El Magazín Cultural

De cómo me fui a la mierda

A principios de 2010 empecé a trabajar como escritor fantasma. Una amiga de una amiga se había compadecido de mi errante desempleo y me había recomendado como tal. La primera investigación que realicé fue para una futura psicóloga, muy adinerada, que no tenía tiempo para nada y se quejaba de todo.

G Jaramillo Rojas
03 de junio de 2019 - 03:00 a. m.
Ilustración: Tania Bernal
Ilustración: Tania Bernal

Eso decía cada vez que nos encontrábamos: yo para entregarle avances, ella para darme billetes de alta denominación. Le escribí una tesis sobre indigentes que supuestamente se resocializaban bajo la tutela de un programa pedagógico creado, a principios del siglo XX, por un ruso de apellido Makarenko. Me inventé 32 historias de vida y, de cada una, ficcioné una entrevista y una encuesta. Mi trabajo de campo consistía en vagabundear por el centro de Bogotá miércoles, jueves y viernes desde las 5 de la tarde hasta que me cansara.

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A veces me acompañaba con un vino tinto, supuestamente argentino y de muy mala muerte, llamado Talacasto. Daba vueltas y vueltas observándolo todo. Tomaba notas, grababa audios, dibujaba imperfecciones, hablaba con la gente. Cuando me aburría me metía a la Cinemateca Distrital o al cine de la Universidad Central. Pescaba ciclos que nadie veía: Ciclo de cine por la paz de Medio Oriente, Muestra de cortos documentales de la Amazonía, Maratón de cine rosa y amores raros, Retrospectiva de cine etnográfico francés, etc. La poca gente que entraba conmigo a estas funciones iba, o bien para dejar pasar el tiempo, agarrar un poco de calor, guarecerse de la lluvia, dormir y roncar, o nada más que a buscar un espacio para la humedad amatoria en medio de la oscuridad del cinematógrafo.

Cuando me asaltaban dudas sobre cómo pensar, estructurar, retratar o escribir la vida de indigentes para la tesis de la futura psicóloga, me encerraba en la biblioteca Luis Ángel Arango y me sumergía largas horas en libros sobre la pobreza, la marginalidad, el olvido y todas esas cosas que suelen denigrar a las personas. Así conocí a Lee Stringer, Richard Gwyn, Cesare Pavese y Emilio Salgari. Varias veces los vigilantes de la biblioteca golpearon mi cabina de estudio para decirme: “joven, por favor salga, ya cerramos”. Estaba tan involucrado con el tema que llegué a pensar en pasar noches en la calle, como si fuera un vagabundo más. Lo intenté, pero siempre me agarraba un hambre voraz a la madrugada y entonces, totalmente vencido, decidía tomar el último colectivo, aquel que me sacaba del centro hacia el suroccidente de la ciudad. Mis amigos decían que yo estaba loco, que me volviera serio. Pero bueno, ellos no entendían que la futura psicóloga pagaba más que bien y que era mi responsabilidad entregarle un trabajo verídico, de primera calidad, que le permitiera graduarse y quitarse esa terrible amargura académica.

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En una ocasión el novio de la futura psicóloga la acompañó a una de nuestras reuniones clandestinas porque se había obsesionado con la idea de que éramos amantes. Ahora me pregunto qué habrá sido puntualmente lo que el tipo imaginaba: ¿Una escena de sexo ansioso en alguna polvorienta habitación de la carrera cuarta? ¿Una postal de romanticismo descarriado con la voz de Enrique Bunbury ambientando un café del chorro de Quevedo? Pobre tipo. De todas maneras, mi condición de espectro, además de sospechoso, me hacía merecedor de cualquier cosa. En fin, todo lo que merodeaba mi vida por aquella época era ambiguo. Mi madre desconfiaba. Mi hermano dudaba. Mis amigos querían saber y no podían creer lo que escuchaban.

