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De concilios y conjuras

Una sorda ventisca comenzaba a estremecer el vacío de la noche sin luna. En ese momento de la lectura, el cerebro gravitaba aislado de la órbita del cuerpo privándome de sentir la brisa que se filtraba cautelosa por la chimenea. Nada me lograba distraer de la pesadumbre que producía el relato de asesinos, curas y militares medrando en los círculos del poder de nuestra historia política. La crepitación de un rayo atravesó la cortina azul e inundó de turquí la sala, como vaticinando el diluvio esencial.

Luis Felipe Arango Gómez
27 de febrero de 2021 - 08:30 p. m.
Portada del libro "La forma de las ruinas", de Juan Gabriel Vásquez.
Portada del libro "La forma de las ruinas", de Juan Gabriel Vásquez.
Foto: Archivo particular

Me acerqué a cerrar la ventana y un ventarrón me golpeó con fatalidad. La misma que sentí al leer unas líneas del libro: “Esa ciudad que comenzaba del otro lado de la ventana y que puede ser tan cruel en este país enfermo de odio…” Me dejé llevar por la prosa precisa a un vórtice biliar provocado por la investigación de dos magnicidios de ilustres líderes liberales. El tercer magnicidio de un político presidenciable ocurrido en postrimerías del siglo XX no quedó incluido en la historia, aunque bien pudo incluirse porque confirmaba varios de los patrones de los anteriores: generales pistoleros y engominados determinadores. La ayudantía del hampa es una fiera reciente en este tinglado de caciques y caudillos.

Al terminar la lectura me incorporé azarado por el desamparo que la ventisca callejera ayudó a dramatizar. Intenté aplacarme con un aguardiente. Algo me calentó pero me embriagó más la revelación de sobrevivir en una caverna legataria de extensa miseria humana. Me pregunté qué pudo inspirarlos a unirse alrededor de la maldad en nombre del bien. Un sentimiento taciturno. Confusiones que quedan de la crudeza del meticuloso relato de La forma de las ruinas por la cantidad de piezas y personajes que este caso dejó al garete de la impunidad y del olvido. Los testigos, testimonios, indicios y sospechosos fueron todos elementos que llevaron al más incauto a valorar la responsabilidad de una intrincada conspiración para asesinar a Uribe Uribe y a Gaitán. Utilizaron calculados señuelos y argucias para hacer pasar el magnicidio como el resultado aislado de un repentino delirio etílico de unos infelices desempleados y resentidos. Pero no, fue una versión inverosímil. El doctor Zea, médico que atendió a Rafael Uribe, detectó tres indicios graves que revelaron signos de alevosía y premeditación: la técnica del ángulo diagonal con que la hachuela rajó el cráneo para mayor letalidad provocando una herida en las meninges por donde ‘se fue la vida’ del senador, el juicioso filo de navaja de afeitar que evidenciaba la cuchilla del arma y el golpe en la cara posiblemente con una manopla, sugiriendo la sevicia de un tercer asesino en la emboscada.

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No era este intento de desviar investigaciones una práctica ajena a la coyuntura actual que vivimos en medio de la rapacidad de asesinos de toda laya. Recientemente escuchábamos a un ministro de Defensa atribuir el asesinato de líderes sociales a disputas barriales por la soberanía de patios de ropa. Parecen triquiñuelas animadas por conjurados atemporales para sabotear y desviar las investigaciones desde el principio. Así han evitado dejar rastro entre los escombros de sospechas que pudieran involucrar a individuos poderosos de la élite dirigente, entre quienes se incluyen políticos, obispos o militares. De la rigurosa exploración que J. G. Vásquez hace de las ‘ruinas’ craneales que dejan los métodos y patrones de nuestros asesinos, queda el vacío de vivir en medio de una escombrera social, donde unos hombres elegantes con zapato de charol utilizan a humildes descamisados para liquidar a rivales del poder a cambio de un manojo de espejismos. Es el libreto de la infamia penal que se ampara tras el prontuario y la patología de sicarios a sueldo para encubrir y absolver el perfume delincuencial de poderosos determinadores. Hombres elegantes cuya ambición de poder los motiva no solamente a ser destacados autores intelectuales de ideas políticas sino también de procaces magnicidios.

