El Magazín Cultural

Cuento: Volví a desempolvar mi camiseta

Un cuento sobre cómo el mundial ha reavivado el amor por la bandera, y ha ilusionado a muchos colombianos.

Juan Raúl Navarro
22 de junio de 2018 - 04:18 p. m.
Ilustración: Tania Bernal
Ilustración: Tania Bernal

Volví a desempolvar mi camiseta, arrugada en un rincón del guardarropa desde que a Yepes le invalidaron ese gol, que sí fue. Recuerdo que la adquirí en la calle, por 10 mil pesos, después de la euforia de haberle ganado 4-1 a Japón en el estadio Arena Pantanal. Luego, con ella puesta —en un teatro y en pantalla gigante— celebré el golazo de volea que James le metió a Uruguay. Desde ese día comencé a tomarle cariño, y cuando nos anularon el gol contra Brasil, en pleno Maracaná, no dudé de su buena energía y toda la culpa se la eché al árbitro.

Sonó el despertador a las 6:55 de la mañana, y mientras me desperezaba y comenzaba a bajarme de la cama, me acordé de ella. Con un pique, digno de Cuadrado, corrí hasta el closet y revolqué apresurado entre la ropa más vieja y amontonada, hasta que me alumbró (como el sol brillante del amanecer) esa prenda  barata y amarilla. Me la puse volando, como Ospina, y de una estirada de extremo a extremo, regresé al lecho y atrapé el control. A las 6:59, bien enfundado en ese poliéster chino y sofocante, prendí el televisor. Sánchez y los nuestros ya asomaban los guayos en la boca del túnel que lleva a la gramilla. Dos minutos después sonó nuestra gloria inmarcesible. Me paré orgulloso y firme, con la mano en el pecho, y tocando el escudo como si fuera un corazón, canté a todo pulmón. Mi esposa me miraba aterrada, arreglándose de prisa para irse a mercar y huir del loco.

A las 7 y 13, ya con el gol a cuestas, comencé a sudarla. Pero resistí con ella puesta hasta el minuto 39, cuando el zorro viejo de Falcao se inventó la falta que Quinterito convirtió en un gol rastrero. Como rastrera fue la estirada de Kawashima, el guardameta antípoda, y su intento de hacerse el pelotudo negando que el balón había entrado.. Entonces, ya sin testigos que me vieran y juzgaran, me la quité más rápido de lo que me la puse y la volié dichoso mientras me rompía la garganta.  

Volví a vestirla, con certeza, cuando el referí llevó el balón hasta el círculo central, validando el empate, y reanudó el partido sin que el VAR lo hiciera dudar. Pero ante la presión nipona y la pasividad de los criollos —que parecían quererse hacer el harakiri— me olvidé de ella. Sufría la embestida samurai y el análisis estúpido del comentarista, que insistía: “Técnicamente Japón no tiene cómo hacerle daño a Colombia”, cuando era evidente que nos tenía acorralados. Y zas, llegó el sablazo. Fue en un tiro de esquina, con un balón filtrado al área chica de las 5 con 50, donde David no vio a Gol-iat. Tras dar un paso al frente, nuestro arquero retrocedió por temor a chocarse con los compañeros que tenía adelante y que le impedían llegarle a la esférica. Área donde Arias no pudo controlar a delantero Ninja, quien de un cabezazo nos hizo la Kagawa con la que perdimos el partido.


A esa hora todo era bochornoso. Aunque yo ya venía “transpirando copiosamente” desde que Pekerman cometió la boludez de entrar a medio James para reemplazar a Juanfer, quien se había echado el equipo al hombro haciendo el gol, bajando a defender y manejando el medio campo. Sin embargo me deje la camiseta encima hasta el pitazo final, cuando me empeloté decepcionado para irme a bañar con agua fría. A las diez de la mañana merodeaba por la Zona Rosa, buscando al mozalbete “cacheticolorado” y simpático que cuatro años atrás me la había vendido. Pensaba que podía estar por allí haciendo negocio y quería devolvérsela, sin reembolso, para que le quitara la sal. No lo encontré. Si alguien la quiere que me avise. Si no, me la vuelvo a chantar el domingo, y si ganamos mato al aguerista que me habita.

Por Juan Raúl Navarro

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