El Magazín Cultural

Despedirnos en esta montaña de mármol, un ensayo sobre la depresión

Un viaje por las montañas colosales y los templos taoístas de Taiwán. Un descubrimiento sobre cómo operan los rudimentos del dolor y cómo ese dolor también es el principal combustible de la vida.

Camila Builes / @CamilaLaBuiles
30 de abril de 2018 - 01:30 p. m.
Imagen del Parque Nacional Taroko, cien mil hectáreas de montañas de mármol que dividen la isla de Taiwán. / Camila Builes
Imagen del Parque Nacional Taroko, cien mil hectáreas de montañas de mármol que dividen la isla de Taiwán. / Camila Builes

La primera vez que escuché a Clint, estaba acostada en una litera de un hostal en Hualien. Eran las seis de la tarde y todo el día me la había pasado recorriendo la ciudad buscando algo que comer, algo que no tuviera pescado, pulpo o calamares. El hostal era pequeño, apenas tenía tres habitaciones y todas eran mixtas, los baños estaban en un solo piso y las habitaciones en otro. El lobby estaba lleno de luz, dos de sus cuatro paredes eran grandes vidrios que daban a los jardines de las casas vecinas. Ese día cumplía una semana de estar viajando en Taiwán. Sin embargo, a partir de ese sábado comenzaba el verdadero viaje: un recorrido de más 850 kilómetros alrededor de la isla.

Estaba acurrucada en la cama, con el cabello mojado y llorando. El viaje a Taiwán se había transformado en una promesa para dejar atrás mis muertos y mis dolores. Una idea instalada en la tierra fértil de una mente depresiva. “Este va a ser el viaje de mi vida”, pensaba. La idea creció, lógica y coherente días antes de la travesía. Era normal pensar así. Viajar, según muchas personas, es la solución para la mayoría de dolores, ¿por qué no iba a poder sanarme yo? Entonces, durante esos preparativos, nacía la ilusión de que todo iba a estar bien. Hasta que me encontré ahí, resentida y perdida en otro país. El primer error fue haber pensado que estar lejos iba a servirme para ver las cosas desde otra perspectiva, porque el problema estaba dentro de mí. Recuerdo que estaba pensando en eso mientras intentaba recuperar el calor después del baño, pensando en la imposibilidad de separarme de mí, de mis sesgos, de mi vista viciada, cuando escuché a alguien silbando. 

Reconocí una canción de Nirvana y me imaginé a un gringo, un joven rubio cantándola. Nunca pensé que imaginar a alguien con un aspecto físico parecido al mío y con un idioma que yo entendía iba a causarme tanta tranquilidad. Afuera todo era distinto: las formas, los colores, los olores. Las personas me miraban intranquilas, yo era una especie rara. Así que el mero tararear a la distancia me había calmado. Aunque no hablara con él, sabía que había alguien que, como yo, era un extraño en esas tierras. Cuando entró a la habitación no me moví, él, en cambio, asomó su cabeza dentro de mi litera. Era un hombre musculoso, de más de 50 años, con una camiseta verde biche y una pantaloneta negra. Completamente calvo y con un brillo en los ojos, la suspicacia que da la felicidad. Me sonrió. Me saludó, me preguntó cómo estaba, le respondí que bien. 

My name is Clint, what is your name? Camila, dije. Me preguntó de dónde era y cuánto llevaba en Hualien. Con un inglés torpe le respondí. Lo que siguió fue un monólogo suyo, la historia de una vida que colapsó por el licor y las drogas y una redención gracias al amor. 

Clint nació en Nueva York, se graduó en una universidad estatal como administrador de empresas y cuando tenía 16 años comenzó a trabajar en una pequeña compañía que tenía su tío y en dónde aprendió las reglas básicas de su trabajo: confianza, rapidez y ego, un gran ego. Cuando cumplió 20 ingresó a una empresa de telefonía en Nueva York. “El sueño de mi vida”, dice con una risita chillona. Clint hizo mucho dinero. Se casó a los 25 con una compañera de trabajo y a los 28 tuvieron su primer hijo. En esos años escaló en su empresa, se convirtió en uno de los jefes de área y “era un completo motherfucker”. Comenzó a consumir cocaína los viernes a las diez de la noche, cuando apenas estaban cerrando los libros fiscales. Mientras se metía una línea, su secretaria le preparaba un whisky y servía aceitunas en una charola de plata. 