La nota final del autor me dejó cavilando con la advertencia de que esa era una obra de ficción y que quien encontrara coincidencias con la vida real lo hacía bajo “su propia responsabilidad”. La confusión me asaltó porque me pareció estar leyendo en el espejo profundo de nuestra reciente violencia, la dueña y señora de esta tierra. ¿Era la sustancia de este andamiaje literario el resultado de la creación poética o era también un tratado científico de nuestra realidad política? Quise entonces aventurarme a indagar un poco más sobre los antecedentes y el desenlace de algunos de los sospechosos protagonistas involucrados en el salvaje crimen de Uribe Uribe.

Tras el biombo del comedor un reloj de péndulo tocó sin apuros la sinfonía de medianoche. Esa letanía me desveló aún más en la curiosidad y me acomodó en una mecedora jubilada para indagar nuevos rastros oxidados por el tiempo. En la investigación criminal del joven abogado Marco Tulio Anzola se expusieron tres categorías de responsabilidad: la de los autores materiales que son Carvajal y Galarza, los autores operativos, principalmente tres y sobre los cuales volveré y los autores intelectuales encabezados por hombres “poderosos”, quizás engominados y elegantes patriarcas a quienes el manto del misterio ha favorecido de manera sorprendente. ¿Fueron estos últimos de tan astuto ingenio como para cometer semejante impiedad sin ser detectados? Se debió pagar abundante botín a todos los involucrados para que la conjura no fuera delatada por ninguno de los operarios de la industria criminal.

En la tragedia griega dijo Sófocles que “Quienes han ostentando un elevado cargo en la ciudad y se habitúan al mal por osadía deben ser indignos de vivir en ella y de ser huéspedes de los dioses”. Para infortunio de nuestra república, fueron en este caso representantes del mismísimo Dios quienes arrastraron las decisiones hacia el mal, pervirtiendo los sentimientos de gentes creyentes y engañando con fútiles anhelos. La avaricia del poder y la ambición de lucro se alió para beber de la pócima que cegó la cordura, sin reparar en el axioma trágico de que las ganancias ilícitas cosecharon inevitables desgracias. Por centurias ya, la idolatría bíblica a los encantos del oro impidieron devolver el demonio de la violencia a su inmaterialidad de esencia simbólica.

Entre los conjurados operativos más relevantes y cuya perfidia despertó la mayor sospecha sobre intereses clandestinos tras el crimen por las artimañas utilizadas para avergonzar a la justicia, se destacaron principalmente el general Salomón Correal y el jesuita Rufino Beristaín. El Presidente José Vicente Concha, extrañamente experto abogado penalista, se encargó del caso y re confirmó al general Correal ante voces que criticaron su desempeño al frente de la investigación. Fue por cierto el comandante nacional de la policía. La sabiduría popular, con su ojo clínico de búho y olfato de sabueso, ya lo había apodado el ‘general hachuela’ por los rumores que afirmaban haberlo visto en los alrededores del colegio San Bartolomé el día del atentado. Lo vieron visitar y cuidar de los asesinos en el panóptico, mientras asignaba o vetaba fiscales según acataran o no sus órdenes para manipular la investigación y los testigos. Fue visto también en la calle novena contigua al Congreso en los momentos del asesinato y es evidente que hubo órdenes de despejar de policía el perimetro del magnicido. En cuanto al cura Beristaín la sospecha se torna más sutil y comprometedora.

Hubo razones de fondo y de carácter ideológico que pusieron en riesgo la estabilidad y la continuidad de la hegemonía conservadora y su concubinato en el poder con la Iglesia católica. El ideario político del liberalismo y su jefe máximo fueron sistemáticamente lapidados con furia verbal en los púlpitos y las publicaciones canónicas. Desde la guerra de los Mil Días se vino arando el terreno del desprestigio y la calumnia contra Uribe Uribe para luego sembrar la inquina del odio y la agresión como justificables contra un ateo socialista. El máximo jerarca de la difamación fue nadie menos que el Arzobispo de Bogotá, el sumo pontífice de esa basílica de privilegios, prerrogativas, latifundios y poder que ostentó la Iglesia como dividendo del cogobierno ejercido bajo el Concordato. Este tratado internacional, de los primeros que firmó el Vaticano a nivel mundial, respondió a una cruzada de ‘romanización’ de la cristiandad occidental contra las amenazas del avance de ideas liberales y socialistas que empezaron a tener auge en medio de conflictos sociales provocados por movimientos campesinos y los primeros sindicatos de obreros y artesanos surgidos de los estertores de la revolución industrial. Durante este período de recatolización conocido como la ‘Regeneración’, fue tal el poder de la institución eclesiástica que el propio arzobispo y primado de Colombia, monseñor Bernardo Herrera, decidió por cual candidato a la Presidencia de la República debieron votar los sufragantes, dándole al conservatismo una apariencia de partido teológico y a la república de teocracia.

