El Magazín Cultural
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Cuentos paradójicos (Cuentos de sábado en la tarde)

Presentamos una nueva entrada de Cuentos de sábado en la tarde, con dos relatos pequeños.

Jose Hoyos
14 de noviembre de 2020 - 08:00 p. m.
Cioran se interna en el bosque. Los bosques de Bucarest, solos y apartados, eran camino de pillos y malandrines que se escondían de alguien o buscaban presa.
Cioran se interna en el bosque. Los bosques de Bucarest, solos y apartados, eran camino de pillos y malandrines que se escondían de alguien o buscaban presa.
Foto: Archivo Particular

La obligación de matar

Emil Cioran ha resuelto, por fin, matarse. Concluye que le muerte le disgusta menos que la vida. Redacta una carta para su esposa en la que explica que no soporta más el exceso de consciencia. Toma el revólver que por años ha tenido cargado, y a la mano, y sale de su casa con destino a los bosques de Bucarest. Planea dispararse en la boca. Se interna en el bosque. Los bosques de Bucarest, solos y apartados, eran camino de pillos y malandrines que se escondían de alguien o buscaban presa. Cioran hace una parada definitiva, toma aire, tiempla el cuerpo, y justo antes de sacar el revólver dos ladrones pasan por el camino y lo ven, solo e indefenso. Se acercan, y mientras uno le pide fuego, el otro intenta tomarlo por la espalda, con tan mala suerte que el viejo ya tenía bien agarrado el revólver, hace fuego y le anida un tiro en la frente al primero, el otro corre, el viejo está excitado por la sangre y le dispara por la espalda, el ladrón cae fulminado. Cuando volvió a su casa encontró a su mujer abatida por la certeza de que ya se había suicidado. “Leí tu carta de despedida, creí que ya estabas muerto”. Rejuvenecido y sereno, el viejo le responde: “Ya no me suicido, ya maté”.

Le sugerimos leer Aldous Huxley: enemigo de las especializaciones y un buscador constante del sentido de la vida

Espejismo

Entró a la librería con la seguridad de quien sabe lo que busca. Repasó cada sección con la mirada, leyó los lomos con la cabeza ladeada, siguió de un estante a otro, y así hasta darle la vuelta a todo el local. Se ajustó las gafas oscuras y llamó a una empleada y le preguntó por el título que buscaba, ella puso cara de duda, de que ese libro no le sonaba mucho. Aun así fue hasta la bodega y escarbó. “No señor, ese libro no lo tenemos, y tampoco he oído nada sobre ese autor”. Repitió el procedimiento en cada librería de la ciudad. Iguales resultados. Estuvo en esas durante varias semanas, tratando de recuperar el brío narcisista que le produjo su foto en la solapa, la publicidad pasajera, la entrevista, la reseña fugaz. Y le costó mucho aceptar lo poquito que dura todo eso, y tuvo que resignarse con volver al anonimato de los escritores que publican un libro que es olvidado a los pocos días y queda reducido a unas cajas tiradas en algún sótano, y a veces ni eso.

Por Jose Hoyos

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-(-)15 de noviembre de 2020 - 12:20 a. m.
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