y el martillo ondulando sobre los edificios públicos. Pero también comprendí que un estado pequeño y pobre como Kerala difícilmente podía sacudir la miseria y la ignorancia de siglos en escasos años de mandato socialista. Además, la estructura económica estatal permanecía inalterada a pesar del nuevo régimen. “Lo único que ha cambiado ha sido la burocracia”, añadió Ram.

La actitud displicente y oportunista de Ram durante la visita me desagradó. Quizá para reparar su conducta, cuando nos despedimos del actor de regreso a Cochín, sugirió: “Voy a conseguir dos habitaciones en aquel hotel”, y señaló un viejo caserón de dos pisos, “mientras usted reclama su equipaje en el restaurante. Yo vivo en un suburbio lejano y ya perdí el último ferry”. Encontré a Ram con una llave en la mano. “Solo tenía una habitación doble desocupada y la tomé para los dos. Espero no incomodarlo”. Todo había parecido demasiado coincidencial para él ese día, pero no me importó. Cuando abrí la puerta del cuarto, Ram corrió a su interior, se sentó sobre una de las camas y probó la suavidad del colchón dando saltitos: rebotó a la otra y repitió la operación. “Me quedo con esta”, gritó como un niño que acaba de encontrar una golosina. No comenté los modales bruscos de aquel supuesto periodista ahora convertido en compañero de habitación.

Ram empezó a disgustarme aún más, ya no solo por haberme engañado con el asunto de la entrevista, la cual no volvió a mencionar, sino por sus modales insoportables y la desfachatez en utilizarme para sus propósitos de promoción personal. También me enteré por casualidad de que tenían otras habitaciones desocupadas. Ram había mentido. Esa noche, antes de dormir, me confesó que él era escritor. “¿Hay muchos escritores en Kerala?”, pregunté. “Sí, somos, aproximadamente, 200 escritores importantes”. Más por diversión que por otra cosa insistí: “¿Y secundarios?”. Pensó un segundo: “Yo diría que alrededor de 600”. Estaba ante un mentiroso insobornable o la proporción de escritores en una provincia de 25 millones de habitantes era realmente impresionante, aunque, pensando en el índice de analfabetismo del país, era improbable. El aire fresco que entraba por la claraboya me hizo suponer que era medianoche, sin embargo, para no parecer demasiado rudo, dejé que Ram continuara contándome las tramas de sus cuentos insulsos y sus novelas folletinescas. Cuando finalmente apagamos la luz, advertí: “Nada de levantarme temprano, estoy cansado”, y escuché que Ram asentía.

Estaba todavía oscuro cuando oí los gritos: “A levantarse que amaneció, a levantarse...”. Salté de la cama, agarré a Ram por el cuello de la camisa y lo empujé fuera del cuarto. “¡Váyase de aquí, carajo, y no me joda más!”, grité enfurecido. Aún sentía los golpes sobre la puerta: “¿Y qué pasó con la entrevista, qué pasó?”. Luego me dormí, nunca más volví a saber de Ram.

*Escritor, curador de artes visuales e investigador cultural, autor de una docena de libros de narrativa, ensayo, biografía e historia del arte colombiano.

Por Eduardo Márceles Daconte

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