Aquella reunión con el novio de la futura psicóloga fue así: en la mesa de una oscura panadería, el tipo me miraba con una circunspección recelosa, como esperando descubrir el gesto delator, aquel atisbo que haría detonar su puño o su saliva en mi rostro. Pero yo era todo un profesional: hablaba de Piaget o Jung con maestría y los mezclaba con quien fuera: Freud, Vygotsky, Fromm, Skinner. Siempre hablaba de acuerdo a los intereses particulares y disciplinares de cada cliente. Todo era cuestión de endulzar el oído: sonar axiomático, evadir las réplicas, transmitir confianza y, para eso, las palabras usadas y la respiración tenían un ritmo puntual, y la manera como sujetaba la taza de café o la cerveza una disposición precisa. Después hablaba de plata, improvisaba un cronograma para la semana siguiente, decía cualquier cosa que ablandara la incómoda situación de mis particulares jefes y terminaba. La teoría siempre me fue indiferente, como buen lenguaraz yo sólo unía frases que después se convertían mágicamente en conceptos, ideas, argumentos. Todo por obra y gracia de los profesores universitarios que son los que menos saben leer y los que califican esos tratados inservibles que les hacen escribir a las personas que se desviven por obtener un diploma. Mi hipótesis sobre ellos es que hay que enredarlos. Y sonreírles austeramente. No hay ralea más mediocre en el mundo que la de los profesores universitarios. Un día, la futura psicóloga se hizo psicóloga. Su tesis fue laureada y posteriormente editada y publicada por la facultad a la que pertenecía. Ella me regaló un ejemplar, que además se tomó la molestia de dedicarme: “con mucho cariño y con mucho tra bajo para…”. Meses después me estaba buscando para que le hiciera algunos trabajos de la flamante maestría.

***

Recuerdo mucho la “investigación” que hice para una trabajadora social que se obsesionó con la idea de que la terapia con caballos ayudaba a rehabilitar psicológica, social y espacialmente a niños con insuficiencia motora de origen cerebral (IMOC). Para esta tesis hice más de 50 dibujos simulando el quebrado pulso de pacientes con dicha enfermedad. También inventé unas 20 historias de vida sobre ellos, y sus dramas y sus familias, que imaginariamente iban a un inexistente centro de equinoterapia para ser tratados por figurados doctores y especialistas con apellidos raros como Lakatos, Quispe y Amenábar.

En medio año le saqué la ficción a la trabajadora social y, la noche antes de la sustentación, le indiqué, punto por punto qué debía decir y qué no y cómo responder las posibles preguntas del jurado. Ella solo memorizaba: A. B. C. D. E. F. G… No sé cómo zafó y tampoco cómo no se dieron cuenta, pero cuando esa mujer se graduó estaba tan feliz que reconoció mi trabajo con un 20% más del dinero pactado. Me citó en una esquina de Chapinero un viernes a las 9 de la noche y allí me entregó un sobre blanco en donde, además de billetes, había una nota que decía: “Discúlpame, pero nunca nos conocimos. Gracias, muchas gracias”.

Redacté 13 tesis y/o monografías e incontables trabajos finales. Trabajé temas aburridísimos y retorcidos en sociología, ciencias políticas, psicología, trabajo social, antropología, economía y derecho. Un día me contactó un artista al que solo le faltaba el diploma para poderse presentar como tal. El tipo estaba obsesionado con la fotografía y se inventó todo un discurso sobre el abandono y las ruinas. Salió por la ciudad a sacar fotos de lugares abandonados y después las imprimió a gran escala y las pegó en paredes y murales vacíos para darle la sensación al transeúnte de que esos lugares estaban ahí, solitarios, esperando a ser abordados. Era una cuestión de profundidad de campo. Punto. Esa monografía la escribí en cinco días y noches. Sin ningún polvito ni nada. A punta de obsesión. Había leído “Los pichiciegos” de Fogwill y me había enterado que él la había escrito en pocos días, bajo el influjo de 12 gramos de cocaína. Entonces me pregunté: ¿Por qué no puedo escribir una tesis sin nada más que la necesidad? Fue toda una maratón que ahora puedo contar con un engreimiento absolutamente insulso, porque en el fondo sé que comparar una novela con una tesis, es tan tonto como semejar una torre extraída de cualquier ajedrez con la imponente torre de Pisa. Prosigo: para escribir el argumento del artista me tragué toda la teoría antropológica de Marc Augé sobre el concepto de “no-lugar” y la mezclé con la exquisita sociología de los sentidos y del espacio postulada por el gran Georg Simmel. Mi cliente era un buen pintor y, una vez recibió su título de maestro en artes plásticas, además de pagar mi fantasmagórico trabajo, me invitó a su taller y me regaló un cuadrito muy vívido y psicodélico en el que aparecía una perfecta y sensual boca de la cual manaba un líquido blanco, craso y viscoso. Asumí que era algo parecido a una manifestación. No quise saber más y, antes de irme, le pregunté por qué no había hecho una tesis en la que se expusiera su obra pictórica y su respuesta fue: viejo, odio el arte.