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Para las elecciones de 1918 fue muy probable una candidatura fuerte de Uribe Uribe, representando una seria rivalidad para el poder político, territorial y social ejercido por la burocracia eclesiástica. Rafael Uribe fue al momento de su asesinato la principal amenaza contra el régimen de cristiandad que venía consolidando la hegemonía conservadora a través del concordato y del riguroso estado de sitio. Para el político liberal siempre fue desproporcionada la legación que el Estado le hacía de funciones públicas como el monopolio de la educación, la vigilancia social de las costumbres y la cultura y el control del estado civil de los individuos. De alguna manera se llegaba al extremo de que la nacionalidad quedaba formalizada al momento de la parroquia expedir la partida de bautismo. Además, como lo sentenció el propio Rafael Nuñez, la única educación válida y fundamental para la ‘moralidad pública fue una educación netamente religiosa’.

El liberalismo fue expresamente condenado como pecado contra la devoción por la institución eclesiástica desde Roma y así lo reprodujo la Iglesia colombiana a través del poder absoluto ejercido desde la educación y los púlpitos. Como lo sentenció el obispo recoleto de Casanare Nicolás Casas: “La tolerancia del liberalismo consiste en dar amplia libertad al error y las licencias de perdición para que se propaguen sin tropiezo e inficionen la sociedad con su pestilencia.” La crítica que ocupaba a Uribe apuntaba a que el clero actuara en su esfera sagrada de actividades pertinentes al culto litúrgico, separado de quehaceres mundanos como el proselitismo político o las contiendas electorales. Este principio fue vilipendiado como una intransigencia anticlerical que restringía los derechos ciudadanos del politburó eclesiástico. Es claro al fin que la oposición del católico Rafael Uribe no era contra la religión, lo cual sería una ‘funesta locura’ en sus propias palabras, sino contra el poder desproporcionado acumulado por el clero.

Al ir procesando la novela quedó sembrada la curiosidad del criminalista. ¿Quiénes fueron los hombres poderosos, elegantes contertulios del Jockey y el Gun club que premeditaron y dieron la orden de asesinar a quien podría ser elegido presidente en 1918? Al revisar la literatura es evidente que la élite más amenazada por el regreso del liberalismo al poder era el episcopado. Su máximo jerarca fue reconocido como un animal político, además de ser el amo espiritual del poder. Llevaba tiempo ejerciendo la potestad de escoger a dedo al presidente de turno entre una baraja de candidatos del Partido Conservador. Fue testigo de niño de los encendidos discursos sectarios de los radicales liberales durante la Constituyente de Rionegro contra las intromisiones del clero en los asuntos de gobierno. Participó como fiel seguidor del papa Pío IX en el diseño del Concilio Vaticano I que operó como contrapeso a los pregones materialistas de filósofos y positivistas que anunciaban la muerte de Dios. El concilio activó una campaña evangelizadora de los Estados Pontificios para preservar su influencia, recordando al establecimiento secular que el poder metafísico de las “revelaciones sagradas” es superior al conocimiento científico si el hombre quiere descubrir el ‘fin sobrenatural’ al que Dios lo tiene destinado. En el Concilio I se decretó la infalibilidad del sumo pontífice como búnker infranqueable contra el avance de las ciencias, el racionalismo y el evolucionismo, factores estremecedores de los pilares dogmáticos del catolicismo.