Clint recuerda todo a la perfección. Está recostado en su litera, justo al lado de la mía. No me mira, sus ojos están pegados a las tablas de la cama de arriba. Me preguntó si de verdad quería escuchar su historia y le dije que sí. Le dije que sí, no porque sinceramente quisiera oírla, sino porque así evitaría escucharme a mí misma. Continuó. En medio de esas noches de viernes, él y su secretaria follaban con violencia en la oficina, sobre la mesa de la sala de juntas, en el sofá. Cuando se pasaba el efecto de la cocaína y todavía se sentía borracho por el whisky, se tomaba dos aspirinas con un energizante y se iba en su carro hasta la casa. Fue un ritual que repitió durante 20 años. 

Me dijo: “20 años, ¿puedes imaginarlo?”. Me preguntó cuántos años tenía y al escuchar la respuesta se quedó en silencio por un momento. Y yo necesitaba que volviera a hablar, mi mente estaba encendiéndose de nuevo.

Clint recuperó el aliento. Cuando se convirtió en el gerente más importante y mejor pagado, su empresa atravesó una crisis económica letal. Despidieron a más de mil empleados y Clint cayó en ese saco. Los lujos que se daba tuvieron que disminuir: en una ocasión, me cuenta, tuvo que empeñar sus tres relojes Rolex en un lugar de mala muerte en el centro de Manhattan. “Necesitaba la droga”. Después de que su esposa se separara de él y se llevara a su hijo para Minnesota, la compañía reintegró a Clint a su trabajo. Había pasado tres años consumiendo droga —ya no solo cocaína— y tomando whisky con soda en su apartamento casi vacío. Cuando regresó a la oficina, vestido de traje y corbata, todo parecía lucir tan brillante como la primera vez. El espejismo de la felicidad, la esperanza de regresar al lugar en donde todo comenzó, cuando uno todavía estaba sano y limpio. Yo tenía esa misma esperanza. 

Clint me preguntó por mi viaje. Y yo evadí la pregunta. Él aceleró su historia. Trabajó durante un año más en la empresa y siguió consumiendo todos los días. 

Puedo ver tristeza en su expresión. El rencor, la ira y el miedo son los sentimientos que predominan en un adicto, cualquiera que sea la adicción. Todas nuestras acciones comienzan a ser manifestaciones de ese triángulo. Nos sumergimos en la negación: “No somos adictos, solo es un mal momento”. Un momento que puede durar toda la vida. 

Clint renunció a su trabajo y con la liquidación viajó a Tailandia. “Cuando llegué al aeropuerto de Bangkok no tenía ni idea qué hacer. Llevaba cinco mil dólares, una maleta con cuatro camisetas y dos pantalones y listo. No sabía el idioma, la moneda. Nada”. Su rostro vuelve a iluminarse. Clint entró a trabajar en una escuela enseñando inglés, llegó ahí gracias al administrador del hotel donde se quedó los primeros cinco meses. Lo primero que abandonó fueron las drogas; en Tailandia, las drogas procesadas como la cocaína o el éxtasis son extremadamente costosas y Clint no tenía nada que vender para comprarlas. Recordaba esas noches eternas con la abstinencia de la cocaína, la falta del vértigo y la energía de poder lanzarse a las líneas del metro. Sentía el sabor del polvo en la lengua y no podía dormir. Solo podía tomar un vino barato que vendían en la tienda frente a la escuela en la que trabajaba. Después conoció a Jean, una tailandesa que trabajaba de enfermera en un hospital privado en Bangkok y de la que se enamoró. Jean. Jean. Suspira. Me muestra una foto de ella en su celular. Me dice que ha sido quien lo ha sacado del pozo y luego se ríe. “Mentira. Nunca, nadie nos sacará del pozo, simplemente lo iluminan un poco y con eso es suficiente”. 

Me quedé quieta. Esas palabras resonaron en mi cabeza. ¿Ya había alguien que estaba iluminando mi pozo?

Viajé a Taiwán para visitar durante una semana las principales instituciones políticas y sociales del Estado taiwanés. Una invitación para conocer su lucha por independizarse de China, su movimiento educativo con escuelas, colegios y universidades totalmente gratis para la mayoría de habitantes y una de las infraestructuras de transporte más eficientes del mundo. La primera semana fue eso, visitas a políticos y médicos, en un bus con doce periodistas de Latinoamérica guiados por Carlos, un funcionario impecable que nos tradujo todo, que nos ayudó en todo. Durante esa semana estuve saltando de un hotel a un bus y de un bus a un edificio, hablando en español y con la comodidad de costumbre, pero una voz me decía al oído que pronto iba a quedarme sola y que debía tener miedo. El primer día saqué el celular y escribí esto: “He pensado mucho en la frase de Herman Hesse: ‘No hay camino más doloroso que el que conduce a sí mismo’. Me siento debajo de una sábana negra. Hoy voy a conocer un túnel que está debajo del hotel y que fue construido para escapar en medio de la Guerra Fría. Ojalá pudiera creer en dios”. 