Así duré dos años y medio. Hasta mediados de 2012.

Para poder concentrarme con tanta cosa tan diversa (teorías, metodologías, marcos conceptuales, estados del arte, bibliografías, etc.), empecé a correr en las mañanas alrededor de un parque cercano a la casa de mi madre. Llegué a hacer 12 kilómetros diarios en 50 minutos. Para ser más exacto, mi récord fue de 51:15. Los números fueron muy fácil de memorizar. Cuando corría mi cabeza se vivificaba de una manera inenarrable. Era como volver a ser yo por medio de mi jadeo, mi sudor y mi resistencia. Mi itinerario era el siguiente: después de la trotada volvía a casa, comía cualquier cosa, me duchaba y me ponía a leer. Después de almuerzo escribía lo que tuviera que escribir y, si no era día de trabajo de campo, pasaba la tarde en lo mismo hasta la cena, para después volver a la habitación a anegarme en aburridos libros que jamás habría leído si no me hubieran pagado por hacerlo. Una tarde mi madre golpeó la puerta y, ofreciéndome un té, me preguntó si todo andaba bien. Respondí que sí. Ella entró y se sentó sobre mi cama. Permaneció observando la habitación un buen rato y, al verme tan concentrado frente a la computadora, tocó suavemente mi hombro y me preguntó: ¿Sí sabes que tu prima Alejandra se graduó como psiquiatra, cierto?

***

De vez en cuando me emborrachaba más por frustración que por otra cosa. Sentía que todo a mi alrededor prosperaba y yo estaba estancado, escribiendo cosas que no me importaban en lo más mínimo, cosas para otros, sin ejercer mi carrera y encerrado en mí mismo. Mis amigos compraron autos, pusieron cuotas iniciales para departamentos, sacaban créditos, tenían objetos de última tecnología y vidas en serio. De todo esto me di cuenta cuando un viejo octogenario me contrató para escribir sus memorias. De repente pensé que la tapa de la alcantarilla en la que me encontraba era ponerme a escribir la historia de una vida ajena.

Había llegado a él por una vecina que me estimaba y sabía lo que hacía porque mi madre le contaba. Era un tipo que había trabajado toda su vida como abogado litigante y creía que tenía historias muy interesantes para contar y, como sabía que la muerte lo acechaba, quería dejar escrito un libro para que su descendencia supiera quién había sido él. Supongo que quería ser, o parecer un héroe, o algo así. Darle sentido a su ermitaña vida. Lo primero que me dijo fue: “joven, no todo tiene que ser verdad, pero tampoco quiero que sea mentira ¿me entiende?”.

Trabajé con él tres meses intensos, escuchándole su vida, entrevistando a familiares y amigos, viendo sus fotos, comiendo su comida, acompañándolo a controles médicos, a diligencias cotidianas, funerales, etc. Don Alberto me pagó muy bien, pero decidió interrumpir el proceso porque su hija menor, una cuarentona soltera y amargada, sin posibilidad de copular debido a su mal genio, no soportaba mi presencia en casa y pensaba que yo me estaba aprovechando del viejo para sacarle dinero. Naturalmente ella ganó la batalla que ella sola había fundado. Alguna vez le piqué el ojo, a ver si de pronto empezaba a quererme. Pero no. Eso fue peor. Le contó a la madre y entonces quedé como el intruso que ella, desde que me conoció, quería que fuera. Al final le entregué a don Alberto un pequeño mamotreto de 146 páginas Word, letra Arial 12 a espacio y medio. Él dijo que lo leería y me llamaría para conversar. Eso nunca sucedió y yo no quise molestar. Cuando me acuerdo de aquellos felices días de aprendizaje al lado de él, siento que la melancolía se me pega a las vísceras, entonces abro la computadora, busco el archivo titulado “El respeto por lo pasajero” y leo las primeras cuatro o cinco hojas de su “biografía” y me quedo tranquilo. Aquí las líneas inaugurales del texto, que aluden al tío Germán, un tipo que marcó mucho a don Alberto:

