El Magazín Cultural

Cuento de día de velitas

Aquel era el día donde los andenes estarían cubiertos por velitas de distintos colores y tamaños y donde la pólvora y la parranda aparecerían en medio de calles y avenidas de los barrios populares.

Miguel Valencia
14 de diciembre de 2018 - 05:49 p. m.
Cortesía
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Baile, cerveza y música a todo volumen. El ansiado día llegaba para mi distante, desde el interior de un Transmilenio repleto y oloroso a sudores rancios. Iba de pie, agotado y malgeniado por la larga jornada. A cada ligero movimiento del bus, sentía un codazo punzante, un pisotón mal intencionado o un dolor insoportable que no se instalaba en ningún punto concreto, sino que mutaba y se esparcía como un virus incurable por la totalidad del cuerpo.

Eran las siete de la noche y desde ese encierro carcelario, todos nosotros, presos en el articulado, mirábamos por la ventana el trasegar del mundo. Observábamos con melancolía las calles, los niños sonrientes, corriendo por todas partes y escuchábamos con nostalgia los primeros sonidos de la pólvora clandestina. Al llegar a Ricaurte, la gente en la estación, impaciente por la falta de articulados, se lanzó a la carretera para que les enviaran una ruta vacía. Quedamos atascados, presos como latas de sardinas que se pudren en su salsa apestosa.

La gente miraba el reloj con impaciencia, querían llegar a casa, vivir los escasos minutos que el sistema permitía, ser felices fugazmente, por engaño, por ilusión, para no tener que afrontar que, al otro día, tendrían que esclavizarse de nuevo al ciclo infinito de la productividad, las metas y los horarios. El tiempo pasaba y nada pasaba. El conductor no se movía, tenía la mirada perdida en sus recuerdos insospechados. Era delgado, de estatura mediana, cabello negro corto y piel morena. Vestía con camisa azul, pantalón caqui y tenía unos gruesos anteojos color negro.

La gente comenzó a hacer mala cara, y en el aire empezó a levitar la desesperación, las miradas perdieron el brillo y la cólera comenzó a triturar el espíritu. Después de media hora de espera, pudimos ver que a nuestro lado pasaban articulados, pues la gente de la estación finalmente se había atrincherado a un lado de la carretera y habían dejado un espacio libre para los demás buses. Previamente el conductor no podía posar porque todas las vías estaban ocupadas, ahora, solo quedaba un articulado al frente que fácilmente le podía permitir maniobrar.

Lo único que debía hacer entonces era retroceder y salir por el carril que había quedado libre. Sin embargo, el hombre sacó su celular con parsimonia y se puso a revisarlo tranquilamente, como diciendo “esto va pa largo”.

Una joven preciosa, de cabello rubio, muy bien arreglada, desesperada por la demora, dijo:

- Señor haga el favor de retroceder y salir por el carril vacío que varias personas tenemos afán.

- No me está permitido hacer eso - contestó el conductor inmediatamente con sequedad.

Entonces una señora vestida con chaqueta purpura al oír la petición, sintió un impulso de ánimo y habló por fin también:

- Me gustaría prender las velitas con mi hijo, señor, y aún estamos en Ricaurte… por favor colaboremos y arranque.

Pese a todo, el hombre guardó silencio, se cruzó de brazos y se encogió como un caracol en medio de su silla. Su indiferencia generó un abucheo generalizado. “Maricón arranque a ver” “bájese de esa silla y le enseñamos a manejar guevón", "no nos vamos a quedar aquí toda la noche, apúrele”

El bus se convirtió en un circo lleno de bestias histéricas que gritaban todo tipo de improperios que él resistía en silencio, pues sabía que una mala decisión podría costarle el puesto. Pensaba en su hija y en su mujer, pensaba en lo injusta que era la vida. Entonces, ahogado en su desesperación, gritó que no podía hacer nada, que era un empleado, un funcionario, una simple marioneta del sistema.

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No obstante, el comentario no tuvo eco. Una voz inmisericorde partió el silencio en dos cuando gritó: “Apúrele, arranque que se le están comiendo a su mujer”. Una risa generalizada invadió el lugar y unos murmullos incomprensibles terminaron de mancillarle el orgullo. El conductor, en silencio, tragándose su rabia, cerró un momento los ojos y decidió esperar.

En ese momento justo, el articulado del frente por fin se movió y el hombre pudo finalmente arrancar. En todo el camino su mirada se nubló, se llenó de un peso hondo que no lo dejó respirar con normalidad durante el trayecto. Como tantas veces en la vida se tragó su ración de veneno personal e hizo su trabajo con el mayor decoro que pudo.

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La mujer de cabello rubio se bajó en las cercanías del Sena, se dirigió a un bar y se drogó y emborrachó hasta el delirio en compañía de sus amigos. La señora de chaqueta púrpura se bajó en Alquería y se encerró en un motel con su amante durante horas de intenso placer. El hombre que gritó sobre la infidelidad de la esposa del conductor llegó a una habitación solitaria donde solo lo esperaba el vacío de la muerte.

El conductor prendió velitas con su familia. Estaba desanimado, taciturno, con el corazón apagado. 

Por Miguel Valencia

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