Escuchaba: debes tener miedo. Y lo tenía, Clint lo vio esa noche. 

“Cuando me casé con Jean decidí recorrer Asia en bicicleta, una especial porque tengo un problema de espalda y no puedo tener la posición normal de un ciclista, así que tengo una bicicleta increíble. Vamos a verla”. Me paré de la cama con tedio y fui con él a la parte de atrás del hostal, eran las nueve de la noche y el silencio de la ciudad parecía un vaho que nos cubría a ambos. La bicicleta era verde y de dos ruedas pequeñas, con una silla con espaldar y un manubrio que llegaba a la altura del pecho, así que al subirse el cuerpo no quedaba en forma de arco, como usualmente se va en bici, sino que era una silla sobre un triciclo. Llevaba dos años recorriendo el continente así. Taiwán era el destino nueve. 

“¿Por qué tienes tanto miedo? ¿Qué es lo peor que te puede pasar? Que te mueras, y si te mueres ya no vas a sentir nada y todo va quedar en manos de otros, otros que no volverás a ver. ¿Qué te pasa, Camila?”. No le dije nada. Volver a empezar suena fácil, como las letras de una canción pegadiza, pero el daño que causa la depresión en cualquier ser humano —y en su entorno— a veces es irreparable, la idea del yo: deformada por las inseguridades y la negación de lo que se padece. No se puede hacer nada para enmendar los errores de autosabotaje porque el tiempo no se puede volver atrás y, lo que siempre hicimos, lo que hace que sigamos estando tristes y metidos entre el rencor, la ira y el dolor, fue negar. Hacer como si no pasara nada. Sabía que un corazón nuevo iba a costarme el antiguo y no sabía si estaba preparada para cambiarlo, eso era lo que más temía. 

“Estás buscando a dios, ¿cierto? Pues entonces sé valiente. Nada de niñerías”. 

Al día siguiente fui a buscar a Clint para hacerle una foto subido en su bicicleta y tenerla de recuerdo (o usarla en este artículo), pero no estaba, me había dejado una guía del Parque Nacional Taroko, el parque natural más grande de Asia. Atrás había una nota. Let the trip begin. Leave your dead among these marble mountains. (Que comience el viaje. Deja a tus muertos en estas montañas de mármol). 
 

***

El mar de Hualien, la costa este de Taiwán, tiene dos tipos de azules: un azul cristalino, como una tarde despejada de Bogotá, que se intensifica hasta convertirse en una masa de agua oscura. Esas playas no son de arena, sino de rocas de mármol; el agua choca contra ellas y remueve las más pequeñas. A pesar de que no hay ningún aviso que prevenga del oleaje o de animales, nadie se baña en esas aguas. “Nos da miedo que nos arrastre. El mar se lo lleva todo”, dice una joven que le toma una foto al atardecer. Esa costa es la última estación del Parque Nacional Taroko, cien mil hectáreas de naturaleza que van desde el municipio de Taichung, hasta el condado de Hualien: atraviesa la isla como una herida verde. Las montañas del parque parecen gigantes dormidos cubiertos por una fina capa verde. Esas montañas son grandes acumulaciones de mármol que en su mayoría no han sido perforadas jamás. Excepto por los árboles que las atraviesan, prueba de que lo más resistente también puede ser fracturado. 

A Taroko no llegué por recomendación de Clint. Antes de viajar, colgué en la puerta del armario de mi cuarto un mapa enorme de Taiwán y el primer destino que había marcado era ese parque. Las fotos que hay en internet de sus ríos y sus abismos no hacen honor a lo que de verdad representan. Una cosa es lo que capta la cámara y otra es estar ahí: mínimo ante la inmensidad, ante el avasallador poder de la naturaleza. Un pájaro sin alas, una habitación sin ventanas, un cuerpo mutando. Clint me había escrito que debía dejar a mis muertos en esas montañas de mármol y yo no tenía muertos. Tenía un muerto, solo uno: Aníbal, mi abuelo. 

