El Magazín Cultural

Desde las entrañas de la piratería de libros

Con motivo de la campaña que adelanta la Cámara Colombiana del Libro en contra de la piratería, El Espectador buscó a un vendedor de libros piratas en el centro de Bogotá. Un relato de los procesos y las razones que aún hacen de este flagelo una amenaza vigente.

Laura Camila Arévalo Domínguez / @lauracamilaad
28 de julio de 2019 - 01:00 a. m.
Comparación entre la edición original del libro “Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes” y su réplica. / Daniel Aldana
Comparación entre la edición original del libro “Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes” y su réplica. / Daniel Aldana

“Hola, Juan Camilo. Ya voy para allá”, le dije al vendedor de libros piratas que quiso hablar conmigo sobre su negocio. Le aclaré muchas veces que era periodista y que su historia saldría en un periódico, así que creí que la información había quedado clara. “Listo, señorita. Cuando llegue al centro comercial Neos Moda me llama y yo la recojo. Pero tenga cuidado que el centro es muy, muy peligroso”, y me colgó. Finalmente, con ayuda de mi acompañante y su agilidad para ubicarse, pudimos llegar sin que tuviera que salir por nosotros.

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Comparación entre el libro original "Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes", de la editorial Planeta, y una copia/ Cortesía.

Por estar pendiente de que nadie estuviera muy cerca de nuestras maletas y tratando de olvidar los comentarios del taxista que nos repitió mil veces que “en ese lugar todo el mundo está listo para robar al que dé papaya”, no entendí muy bien cómo fue que llegamos. Decidí obedecer y caminar rápido. El negocio de Juan Camilo Pérez* queda muy cerca de la estación de Transmilenio San Victorino. Su local está dentro de una estructura dividida por pasillos. Cuando entramos para buscar el número del suyo, tuvimos que meternos por algo parecido a un laberinto, que finalmente nos condujo a su voz. Me dijo que me ayudaba pero que no podía dejar de trabajar, así que a medida que respondía mis preguntas atendía a las personas que llegaban a preguntarle por títulos o a venderle textos que él siempre pagaba a 8.000 o 10.000 pesos, dependiendo del estado del libro o el autor. La interrupción más larga fue la de una señora que llegó preguntando por Relato de un asesino, de Mario Mendoza. Pérez le dijo que claro, que cómo no, que cuál quería: el de 20.000 o el de 10.000, y ella, sin pensarlo mucho, le respondió: “El más barato”. Un compañero de Pérez le entregó el libro forrado en plástico y le sugirió a la señora que lo revisara porque “esos libros a veces llegan incompletos, tienen páginas en blanco o están al revés”. Ella lo ojeó, preguntó por otro libro del mismo autor que costaba dos mil pesos más que el primero y se llevó dos ejemplares en 20.000 pesos. “Señora, disculpe, para quién compra esos libros”, le preguntamos. “Para la tarea de mi hijo que está en 11. Se lo pidió el profesor de castellano”, respondió.

La mayor parte de la mercancía que Pérez guarda en los estantes de su negocio es de libros de segunda. A pesar del ambiente azaroso de San Victorino, la gente va con sus libros originales y los vende o los cambia por otros títulos. También vende textos originales de editoriales que aceptaron venderle, como Pearson, Educar y McMillan. La ganancia de la venta de piratería es mínima: “Esos libros se deshacen: una postura y para la caneca. Son muy malos, pero la gente los elige por el precio. Además, aquí a veces llega la Fiscalía y se lleva todo para quemarlo. Es muy mal negocio”, dice, antes de responderme la pregunta que le hice sobre cómo se hacían esos libros: “Vea, señorita, aquí hablar de eso es muy difícil”.

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Pérez tiene 28 años y comenzó a vender libros desde los 12, con su abuela, que ponía los títulos en un catre al frente del negocio que él hoy administra. Le pagaba 5.000 pesos diarios y él se dedicaba a “corretearse el centro” hasta encontrar el texto que pedía el cliente. Todo era pirata. “Es fácil: se compran unas resmas de papel, se mandan a hacer las carátulas en las tipografías, se imprimen al formato del original y se empieza a levantar: página uno, página dos, página tres, y listo, se empaca. Luego una máquina pega todo a la carátula que ya llega grafilada y derechito para el andén. El texto escolar es más complejo porque ese sí es un delito. La literatura vale huevo”.

Pérez estuvo en la cárcel durante cinco años por un “pedazo de cicla”. Lo metieron preso porque alguien lo involucró en el robo de una bicicleta que él “ni tocó”. Le pregunté cómo había hecho para soportar tanto tiempo encerrado por un delito que no cometió y me dijo “Me topé con La resistencia, de Sábato. Eso me salvó”, después de reiterarme que la Biblia y los libros lo han rescatado toda la vida. Fue el momento justo para preguntarle si no se había cuestionado por el sueldo de esos escritores que, como a él, les salvan la vida a tantos con su obra, a lo que me miró y me dijo: “Nahhh, señorita. Esa plata se la deja de ganar la editorial, no los escritores”. Le mencioné a los editores, correctores de estilo, diagramadores e ilustradores, y me lanzó una mirada reticente que después calmó diciendo que sí, que por eso ahora solo intenta vender libros de segunda.

