El Magazín Cultural

Me gusta volver

Fue Barranquilla la que acogió mis primeros latidos y fue en Bomba donde di mis primeros pasos. Cuando diga Bomba espero que no se asusten, no se trata de algo truculento: Bomba es ese pequeño pueblo magdalenense donde pasé mi infancia.

Linda Esperanza Aragón
31 de octubre de 2020 - 05:00 p. m.
"Reconozco que una de mis alegrías más puras es recordar que mi casa de la infancia está cerquita de la ciénaga de Zapayán, efímera entre mis manos pero perenne en mi memoria", Linda Esperanza Aragón.
"Reconozco que una de mis alegrías más puras es recordar que mi casa de la infancia está cerquita de la ciénaga de Zapayán, efímera entre mis manos pero perenne en mi memoria", Linda Esperanza Aragón.
Foto: Linda Esperanza Aragón

Tenía un año y tres meses que no iba a mi tierra. Nunca antes me había ausentado tanto. Y es que yo pensaba regresar en Semana Santa, sin embargo, el aislamiento me lo impidió. En Barranquilla me quedé, así como Joe Arroyo, pero no olvidé a mi pueblito. Nunca se me terminan las nostalgias, siguen nítidas.

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¡Ay, volví al fin!, y sentí un sacudimiento en todo el cuerpo al contemplarlo en un solo golpe de ojo, sí, porque Bomba es pequeño: no tengo que estirar el cuello o girar la cabeza para poder divisar el entorno; la gente, las costumbres, los vericuetos, los árboles, el agua y el monte están cerquita. Es un puñao de casas. Séneca tenía razón cuando dijo: “Nadie ama a su patria porque es grande, sino porque es suya”.

Me contaron que fallecieron Sixta Julio, una señora querida por su honestidad y sencillez: si debía cien pesos no dormía tranquila, buscaba la manera para pagarlos al día siguiente; y el señor Alberto Ropaín, un pescador auténtico y jocoso. Sus paisanos lo recuerdan porque hace unos años dio la solución cuando le preguntaron cómo había hecho para dormir tan tranquilo una noche insoportablemente calurosa: “Yo me di tres mecías en la hamaca pa' que me cogiera el sueño”.

De ellos me quedaron solo dos retratos. El día que les iba a hacer las fotos, recuerdo que se mostraron un poco tímidos y me dijeron que desde que sacaron la cédula no habían visto una cámara. Pero a medida en que íbamos conversando la timidez se evaporó: sonrieron y me miraron.

Cuando volví al terruño también encontré caras tristes porque este año se canceló la fiesta patronal. Las señoras, que nada más bailan una vez al año, se imaginaban en la plaza del pueblo gastándose las suelas de las sandalias. Los bomberos —no son los que apagan el fuego, sino los oriundos de Bomba— se quedaron con la ropa lista en el escaparate, pensaban lucirla por la tarde y sudarla por la noche en la plaza. Y nada, en mayo no hubo fiesta patronal en honor a santa Rita de Casia por la cuarentena. Es la primera vez que se cancela la celebración. En mayo no sonaron los porros, los aplausos caribeños, los pies levantando el polvo ni el auténtico guapirreo estimulado por La espuela del bagre. No se enredaron los gritos de alegría con la música de la papayera en la noche, esos gritos que eran la traducción de una frase colectiva clavada en el corazón: el fandango se disfruta hoy, mañana no se sabe. Y no, la fiesta no se hizo. Triunfó la nostalgia, ella sí celebró.

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Además de los retratos de Sixta y de Alberto, y de otras fotografías que había tomado unos años atrás, eran las remembranzas las que más recalcaban la distancia. Y aunque fueron largos meses ausente, el olvido y el desafecto no fueron la victoria de esa lejanía. Creo que nadie supera del todo la infancia, como lo indicó Ricardo Silva Romero en Ficcionario. Lo creo. Al regresar me di cuenta de que no la he superado porque reconozco que una de mis alegrías más puras es recordar que mi casa de la infancia está cerquita de la ciénaga de Zapayán, efímera entre mis manos pero perenne en mi memoria. Posee un cofre de relatos de cuando yo era niña; no lo rescataré, es mi regalo para ella, que tanta alegría me dio, que tantos mundos me ofreció. Los adultos veían agua, yo veía una guarida para humedecer mi imaginación.

Cuando siento a veces que no merezco el mar, no me da tristeza: tengo a la ciénaga.

No estoy sola porque en esta tierra bendita —aquí evoco lo que escribió Juan Gossaín en La balada de María Abdala— están mi cielo y mi luz; este pueblo perdido en los remiendos del planeta es el nido que a mí me correspondió en el reparto del mundo. Por eso me gusta retornar, por eso siento que me pertenece. Si se llegan a deshojar mis nostalgias en las calles de Bomba, no importa, volveré a escribirlas con la luz y seguiré caminando esas mismas calles; no importa si octubre me vuelve a mojar el camino. Volveré siempre para encontrarme con una bandada de imágenes.

En este viaje lo cotidiano siguió siendo un cuento que esperaba ser visibilizado. Mis silencios y nostalgias de los otros días se convirtieron en lucernarios. El pueblo nunca dejó de ser luz. Mirar fue volver.

Y ya mis palabras no encuentran voz, que esas imágenes me ayuden a manifestar lo que sentí al regresar.

Por Linda Esperanza Aragón

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