Hace un año murió y no lloré en su entierro, ni en su velorio, ni el día que me despedí de él. No lloré cuando llegamos a casa y empezamos a meter en bolsas plásticas su ropa y sus sombreros. La primera vez que lloré por Aníbal, un llanto escandaloso y largo, fue el día que abordé el avión que iba de Bogotá a Los Ángeles, el primer paso para llegar a Taiwán. La noche antes del viaje, con la maleta empacada y todo listo, vi en mi tocador el reloj que él me dejó antes de morir. Una máquina sencilla, humilde, con la correa de cuero café desgastada y unas pinticas blancas y azules. Mi abuelo siempre utilizaba ese reloj cuando pintaba. Era artesano. Una de sus aficiones era coleccionar relojes, y cuando murió, cada nieto —somos cinco— se quedó con uno. A mí me tocó el más viejo y el único que dejó de marcar el tiempo: quedó señalando las 12:55. 

Ese reloj solo lo había usado una vez después de su muerte y esa noche parecía alumbrar en el tocador. Me lo puse rápido y no pensé en nada. Esa noche no dormí. Cuando llegué al aeropuerto, pasé migración e hicieron el llamado para abordar, miré el reloj con detenimiento. El llanto arremetió como el vómito. 

Durante casi un año había podido pararme y preparar la comida, escribir, leer, oír música. Su recuerdo solo llegaba en ráfagas dominicales, en destellos cuando estaba preparándome para dormir. Pero lo de ese día era diferente. El desconsuelo es diferente a la tristeza esporádica de su recuerdo. El desconsuelo se pega, se adhiere al cuerpo como el látex: no hay distancia entre esa emoción y el espíritu. El desconsuelo llega en oleadas, en acometidas, en repentinos arrebatos que debilitan las rodillas, ciegan los ojos y endurece la cotidianidad de la vida. La mayoría de personas que han experimentado esta emoción mencionan el fenómeno de las “oleadas”. Eric Lindemann, jefe de psiquiatría del Hospital General de Massachusetts en los años cuarenta, quien entrevistó a muchos familiares de los muertos que dejó el incendio ocurrido en 1942 en el club Cocoanut Grove, definió el desconsuelo con absoluta precisión en un estudio de 1944: “Sensaciones de angustia somática se sucedían en oleadas que duraban de veinte minutos a una hora, una sensación de opresión en la garganta, asfixia por falta de aliento, necesidad de suspirar y sensación de vacío en el abdomen, falta de fuerza muscular y una intensa angustia descrita como tensión o dolor espiritual”. Cuando el desconsuelo invade el cuerpo, lo único que se puede hacer es llorar. 

La segunda vez que lloré por Aníbal y sentí las oleadas fue en Taroko. Lo más impresionante de ese lugar es la unión perfecta y armónica del mar y las montañas. Ese mar azul, esas montañas recias. Ahí dejé a mi abuelo, como lo había predicho Clint, nos despedimos en esas montañas de mármol. Ahí comencé a pensar en dios.

 En Taiwán hay libertad de culto. Es el lugar ideal para entender cómo las personas pueden convivir a pesar de sus creencias. El taoísmo es la religión con mayor cantidad de fieles. En esencia, se basa en la importancia del camino y la experiencia por encima del destino. En cada esquina de cada ciudad de Taiwán hay un templo tao. Se diferencian de los confucionistas o budistas —las otras dos religiones con mayor número de adeptos— porque en su fachada hay una cantidad incontable de detalles y en las esquinas del techo siempre hay dos dragones verdes y dorados y en el centro dos tigres. Todos los templos tienen tres puertas. Según la tradición tao, la del centro solo se abre cuando los dioses que están en el santuario quieren salir hacer un milagro o cumplir una promesa. Las otras dos, son para los mortales. A la entrada siempre te advierten que, para la buena suerte, debes entrar por la derecha y salir por la izquierda. 

