El Magazín Cultural
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De pedazos rotos

El común denominador del Centro de Reparación y Mantenimiento de Instrumentos en Cartagena es el aserrín. En este lugar se encuentran diversas generaciones que trabajan por el bienestar del arte.

Álvaro Tinjacá
07 de enero de 2014 - 11:35 p. m.
Los niños y jóvenes aprecian el trabajo en el Centro de Reparación y Mantenimiento de Instrumentos Musicales./ Carlos Pineda
Los niños y jóvenes aprecian el trabajo en el Centro de Reparación y Mantenimiento de Instrumentos Musicales./ Carlos Pineda

Al caminar por las pintorescas calles del sector de Getsemaní, cerca a la Plaza de la Trinidad y justo al lado de las casas en las que las familias escuchan son cubano a todo volumen, usted se puede sorprender al encontrar la Escuela Taller de Cartagena, un lugar en el que funciona el Centro de Reparación y Mantenimiento de Instrumentos Musicales.

Los niños cogen un tambor, golpean el cuero y, sin pensarlo, repiten el ritual que hizo grande a su raza, una música tan sabrosa que lleva años poniendo a bailar al mundo entero. El maestro los observa y pacientemente va enredando una cabuya para ponerla en el marco de una nueva tambora. “Desde antes de que llegaran los barcos negreros ya los indios hacían música con lo que la naturaleza les daba”, dice Gabriel Torres Groso, de los Gaiteros de San Jacinto.

Desde hace años los invitan a que transmitan su conocimiento ancestral a las nuevas generaciones que asisten a los Centros. “Aquí tengo la esperanza de que algún joven se enamore de la música de su pueblo”. Primero toca los maracones, luego le da golpes al tambor llamador y termina mostrando los palos que se transformarán con mucha paciencia y una buena dosis de magia en una gaita. “Los sacamos de los cactus que crecen en la región de San Jacinto. Siempre nos hemos preocupado por conservar todo lo más original posible, empezando por hacer nuestros propios instrumentos”, cuenta el maestro.

Tal vez Torres Groso se alegrará el día en que se encuentre a Javier Blanco, quien llegó a esas calles coloridas hace un año, como cientos de niños, para aprender a reparar instrumentos. “Era el cantante de la banda de salsa de mi barrio. En el Festival nos trajeron y aquí estoy”, dice Blanco, a quien le quedó sonando el tema de la luthería, y cuando tuvo la oportunidad de desarrollarse como aprendiz del oficio no dudó en tomarla. “Yo le doy gracias a Dios por los instrumentos dañados. Fue por ellos que encontré mi camino”. Su rostro bronceado por el sol del Caribe y sus movimientos despreocupados aún dejan percibir la chispa de quien acaba de dejar la niñez atrás.

Además de Blanco está Natalia Bastidas, una de las pocas mujeres que ejercen la luthería en Colombia. “Creen que es un trabajo pesado, para hombres... pero ser delicada, detallista y tener más tacto lo hace un oficio en el que tenemos ventaja”. Su familia se ha dedicado por cuatro generaciones al oficio. En sus ojos se lee la experiencia de quien tiene secretos heredados del pasado. “Mi familia se dedicó a construir instrumentos de cuerda colombianos, pero yo descubrí mi amor por el violín y el chelo en un taller francés”, concluye Bastidas.

Los Centros, organizados por la Fundación Salvi con el apoyo del Ministerio de Cultura, y Fanny y Luis Carlos Sarmiento Angulo, están abiertos a todos los interesados. Se trata de una invitación a vivir la experiencia de que el aserrín toque los dedos. Sin instrumentos no se podría disfrutar del placer del Festival y sin música la vida sería un error.

Por Álvaro Tinjacá

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