“Yo conocí un hombre. Jugador de parqués. Apaciguado en sus confusas turbulencias. Turbulencias de época, creo, revueltas con alivios de otra época. Vaya desolación. Jugaba a los dados, porque el azar era todavía para algunas personas una forma digna de ganarse la vida. Y fue el mismísimo azar el que lo puso en esa vida llena de figuras infecundas, venidas de atrás, tan desarmadas como distantes. La niñez y la vejez eran su mundo real. Mundo difuso pero latente. Hombres así esperan a que el tiempo se trague la vida a punta de días. Se vestía bien, sucio pero bien. Con formalidad, mejor dicho. Su descuido consigo mismo respondía más a cuestiones genéticas. Todos los hombres de su familia paterna se habían echado a perder: su bisabuelo sufrió una degeneración psicológica por culpa de una guerra en la que participó, a su abuelo lo arrasó una enfermedad proporcionada por su insalubre afición a las prostitutas y a su padre se lo llevó el aguardiente.”

Un día, no tenía que escribir nada para nadie, entonces pensé que todo había acabado. Di un plazo de un mes para que saliera algo y nada.

La espera se convirtió en vagancia.

Una día, después de correr, resolví abrir mi vieja caja de recuerdos. Una caja de zapatillas Converse con fotos y cartas y objetos estúpidos e inservibles que acumulé durante años. La abrí porque quería ver cuánto dinero tenía ahorrado. Dos años y medio metiéndole plata a un sobre de manila tenían que representarme algo. Trabajando como fantasma alcancé a juntar (en pesos colombianos) poco más de mil doscientos dólares. Me sorprendí y, después de atravesar media ciudad en taxi (un lujo que he podido darme pocas veces en mi vida) corrí y compré -y prácticamente me inyecté- dos botellas de Talacasto y un paquete de cigarrillos Pielroja. En medio de la hermosa turbulencia alcohólica, entré a una librería de viejo y, después de algunos amagues de lectura, me guardé un libro, el primero que vi: El pozo, de Juan Carlos Onetti. Al salir, victorioso, me metí en un café de la plazoleta de Nuestra Señora del Rosario y empecé a sumergirme en la escéptica historia de Eladio Linacero. Algunas horas después había terminado la novela y ahí, justo en ese momento, fue que decidí irme a la mierda.

Una semana después estaba muriéndome de frío en una ciudad absolutamente extraña y sobrecogedora: Montevideo. Una ciudad que, con su habitual silencio, más callado que el cine mudo, me arrolló con una serenidad tan infamante que se parecía a la tragedia. Estaba íngrimo, frente a un río pardo y furibundo, con una visibilidad de menos de tres metros, lejos de todo lo que creía conocer, huyendo de mí mismo y todas mis circunstancias, deseando salir de mi cuerpo e intentando simular una voz distinta para convertirme en otro. Otro que no me conociera o, si me conocía, que pudiera odiarme fácilmente.

Los primeros días estuve contento de haber dejado de ser, ¡por fin!, un fantasma. Todas las noches celebré no tener que escribir nada, para nadie, y cerraba los ojos, en medio de seis cobijas y una cama alquilada en una habitación en la que dormían siete personas más. Al mes exacto de mi llegada a Montevideo empecé a decaer, a sentirme pesado, insubstancial, no en un pozo, pero sí en un hoyo. Quizás no haya mucha diferencia entre un pozo y un hoyo, pero tenía que diferenciar, de alguna manera, lo que se me presentaba como real de lo que era pura fantasía. Entonces descubrí que la novelita de Onetti empezaba a tener sentido en mí. Yo estaba descubriendo, lentamente, las infinitas posibilidades que se abren cuando uno pasa de ser un simple fantasma a ser una trastornada y deshabitada sombra.

Por G Jaramillo Rojas

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