La primera vez que estuve en un templo tao fue en Taipéi, capital de Taiwán. La luminiscencia de lo desconocido me despertó todos los sentidos. Esa idea banal de tomarme una foto apenas entrara y esa idea insolente de creer entender apenas cruzara el umbral, ahora me dan náuseas. Cuando llegué vi a una anciana haciéndoles preguntas a los dioses a través de unas fichas que se tiran al suelo y deben salir de una forma especial para saber la respuesta. Me quedé mirándola y ella paró lo que estaba haciendo, se acercó a mí y me puso unas fichas sobre mis manos. Sus ojos chocaron con los míos, sabía que no entendería si me dijera algo y entonces puso su mano en mi corazón. No sentí miedo. No tuve esa percepción tan gastada de hoy en día sobre el espacio personal y sus violaciones. Me quedé quieta mientras ella susurraba algo con los ojos cerrados y tenía su mano derecha en mi pecho. Yo anhelaba que estuviera rezando por mí; creo que sí lo estaba haciendo. Cuando terminó acarició mi rostro, me explicó con señas cómo funcionaban las fichas: si caía la cara redonda de una ficha hacia arriba y en la otra la cara plana quedaba hacia abajo, quería decir sí; si las dos caras redondas quedaban hacia arriba, era no, y si las dos partes planas quedaban al aire, significaba que los dioses se estaban riendo de mí. La anciana me hizo con los dedos el número tres y yo le entendí que era el número de oportunidades que tenía para lanzarlas. 

Después de lanzar las fichas, ella encendió dos varitas de incienso y me entregó una, me hizo una seña para que la acompañara y me arrodillara junto a ella frente al dios de la misericordia: un guerrero con espadas y barba larga. Me arrodillé y empecé a adorarlo aunque no creyera en él, aunque pensara que no servía de nada. El síntoma más peligroso que conocía sobre mi tristeza era el sinsentido. La idea de que a pesar de que hiciera lo que hiciera, estuviera con quien estuviera, todo sería en vano. ¿Y todo esto para qué? Esa pregunta era como un alfiler en mi cerebro, pequeña pero dañina. 
En 1917 Sigmund Freud publicó “Luto y melancolía”, un artículo sobre la depresión. En él señaló que existía una similitud entre los síntomas de la depresión clínica y los síntomas de las personas que están de luto por la pérdida de un ser amado. Lo mío parecía unirse, sabía que toda mi tristeza no estaba ligada a la muerte de mi abuelo, pero que esa pérdida había detonado dolores que durante años había mantenido enterrados en mi cabeza. “La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo”, escribió Freud. 

Cuando me arrodillé junto a esa anciana, no quise castigarme más. 

Nunca había escrito sobre mi depresión, siempre había intentado mantenerla al margen de mis textos y , por supuesto, de mi vida. Decir: “soy una persona depresiva” me parecía de débiles, de gente que no sabe pelear. Sin embargo, la cadena de tristezas no se rompe fácil y menos negándola. Como dije al principio, Taiwán se presentó ante mí como un muro con el que me iba a estrellar y que no iba intentar siquiera esquivar. Una redención.
 En total visité doce templos taoístas. Todos eran casi iguales, variaban de tamaño y en algunas estatuas y pinturas sagradas. En esos lugares las ofrendas (comida, flores, semillas) son gratis, las manillas sagradas son gratis, las imágenes con mensajes de abundancia son gratis. A la entrada de cada templo hay un tanque de agua pura y otro con té para los visitantes, también gratis. Una de las cosas que más me sorprendieron de Taiwán es la noción que tienen sobre la palabra “regalo”. 

Te regalo, no porque me sobre, sino porque lo necesitas. Te regalo un sombrero para el calor, te regalo una guayaba porque ibas pasando por la calle y te quedaste viendo una, te regalo un dulce en un mercado nocturno. Te doy, me doy. Los taiwaneses son amorosos y cálidos. Yo nunca pensé que ese calor podía sanar mis heridas. El miedo a ser robada desaparece en esas tierras, el miedo de andar por la calle sola en medio de la noche y sin un mapa, se evapora. Casi nadie entiende español y, a pesar de la barrera del lenguaje, no ven al extranjero como un enemigo. Al principio eres un animal extraño para ellos, como ellos lo son cuando vienen a Occidente, pero a diferencia de nosotros, ellos no conocen la violencia férrea. No conocen de desaparecidos o asesinatos por celulares y eso, por obvio que parezca, configura su relación con el mundo.

Después de todas esas peregrinaciones por los santuarios confucionistas, taoístas y budistas de Taiwán, solo puedo decir que el verdadero sacerdote es aquel que habita dentro de nosotros. El íntimo. Sin embargo, mi idea de dios todavía es difusa. Ahora sé que la voluntad no es suficiente para curarnos porque uno lleva la adicción, cualquiera que sea, como un peso que siempre termina doblegándonos. Cuando estamos tratando la depresión clínica, tal vez sacarnos de encima la responsabilidad del resultado permite confiar en que el camino que se abra al andar puede ser limpio y seguramente mejor. 