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Con su espíritu de campanario, el primado Herrera atesoró unas premisas arcaicas de lealtad colonialista a la tradición hispánica. Las inculcó vigorosamente en su pastoral decimonónica conmemorativa del descubrimiento de América, recordando al clero y a la feligresía que fue “merced al esfuerzo de Colón que millares de seres humanos que yacían en el olvido y las tinieblas fueron devueltos a la sociedad, traídos de la barbarie a la mansedumbre y la cultura (…) de la muerte pasaron a la vida”. Siguiendo el mismo hilo de la filosofía católica y aplicando idénticos silogismos neotomistas, argumentó que no podía ser católico quien practicara doctrinas condenadas por la Iglesia. Quien profesara doctrinas opuestas al dogma de la Iglesia era considerado hereje y susceptible de ser castigado con la excomunión. Frente al ‘tribunal de la penitencia’ se fijaron unos ‘procedimientos de confesión’ que permitieron averiguar el ‘grado de pecado´ en que se hallaba un feligrés. Había un bloque de ‘doctrinas erróneas’ frente a las cuales no se aceptaba ser condescendiente ni indulgente con la gravedad del pecado. Si el pecador demostraba ser “impío, rebelde, contumaz, librepensador” en su conducta y contrario a las doctrinas condenadas por la Iglesia, le negaban la absolución. Entre las doctrinas liberales ‘erróneas’ y condenadas como herejía por la Iglesia se incluían el principio de la soberanía popular, la licitud de que el pueblo pueda derrocar legítimamente a un gobernante, la separación absoluta del Estado y la Iglesia, la educación laica y obligatoria y la libertad ilimitada de palabra y pensamiento, entre otras. Con estas directrices el pontífice colombiano del pensamiento tradicionalista predicó con aplomo y enjundia el trato que debió darse a los liberales con las consabidas consecuencias de intransigencia e intolerancia que hirvieron el ánimo sectario de poblaciones enteras en los territorios y parroquias.

Así las cosas y fundamentándose en la infalibilidad del magisterio divino, el arzobispado de Bogotá planteó que la verdad de la Iglesia debía ser absolutamente intolerante con el ‘error’ opuesto a sus dogmas. De ninguna manera aceptó reconciliarse con los ‘errores’ que los liberales concibieron como civilización y progreso. Para el padre Herrera negar la ‘verdad revelada’ era como para un matemático negar un teorema demostrado. Pensó que la ciencia debía tener por errónea cualquier proposición que estuviera en oposición con un principio de fe. Es en este contexto neotomista de verdades excluyentes, entre la metafísica y la científica, que hablar de concordia resulta anatema, si bien implicaría aceptar simultáneamente dos verdades opuestas: “la verdad revelada es de suyo, absolutamente intolerante e intransigente, y dejaría de ser verdad si contemporizara con el contrario, el error” (Conferencia Episcopal de Colombia 1913).

El contexto de guerra religiosa en el cual se produjo el asesinato del general Uribe no pudo ser más fanático y beligerante. De estas posiciones radicales del Episcopado y su adlátere el Partido Conservador enfrentadas al liberalismo, se desprendió que no era posible la concordia política sin antes lograr una concordia religiosa. Pero ésta sólo se conseguirá garantizando una obediencia de los individuos que quieren participar en los asuntos públicos a las leyes cristianas vigentes que emanan del principio fundamental del origen divino de la autoridad infalible. La fatalidad se resume en que el gobernante debe cumplir las obligaciones impuestas por Dios para que haya concordia nacional.

Uribe Uribe fue un contumaz liberal progresista que jamás aceptó la connivencia entre Estado e Iglesia, ni el monopolio católico de la educación ni la soberanía divina del poder. En medio del fanatismo y la refriega sectaria para vastos sectores de la población que sobrevivieron en abyecta pobreza, actuar bajo valores absolutos como ‘hacer el bien o hacer el mal’ dependió más de las contingencias del azar que de la piedad. Para un entendimiento restringido como el de los mercenarios devotos Carvajal y Galarza, ya Dios se había encargado de hacer todo el Bien necesario y era entonces menester hacer el mal queriendo hacer el bien, si así lo decían y por ello pagaban dinero los poderosos. Quizás los conjurados que financiaron el magnicidio se aseguraron de persuadirlos de que con ese asesinato, además del botín, mejorarían también las condiciones sociales de los suyos y de la sociedad.

Arrastrado por el designio de mentes perturbadas por la pasión del fanatismo, el senador Rafael Uribe Uribe subió al cadalso de la tragedia y con su nobleza vivió y aún vive el mito en la mansión de los inmortales.

Por Luis Felipe Arango Gómez

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