El proceso para que un libro llegue a los estantes de venta del país es largo. Además de las personas que le mencioné a Pérez están los encargados de empacar, distribuir y promover el título de una persona que, después de años de lectura y escritura, publicó en una editorial como Planeta, Random House o Rey Naranjo, una empresa pequeña e independiente liderada por John Naranjo que, cada vez que ve un título de su sello en el andén, queda “devastado”. “Es una canallada. Nosotros somos una editorial pequeña que con un montón de esfuerzo compra los derechos, hace traducciones, diseña los libros y los vende. No tiene nada de romántico ni de revolucionario piratear libros. Para que las ganancias de las editoriales no se vean afectadas, el mercado tendría que ser más robusto, pero si la mitad se va a comprar pirata, dime cómo sobrevivimos nosotros”, dijo, después de enterarse de que uno de sus libros, Vivir sin reglas, de Ariel Levy, ya estaba en el centro. Se lo conté y después de unas preguntas ocasionales se quedó en silencio y dejó salir un suspiro desolador.

En 2019 las autoridades se han incautado de 69.515 libros como resultado de 55 operativos en ciudades como Bogotá, Bucaramanga, Medellín y Neiva. Las pérdidas generadas por la venta de libros piratas son de 198.000 millones de pesos anuales. En internet se removieron 3.675 libros piratas. Hubo un momento en el que Pérez salió del local a pedir un texto que no tenía pero que seguramente su vecina sí. Mientras esperaba, otros vendedores del lugar, después de escuchar la conversación que teníamos, me dijeron que la corrupción no solo se veía reflejada en la venta de libros piratas, sino en los operativos que hacía la Fiscalía. Según ellos, después de que los funcionarios se llevan los libros, regresan para volverlos a vender. Les pregunté si estaban seguros de que eran ellos mismos; les pedí pruebas. Al ver mi interés por sus comentarios, se asustaron. Lo último que me dijeron fue: “Eso sería clavarnos el cuchillo y aquí nadie le va a sostener eso”. Le pregunté a Pérez y me dijo que no, que de eso no sabía nada.

Adriana Ángel, directora de comunicaciones de la Cámara Colombiana del Libro, también habló conmigo sobre piratería y los comentarios de los vendedores, que ella, sin pensarlo, calificó de desfasados y falsos. “A los operativos siempre van peritos que supervisan la gestión y después de que los libros se confiscan se llevan a un lugar en el que son destruidos. Todo queda registrado en videos que se envían a las editoriales, los directos afectados”. Ángel, que actualmente lidera la promoción de la campaña “Apoyo a mis autores. Solo compro libros originales. No piratería”, cree que el aumento de estas compras y ventas se debe al desconocimiento de la cadena del libro que se ve afectada por estos hechos, pero, sobre todo, a que en Colombia no fuimos educados para respetar la propiedad intelectual. “Son creaciones de los autores que dejan de ganar dinero por estas ventas. Ese es su trabajo y merecen una retribución por ello. La Cámara Colombiana del Libro quiere apelar a la conciencia de los ciudadanos, que seguramente reciben un sueldo por una labor que desempeñan y que garantiza el abastecimiento de sus necesidades básicas. Un escritor también tiene que comer, y detrás del libro no solo está el escritor, sino toda una cadena de trabajadores que se ven muy afectados por estos hechos delictivos”.

Antes de irme del local hablé con Pérez sobre precios: ¿Cree que los libros originales en Colombia son caros? Debajo de una gorra azul y unas cejas pobladas se abrieron unos ojos que me miraron en forma de reclamo: “¿Caros, señorita?, ¡Carísimos! No ve que aquí vienen padres de familia que se ganan un mínimo. A los chinos les piden libros todo el año para una tarea y comprarlos originales es dejar de comprar lo del desayuno de esos pelados”. La misma pregunta me la contestó Ángel: “Los libros en Colombia no son caros. Hay para todos los bolsillos y las editoriales se han esforzado en sacar al mercado diferentes formatos que destruyan la excusa del dinero, que de hecho no es la primera para dejar de leer, según los estudios. Las personas no compran libros o compran textos piratas porque no saben dónde quedan las librerías o no encuentran el libro, pero la de los precios de los libros es una de las últimas”.

En un afán por tranquilizarme o reivindicarse, Pérez me dijo que tranquila, que en mi universidad podía decir que la “cosa no estaba tan negra” porque ahí ya no se vendía tanta piratería, sino libro de segunda. Cuando le volví a decir que lo que me había dicho iba para un periódico, me miró y se excusó diciendo que nunca vio cámaras ni micrófonos y que habló tranquilo por eso. Se tapó la boca haciendo un gesto de vergüenza o travesura. Me pidió discreción y luego me dijo que no, que mentira, que qué importaba si todo lo que había dicho era cierto.

Juan Camilo Pérez no siente remordimiento por los escritores ni por la cadena que produce el libro, porque está convencido de que las editoriales “ya ganan mucho”. Ángel se defiende diciendo que claro, que sí pierden, porque entre menos ventas, menos regalías para ellos, y menos tiraje de esos ejemplares que terminan vendiéndose a esos precios por la poca demanda de los libros.

¿Y Sábato, Juan Camilo? ¿No cree que mereció en su momento que le pagaran por eso que escribió y que a usted lo salvó?, le pregunté, tratando ahora de que pensara en justicia. Me miró y sonrió, con lo que intuí lo que no tuvo que decirme: él no entendía mucho de justicia después de haber pasado cinco años en la cárcel por un delito que no había cometido, y, aunque ese hecho no lo excusa, quedó claro que no se referiría más al tema.

El nombre del protagonista de este artículo fue cambiado para proteger su identidad*.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez / @lauracamilaad

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