 

 

Cuando llegué a Kaohsiung, el puerto más grande de Taiwán, escribí esto: “Aceptar la dificultad de sentirse vulnerable es la única manera de seguir vivo. Hay dos opciones. Cerrarme. Enterrar mis temblores y quedarme quieta hasta suponer que no hay más riesgos, que no hay nada porqué temer. Nada va a cambiar. Seguiré metida en mi cuerpo y mis miedos serán los mismos de mi infancia. Los mismos recuerdos. El mismo dolor. Mientras espero a que pase la tormenta me quedaré mirándome los zapatos y renunciar a intentarlo de nuevo será fácil, poco traumático.

La otra opción es exponer el corazón. Dejar que se curta. Ponerlo al aire y no protegerlo de inundaciones, terremotos, rayos y fuego. Permitir que el viento lo traspase y dejar que se pudra. Tener un nuevo corazón costará perder el antiguo.

Tantas son las vidas.

Tantas son las edades. Tantas son las formas de expresión de la naturaleza: tan hermosas, tan terribles. Tantas las oportunidades de renacer. Pero duele. Siempre duele. Querer es soltar, soltarse, olvidarse. Decirlo me mata. Y no es una forma de hablar. Es un dolor que, en momentos claves de la vida, literalmente paraliza. Por ejemplo hoy, por ejemplo ahora. Sí, paraliza. Pero necesito volver a moverme, volver a sentirme viva”.

Elegí la segunda opción. El dolor puede ser tan adictivo como cualquier otra droga. Es tan extraña la sensación de felicidad o de tranquilidad que no nos permitimos experimentarla, así que nos quedamos anclados al terreno conocido del dolor. En Kaohsiung pensé que en ocasiones he creído que por estar triste merezco ciertas licencias sobre los otros: más y mejor atención, silencio, comprensión absoluta. La depresión se convierte en un tripulante constante de nuestra mente, hablando por nosotros, actuando por nosotros. Sin embargo, en este viaje tuve una revelación. Una epifanía cuando estaba a punto de regresar a Colombia. Estaba en el Centro Memorial del Buda, el lugar más impresionante que he visto en mi vida: un terreno plano, enmarcado por ocho edificios completamente geométricos llamados pagodas y custodiados por un buda dorado de metal de 108 metros, la altura de un edificio de 30 pisos. Fui un viernes, el lugar estaba vacío e impecable y pensé que gracias a mi dolor había logrado llegar hasta ahí, esa necesidad por encontrar sosiego me había conducido a ese oasis. Pensé que la tristeza también moviliza y nos obliga a crear: que yo escriba es la prueba de esto. 

El dolor es un sentimiento tan implacable que salpica el resto de emociones, atraviesa nuestras relaciones y, por eso, nos hace más sensibles ante ciertas situaciones. Todas las personas depresivas que conozco son personas más tolerantes, que saben escuchar al otro, que entienden el sufrimiento como un estado de reflexión. Y confío en que, aunque sus vidas mejoren, les quedarán esos vestigios de empatía.

La depresión es una enfermedad y cuando alguien está enfermo no le dices que debe cambiar de página o poner mejor actitud. Cuando alguien está enfermo debe buscar ayuda. La hay, claro que la hay. Solo viajar, no sana. Solo amar al otro, no sana. Sonreír todo el tiempo, no sana. Pero hablar, sí. Viajar y escribir, sí. Amarse y amar, sí. Escuchar y permitirse ser escuchado, sí. Voltearse y darles la cara a los traumas, sí. Enfrentarlos con gallardía, con la absoluta certeza de que no van a desaparecer, puede hacer que todo sea, al menos, más llevadero. Eso lo descubrí en Taiwán. 

Al regresar escribí esto: 

“Y todo es tan mágico, tan increíble, tan hermoso. Todo está tan vivo, incluso yo. Yo, que siempre he sido tan inmune a la fe. Yo, que tenía tantas preguntas, tantos fantasmas, tanta mierda en la cabeza. En el alma. Y ahora, en este preciso instante, viendo lo que veo, dejaré las maletas. Dejaré mi ropa a la entrada y me desnudaré. Ya no estoy cansada. Ya no me quiero bajar de mi vida. Ya no quiero parar”. 

Para mi abuelo, que me enseñó a volar
y para mi mamá, que me cura las alas.

Por Camila Builes / @CamilaLaBuiles

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